martes, 29 de septiembre de 2015

Sube el nivel del mar (en mis ojos)

Un asiento vacío junto a la ventanilla y los cimbronazos del tren cuando les corre carreras a los autos de la Lugones. Cada cambio de vía me sacude el cuello y me entreabre los ojos que cerré para protegerme del tenebroso sol de la mañana.
El efímero momento "on" de la visual capta a un vendedor atravesando la puerta del vagón. Me acuerdo, de nuevo, como hace un rato –como cada vez que el sol ilumina el viaje desde ese ángulo–, pero más intenso, de un tiempo que se hizo lejano, de un viaje a estas horas, de la única vez que alguien me acompañó.
Más intenso culpa tuya, vendedor, cuando te oigo vocear que La Princesita Sofía, Violetta y El Hombre Araña protagonizan los libritos para dibujar o pintar que vas dejando en los regazos. Más intenso porque tu rutina laboral suma el recuerdo de un niño del que me habían contado que se copaba con "Maña", su versión media lengua de Spiderman.
Inesperada e incontenible como una eyaculación precoz, una forma de angustia sube hasta la garganta que no tiene con quién hablar. De ahí a los ojos hay un paso. O un par de eclisas. El calor se siente en la cara, que se descompone en pucheros, y una parte de mí se preocupa por que la mina tatuada del asiento de enfrente o alguno del otro lado del pasillo podrían darse cuenta.
Cuando se me hace evidente que los ojos rebalsaron y siento que no puedo caretearla más, llega en mi auxilio el túnel de la estación, oportuna oscuridad que me permite limpiarme libremente la cara con la mano, con el antebrazo, con la remera, y disimular esa lava cristalina que enjuaga el clímax de la nostalgia.
Ya pasó el momento, el tren vuelve al sol, y por una docena de estaciones encapsulo la ausencia con la ayuda de los múltiples vendedores siguientes, que, por suerte, se dedican únicamente a las golosinas y al chipá.

Recitales

Año 2015. Agobiante proliferación de redes sociales, omnipresencia de formas de comunicación. Los recitales son “eventos” en Facebook, los músicos –cual groupies al revés– te piden “amistad” en esa red social como parte de su estrategia de marketing… Y, sin embargo, termina siendo imposible saber lo básico de un show.
El flyer publicado en su Face dice bandas, nombre del boliche, fecha y hora. El epígrafe aclara que para más datos hay que mandar un mensaje privado. Eso hago, preguntando dirección, valor de la entrada y horario real aproximado. Me responden lo único que ya sabía, la dirección, conocible googleando el nombre del lugar. El resto no lo saben, según me dicen. Ni siquiera el orden de las bandas, que a mí me resulta obvio. Agregan que me avisarán si tienen más datos, y descuento que solo son palabras de ocasión.
Tengo un cuerpo que dura poco en buen estado, que no se banca tres o cuatro horas de mucha gente, mucho humo y mucho volumen. Entonces, trato de hacer coincidir el escaso momento en que preveo que me voy a sentir bien con el acontecimiento. Y tengo problemas para dormir. Estos días, esta semana, de nuevo.
Como también tengo los genitales hipertrofiados de contar mi peripecia, como ni siquiera los médicos la entienden, no digo lo que me pasa ni por qué quiero saber el horario real. Miento. Invento que me levanto temprano y que, entonces, debo decidir si voy de una o si pego una siesta nocturna, aunque llegue más tarde y me pierda alguna de las bandas previas.
Tal vez por lo pesada y condicionante que me resulta esta historia, podría entender que algo muy importante para mí, el horario, no lo sea para otros. En verdad, creo que a los músicos les conviene decir la hora real, pues algún indeciso puede ordenar sus tiempos a último momento, o sus ganas, y terminar yendo. Quizá no sea tan así, quizá sea difícil prever los horarios, quizá haya alguna razón que torne inconveniente decirlos claramente. Pero el valor de la entrada… ¿Ni eso sabés? No soy un punk con tarjeta, como tal vez sean varios de ustedes, y no puedo ir al cajero más cercano si no tengo efectivo suficiente. Tengo que saber antes cuánto cuesta y, además, considerar todos los gastos posibles.
