domingo, 31 de enero de 2010

¡Me regalaron un MP3!

¡Es decir que tengo MP3!
¡¡Es decir que me hicieron un regalo!!

Este blog sirvió para algo.
(No sólo para eso)

Y como saben de mis limitaciones económicas y tecnológicas, antes de comprarlo, pensaron en si convenía que llevara pilas o no, y me lo regalaron cargado con música que me gusta, y hasta me explicaron por qué no había otra música que también me gusta.
Anyway, unos labios ¿operados? debajo de unos lentes de sol diciendo, fuera de contexto, “feliz cumpleaños” en una plaza –me– pegan más, dejan una huella vibrante en mí. Lo otro lo tengo que racionalizar, aunque no sea sólo un gesto, sino varios en uno, en una seguidilla conmovedora.

Se murió el diariero

Continuidad del pasado (¡otra más!), en casa recibimos el diario todos los días. Viene el diariero, a eso de las seis y media, siete menos cuarto, y lo pasa bajo la puerta. Los sábados y sobre todo los domingos viene más tarde, como ocho y pico los domingos a veces.
Si estaba despierto, cerca de la puerta y lo escuchaba llegar, a veces le abría, y me lo daba en la mano. Así pasó unas cuantas veces. Y el chabón, que me hacía acordar al que aparece en la tapa de la revista Mad en varios capítulos de los Simpson, me saludaba, tenía buena onda. La justa cordialidad, para mi gusto. Lo recuerdo con una campera roja y una paleta ausente, y el saludo para “la señora”, verbigracia mi madre. “Que tengas un buen día”. “Igualmente”…
Pero resulta que la otra vez el portero me dice que se murió. “Se murió el muchacho que traía los diarios”. Y me quedé perplejo, azorado. Y un poco triste. La tristeza justa para el caso, tal vez; pero un poco triste. Era un pibe joven, no le calculo más de cuarenta, aunque viste que hay gente de cuarentaypoco que parece de veinticinco… Está bien que tenía algún sobrepeso, pero nada exagerado a simple vista.
“El corazón”, me dijo el portero.
Después de eso, un par de mañanas escuché cuando llegaba su reemplazante, y abrí la puerta. Y el tipo cero onda, menos diez empatía. Creo que ni agradeció. Calculo que habrá saludado, pero, si lo hizo, el saludo no imprimió. Fue transparente, líquido. Nada.
Detesto a la gente que no tiene empatía. Detesto cuando no surge. Un nombre más apropiado para este blog sería ese: “No soporto a la gente con la que no hay empatía”. Me molesta cuando tiro una tratando de darle fluidez al diálogo, de alisar el encuentro, y me devuelven un cascote.
Como los boludos esos a los que trataba de venderles la entrada a un recital para el que quedé sin compañía. ¡Se supone que es un recital, flaco! Tu actitud no es la que me resulta esperable, más aún cuando estás solo, cuando no te estoy interrumpiendo un diálogo o un clinch con una mina. Su gesto de rechazo, como si le quisiese vender una entrada falsa, como si lo fuese a estafar, me dio por las bolas. Y la chica que tampoco me la quiso comprar, supuestamente porque yo tenía solo una, y ella iba con una amiga. Ni cuando se la ofrecí a menos precio del que yo había pagado aceptó. “No te preocupes”, dijo, y eso no era empatía: era “ya está, te dije que no”. Y los otros pibes decían que ni sabían quién tocaba, que clavaron ahí. Y tampoco.
Okey, hagan media cuadra de cola, paguen de más. Cinco mangos más de lo que costaban las anticipadas.
Y tampoco se salva el que me compró la entrada, que me vino a encarar él. Cuando me despedí y le agradecí, y le dije “que la pases bien”, su respuesta, si existió, también fue líquida, vacua, inerte.
Y menos soporto, y más me frustra, cuando no surge con quienes la empatía es una alegría frecuente. Ahí la situación se me resbala como el jabón en la ducha, y cuando más lo manoteo para atajarlo, más lejos va a terminar cayendo. En el lugar más sucio del baño.
Desde entonces, aunque esté despierto y escuche los sonidos de su recorrido –la reja, la escalera, los pasos por el pasillo–, dejo que pase el diario bajo la puerta.

No es no

Estoy podridx de los noes.
Especialmente de los razonables, de aquellos contra los que no puedo argumentar.

No es no.
No. Es no.
No es… No.
¿Y entonces?

Entonces, ¿qué hacemos acá?
Si sabés que no es.
Sí. Sabés que no es.
Si sabés que es no.
¿Y entonces?

Y si hay un sí, como últimamente hay algunos, es imposible no ver su asimétrico e inmenso reverso de noes.
Entonces, hay que juntar los pedazos de entereza que quedan, hay que articular el discurso más sensato que encontremos, hay que defender -sin perder la tranquilidad- el derecho a poner cara de orto y a expresar la frustración y la tristeza y la desazón y la angustia, y hasta el derecho a protestar, como protestaba un 9,50 en el colegio.
Si es posible, hay que cambiar el switch y tratar de comprender.
Y, al final, hay que masticar cada no como semillas de amapola, como granos de arena.

La odisea del peatón

Esquivar caca de perro. Esquivar algún perro suelto, abandonado o no, agresivo o no. Sortear baches y pozos en veredas y calzadas. Tratar de que la lluvia artificial que producen los equipos de aire acondicionado no me moje (HAY QUE tener el AA. Dará sensación de riqueza, ¿no?). Evitar que el humo del cigarrillo que fuma el tipo que camina delante de mí me ahogue cuando el viento sopla en contra. Gambetear vendedores ambulantes y manteros altiplánicos, tanto como mesitas y sillas de bares, y también cualquier otra mercadería expuesta, desde cajones de verdulería hasta voluminosos juguetes. Y las promotoras en las avenidas, y la basura suelta y maloliente por doquier. Evitar el humo de los empleados que salen a fumar a las puertas de sus trabajos, mudando la nube nicotínica de la oficina a la puerta. Cruzar la calle cuando los que duermen en las veredas las ocupan completamente, o cuando cartoneros de olores acérrimos se reúnen, antes, durante o después de recoger los objetos de su interés. Saltar las aguas servidas que fluyen bajo el portón de una casa tomada a dos cuadras de mi casa. Anticipar si hay perros, jovenzuelos que cobran peaje o piden unos centavos, policías a los que mi cara, mi aspecto o mi actitud les resultan sospechosos, niños mendicantes (desamparados, desangelados, desahuciados), fumancheros, paqueros, etc. Cuidarse de automovilistas que no respetan la senda peatonal ni la prioridad del peatón, o que simplemente las ignoran. Protegerse de los que miran para donde vienen los autos, pero no hacia donde viene el peatón, y se mandan igual. Precaverse del que viene hablando por teléfono, tomando el volante con una sola mano, o con ninguna. Intuir el giro del que no puso el guiño. Intuir la ausencia de giro del que sí lo puso. Percibir que el que lleva la baliza encendida no se va a detener. Esquivar a los peatones que caminan mientras leen o envían mensajes de texto. Resguardarse del giro imprevisto del colectivo que dobla saliéndose de su recorrido para evitar una zona de mucho tránsito. Conservar el equilibrio en veredas rotas, ante los desniveles de las entradas de los garajes, en los adoquines que quedan tan cool como decoración de algunas veredas.
Y, al fin, llegar a casa, y correrse justo a tiempo cuando la vecina del tercer piso riega la selva enmacetada que tiene en su balcón y activa una caudalosa y desaprensiva catarata.

Mi vieja abortó

Como este es un blog que está a favor de la despenalización del aborto, quería manifestar esa militancia con una frase contundente y provocadora, del tipo de “yo aborté”.
Pero yo no aborté.
Entonces, para agitar, reivindico el aborto que se hizo mi madre.
Mi vieja abortó. Sí.

(Lástima que no fue cuando estaba embarazada de mí).