Desde el domingo pasado perdí el control de mi sueño. Salvo los esfínteres (¡por suerte!), en general no controlo a mi cuerpo. Él me controla a mí y hace lo que quiere conmigo. Los que dicen “ahora duermo” y duermen, los que eligen a qué hora despertarse y se despiertan descansados, los que pueden estar horas y horas sin comer, los que deciden cuándo acabar… qué notable, ¡cómo los envidio!
La semana previa estaba viviendo en horarios compatibles con los de este recital anunciado a medianoche y con los de un par más, que conformaban una trilogía de deseos para estos días. Quería ir a los tres y me preocupaba no poder sostener ese ritmo circadiano porque me estaba durmiendo cada vez más tarde sin poder hacer mucho al respecto.
El domingo, pese a los indispensables tapones en los oídos, me desperté varias veces, como de costumbre. Fue especialmente profunda la despertada que a las dos de la tarde me propinó la vecina de arriba con sus tacos, pero logré retomar el sueño. Me desperté un rato más tarde y pensé que ya estaba, que me levantaba. Pero no pude. Y seguí. Y se pasó la hora prevista para levantarme… A las seis me desperté, comí algo, y dormí una hora más, una hora aún insuficiente, pues el cuerpo me seguía reclamando más sueño. No pude satisfacerlo, y quedé en baja (y mala) frecuencia el resto del día, que en realidad fue noche.
Toda la semana estuve tratando de recuperar la cohesión de mi sueño y cierta previsibilidad de mis horarios –cosa siempre ardua– para ir acomodándolos con los de estos recitales. El día que me sentí bien y me estiré hasta las veinte horas despierto, el día que me desvelé, el día que no supe reconocer si había descansado o no… Y hasta fue una no-mala noticia la suspensión de uno de esos shows.
Llegó el viernes y me apuré para dormirme a las tres de la tarde, que se hicieron tres y media. Pero todavía estaba en hora: me levantaba una o una y media, comía y me iba. (Durmiendo menos de eso, no descanso). Me tomaba un taxi si era necesario, y estaba allí tipo dos y media.
Un par de veces me desperté para mear, de nuevo me ametralló con sus tacos la mina de arriba a las siete y media… Me costó tanto volver a dormir que decidí prender la compu: rápidamente comprobé que no había noticias del horario del recital. Igual me quedé un rato más, confiando en que los bits fuesen lo más efectivo para una pronta reconciliación del sueño. Cuando conseguí dormirme, dos horas después, los horarios ya no daban. Sin embargo, como si mi reloj interno estuviera seteado indeleblemente desde que supe de este show, me desperté con reveladora precisión a la una en punto.
De inmediato noté que el cuerpo no acompañaba. Sentía las ondas de mi cerebro, esas que el electroencefalógrafo no detectó, exigiendo más descanso, vibrando en una frecuencia incompatible no ya con un recital o con salir a la calle: con levantarme y comer. O con hablar. Aunque una parte de la cabeza y del cuerpo no arrancaban, tampoco me pude dormir. Hasta las cinco seguí, gastando las sábanas en cada vuelta que daba en la cama, gastando las teclas de la compu una vez que volví a prenderla.
Como aquella fecha del 89 o 90 con Malrecetado, que por alguna alineación neuronal indescifrable persistió en mi memoria, me quedé con las ganas. Ojalá haya sido en el 90, ya que si fue en el 89 todavía cantaba Mónica, y lógicamente lamentaría más no haberlos visto entonces.