Circuito

No todos tenemos plata para pagar la cuota del gimnasio (y correr aburridamente en la cinta), no todos tenemos la energía constante o el tiempo o las ganas para correr con una frecuencia preestablecida, los días tal y tal a la hora tal. Entonces, cuando concurren las condiciones necesarias, vamos a correr a la plaza. A la que tenemos cerca.
Y correr en la plaza es un decir. Primero, porque las plazas macristas cierran a las ocho de la tarde en noviembre (y a las nueve en verano...). Después, porque hay gente que, razonablemente, realiza otras actividades. Y hay niños, hay perros, hay carritos de bebé, hay viejos, hay bicicletas, hay caca de perro...
Entonces, para evitarlos, uno corre por la vereda; pero allí, además de todo aquello, y del horrible cemento alisado de las veredas nuevas, hay, razonablemente, transeúntes. Transeúntes que caminan a diferentes velocidades, en sus propios mundos, en distintas direcciones. Y uno debe esquivarlos, cambiando el ritmo de la marcha, cambiando la dirección, frenando, deteniéndose casi en seco, casi a cero; haciendo sonar la llave como si fuese un cencerro o una bocina para llamar su atención y conseguir paso.
Mientras corro, o mientras miro correr desde la ventanilla del bondi, me pregunto por qué las remodelaciones de las plazas macristas no incluyen un circuito pedestre para que podamos correr sin ir a los bosques de Palermo o no sé a qué otro lugar lejano e inhóspito.
Si se diseñan espacios para los omnipresentes perros –espacios que no se respetan, y cuyo irrespeto redunda en la algazara de canes sin correa ni bozal y con los esfínteres deseosos de liberación–; digo, si hay caniles, ¿por qué mierda no hay un lugar para correr? ¿Eh? ¿Porque los perros son más importantes que las personas? ¿Es por eso? ¿Es por eso, la puta que lo parió?

Autoimposición de manos

Reparé en el gesto, en su repetición, en la sensación de mis manos en el pecho –en las leves variantes de la posición que toman–, últimamente. Desde que casi a diario duermo con tapones en los oídos buscando amortiguar los sonidos invasores que provienen de los departamentos cercanos.
Tengo que dormir boca arriba porque si giro y quedo de costado, lo que me resultaría mucho más cómodo, me clavo dolorosamente los tapones. Y duermo como una momia, entonces. (Unas horas, porque, finalmente, el cuerpo necesita relajarse, dejar de lado la tensión de una posición obligada y abandonarse a una mayor inconsciencia, a un poco de descanso profundo. De hecho, a veces me quito los tapones dormido, o me despierto con ellos –al menos, con uno de ellos– en la mano sin recordar cuándo ni cómo me los saqué).
En esa posición que me resulta antinatural, tengo que reacomodar todo el cuerpo, buscar un lugar cómodo para los brazos, una torsión de la columna que evite forzar la espalda hasta el dolor lumbar, un ladeamiento de la cabeza que no agarrote aún más el cuello.
Los brazos suelen quedar a los costados del cuerpo, pero generalmente una mano termina apoyándose sobre el pecho. La palma abierta, a veces toda sobre el esternón; a veces una parte, la del dedo gordo, sobre el hueso y otra sobre el lugar donde el torso se ablanda (que tal vez se llame ángulo de Louis); a veces más a la izquierda, a veces más a la derecha; a veces, la izquierda; a veces, la derecha.
Pensaba alguna vez en que quizá hubiera una intención de aplacar, de calmar el movimiento interno, de evitar que las moléculas de mi pecho, de todo mi interior, se disgreguen, de procurar mantenerlas unidas con el campo magnético de mi mano. O de buscar en una mano abierta cierta calma y serenidad que faciliten el descanso.
Pero no ocurre sólo cuando duermo. A veces, varias veces, por la calle, caminando, me descubro con la mano sobre el pecho. No importa si ando en cueros o si tengo puesta una remera: me toco el pecho, como las embarazadas se tocan la panza, como sujetándolo, y noto que presiono un poco con la parte superior de la palma, casi donde comienzan los dedos.
(Otras veces, pocas, creo que cuando tengo pilas, la mano va más arriba, y algunos dedos se apoyan en el cuello. Si tengo poca energía, en cambio, la parte opuesta a los nudillos casi no hace contacto, y la presión queda en las yemas de los dedos, casi en las uñas; en el borde de la mano –en la continuidad del meñique–, que suele apoyarse en el comienzo de la busarda, y en algún músculo del antebrazo, que se tensa como si me aferrara a mí mismo).
Y entonces, en la calle, donde uno está más descontenido que en su cama, pienso que tal vez lo que busco es recordarme dónde termino, que tengo un límite físico, y que si lo tengo es porque existo.
O capaz que es más simple, que es para no perder del todo la memoria, para acordarme de cómo es una mano tocándome.

jueves, 14 de enero de 2010

¡Estás de vacaciones, pelotudo!

Hay gente tan infeliz que aun estando de vacaciones se levanta a las 8 de la mañana. Que un domingo, o un feriado, no llega a las 9 durmiendo. Ese no es el problema, en realidad. Lo insoportable es que todos los demás nos enteremos de que se levantaron. Y entonces la cuestión no se limita a un domingo o a un día de vacaciones, sino que se extiende a cada vez que nos participan de su vida.
La voz tenebrosa del vecino X me sobresalta tajeando el aire calmo de la primera mañana al escapar por el ventanal abierto. Apenas son las 8 de un día de verano, y se mete en mi pieza, en mi cama, en mi cabeza con palabras sobre su viaje a Córdoba y las rutas inundadas.
Un rato después es su mano violenta la que me despierta estremecido cuando golpea la pared. La onda expansiva recorre un par de pisos, hasta donde se transforma en mi pared. A los golpes les siguen palabras. “¡Despierténse, carajo!”, “¡vamos, arriba!”, “son las 9” (¡mentira!, ¡son menos diez!), “¡abran los ojos, carajo!”. Golpes y palabras son la bienvenida al nuevo día que les da a sus pequeños hijos, de 12 y 8 años.
Está de vacaciones, pero su deber ser no descansa. Y su ser profundo, tampoco. No está enojado, no se le amontonan las palabras en la mandíbula ni amenaza con romperle la boca a su hija de 8 años. Seguramente extraña el trato con las veinticinco personas que tiene a su cargo en el laburo, y se dedica full time a los chicos.
Ellos reproducirán sus formas un rato después, como todos los días, como todas las vacaciones, como todo el año.

Descoordinados

Era como la tercera vez que salíamos juntos de cursar, charlando, y encarábamos por una calle para doblar y doblar, y terminar yendo para el otro lado. Caminábamos lentamente, más a lo ancho de la vereda que a lo largo, entorpeciendo el paso de los apurados transeúntes de Córdoba casi al mediodía.
La fruta amenazaba con pudrirse en el árbol, pero en un semáforo pude repentizar de esa forma que repentizo a veces, que nunca sé si está bueno lo que digo o si es una gilada cósmica: “¿Es acá cuando tengo que comerte la boca?”. Su primera respuesta gestual, que interpreté de estupefacción, me hizo pensar que le había parecido una boludez irrecuperable; pero ella también repentizó: “Te la puedo comer yo a vos”.
Las bocas, sonrientes, se acercaron, y, por la ansiedad o por la sonrisa, el primer contacto fue el de nuestros dientes chocándose.
Un rato después, los cuerpos mediante, volvimos a ejercitar la descoordinación.
Definitiva, fatalmente.

Alma de gorda

Después de un par de cosas que no me salieron bien, que me salieron mal, que me salieron como siempre, terminé en la panadería, comprándome media docena de sánguches de miga; en el súper, aprovechando las ofertas en cervezas, o en la heladería, comprándome un cuarto, y un rato después otro cuarto más.
Y descubrí mi alma de gorda que busca en el morfi un paliativo para la frustración.
Después me acordé de cuando, postadolescente, me reventaba una buena parte programada de mi sueldo en una rotation ansiosa por disquerías comprándome CDs nuevos.
Y comprobé con amargura que en realidad tengo alma de consumista.

Porro

Todos insisten en que la marihuana produce pérdida de memoria.
Voy a tener que conseguir faso, entonces. Para olvidarme de todo lo que me acuerdo. Y de lo que no me acuerdo también, porque me signa desde su intangibilidad, desde su invisibilidad, desde mi profundo e insondable más allá.
Pedro Juan Caballero va a quedar desforestada, me parece.

“El amante de Bárbara La Mar”

Al iluminarse en la tiniebla la pantalla de un cine de barrio, el piano asmático y sin recursos carraspea un vals del que ya solo los viejos se acuerdan. Clavado en su butaca por una ingénita pereza, el cansancio de Máximo Pérez abre su alforja como un bostezo para guardar la provisión de sueño, lubrificante espiritual que lo arrastra hacia el suicidio del olvido.
Cuatro linternas rojas, como cuatro manchas de sangre, cuelgan en las sombras protectoras de ingenuidades, respirando débilmente.
Por primera vez, los ojos de Máximo Pérez, extenuados de filmar monotonías en las horas tristes como una agencia de colocación, fijan su media luz en la tela habitada del cinematógrafo.
Bárbara La Mar le sonríe desde el silencio, y la mirada del pobre Máximo Pérez se empaña de agradecimiento.
En un instante se torna creyente. No hay duda, es a él, anónima unidad inadvertida en la sala, a quien Bárbara La Mar ampara con el ademán sereno de sus ojos tan negros como la fatalidad que la llevó de la mano hasta la muerte.
Nunca nadie lo ha mirado así.
Se hace la claridad y el telón blanco como un sudario amortaja la sonrisa de la actriz ausente.
Y entonces Máximo Pérez se extravía en las calles de la noche, apretando un pedazo de sol en el exhausto bolsillo de su alma.

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La noche siguiente Bárbara La Mar le dio cita en otro cine. Y él acudió con el apresurado temor de llegar tarde.
Ahora está allí, en un número de la platea, impaciente por comenzar a vivir su extraño idilio. La cuerda de la nerviosidad lo levanta como a un muñeco de la butaca y lo obliga a girar la cabeza en dirección al foco del operador.
¡Cuánto demoran en apagar las luces!…
Ella estará esperando la oscuridad, detrás del telón blanco como un sudario. Y el miedo de que descubran el secreto que lo llevó a la esquina en sombras de la sección de cine enciende su cara pálida de fracasos.
Bárbara La Mar le arroja desde la pantalla la caridad de una sonrisa, y él cierra los ojos y la oculta fervorosamente en su corazón.
Pero en ese instante le tironea una protesta airada, y vuelve el rostro al sentir dos golpecitos en el hombro.
-Señor… el sombrero… ¿Quiere hacerme el favor?… No alcanzo a ver…
-Es cierto –tartamudea-, es cierto… No me había dado cuenta…
Se quita el sombrero y, amparando su azoramiento en la mirada de Bárbara La Mar, hilvana malhumorado y contento: “¡Torpe!… ¡Cómo si pudiera sonreírle a él!…”.

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Bárbara La Mar rompió la soga de aburrimiento que estrangulaba su vida. Ya tiene la tabla de salvación que necesita el náufrago; ya tiene el trozo de sol para secar su alma mordida de humedad.
Sin embargo, Máximo Pérez sabe que Bárbara La Mar es una estampa.
Recién esa noche, después de haber recorrido inútilmente todos los cinematógrafos, cuando el cansancio retornó a su alma como un sobre, caminó por los muelles como un perro vagabundo, meditando en la tragedia de un amor irreal, de un amor sin consuelo.
Bárbara La Mar, que está en la pantalla, huyó al silencio definitivamente. Y él, pobre diablo en estado de suicidio, alimentó la locura de un amor muerto.
Su vida, anónima y triste como la del emigrado de un cariño, ya no tiene remedio. El frío de su pieza de hotel que lo vio llorar, el frío de las sábanas que se emocionaron con sus lágrimas, se filtró en su cuerpo y en su espíritu.
Nunca nadie le dijo una palabra cordial. Necesitó crearse un dolor para vivir, y ahora lo asesinaba el dolor de sentirse desahuciado de la esperanza. Había maniatado su alma y se entregaba a la fatalidad con su resistencia despedazada por una fuerza extraña.

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Máximo Pérez pasea a lo largo del muelle y sus ojos se clavan en las luces de las boyas que parpadean en la espalda del Riachuelo como las cuatro manchas rojas de las linternas colgadas en las sombras de la sección de cine.
Se ha detenido en el descanso de una vista y escucha dar las doce en el reloj de su corazón.
Bárbara La Mar resucita enfocada en un rayo de luna, y entonces Máximo Pérez sumerge su vida aburrida en las aguas turbias del Riachuelo.

(“El amante de Bárbara La Mar” * Enrique González Tuñón)