Mi falta de oído me da vergüenza y me impide cualquier juicio musical, cualquier cosa que no sea un “me gusta”. Así, por ejemplo, no puedo decir que la cantante de mi nueva banda favorita desafina. Pero algo raro le noto a veces cuando escucho el disco, algo que me deja con las ganas de comentárselo a alguien que sepa para quitarme la duda. En cambio, a la voz de Mónica, registrada en un tiempo donde no existía el Autotune, no le encuentro esos deslices.
Mientras matizo el (mal) rato con la computadora y pienso “ahora, justo ahora, está pasando, y me lo estoy perdiendo”, busco en la web y encuentro cero información no sólo sobre el horario real, sino sobre la mera existencia de este show reunión al que le tengo ganas desde que me enteré, hace como dos meses. Ni siquiera lo menciona el periodista al que tanto le gusta la banda, que se jacta de tener grabaciones inéditas (que no compartirá con nadie, según aclara) de esta y de otras bandas surgidas a la vera de un Roca que derramaba su flamante electricidad por garajes y bares de la zona.
Hoy o nunca, decía el epígrafe del último flyer. Será nunca. Como tantas otras cosas que me fui perdiendo en la vida sin que tuvieran esa tajante advertencia.
Al final duermo una hora más, apenas una hora, y un poco mejor estoy. Creo que no del todo, que daría intentar una hora extra, pero son casi las siete, el entorno amenaza con agitarse, el vecino ya se está por levantar, el botellero con parlante pasa en un rato, y el cuerpo pide dormir despatarrado, no con la tensión a la que lo obligan las posiciones antinaturales necesarias para que no se salgan los tapones en los oídos. Y ya no puedo. Y otro día se irá en tres cilindros.
Antes o después de esa hora extra me pregunto sobre el uso de las redes sociales para informar de algo. Y, sobre todo, pienso en para qué quiero ir a un recital. ¿Para que un médico deseche la idea de depresión a la segunda vez que le menciono un reci? ¿Para tener un tema de charla, sea en una conversación cara a cara –cada vez más improbable, pues hace diez días que no hablo con nadie– o para decirlo en algún lugar de la web? ¿Qué busco? ¿A quién busco? Si, a fin de cuentas, como en el siglo pasado, siempre vuelvo siendo la misma persona que fue.
Me lo vuelvo a preguntar unos días más tarde, cuando, con los horarios bajo control, voy a sacar la entrada para el último de los recitales en cuestión, para el único al que, parece, podré asistir. 60 mangos la anticipada, dice el Facebook del evento, que no informa cuánto sale en puerta y que tiene un link a Ticketek cuya página dice “desde 60 pesos”.
Voy bajo la llovizna, me atiende un chabón con nada de onda, y, tras un tiempo que se hace más largo de lo esperable, tiempo en el que anota cosas y le da al touchpad, me dice: “Ochenta”. Sorpresa. Mala sorpresa. Le digo que en el Face de la banda dice sesenta; toma la notebook, la acerca a la ventanilla, y en la web del lugar dice “anticipadas 80, en puerta 100”.
Bueno.
Pago. Y me voy. Con mala vibra. A la media cuadra miro la entrada y es una entrada genérica en la cual el pibe escribió la hora, el día y el nombre del show. Ni siquiera el valor. Vuelvo y le pido que, al menos, me escriba cuánto pagué. Llego a casa y lo primero que hago es encender la computadora para dejar un comentario en el Face de la banda mencionando esto. Cero me gusta, cero respuestas.
En la prueba de sonido, una hora y media antes del horario anunciado, suben dos fotos y dicen que “en unas horas estaremos tocando”. Al minuto, alguien pregunta a qué hora tocan. Nadie responde. Y vuelvo a preguntarme sobre el uso que hacen de las redes sociales. ¿Querrán informar y no saben hacerlo, o simplemente buscan figurar, posicionarse y sumar “me gusta”?
El show estaba anunciado para las ocho, y mi intención era estar allí antes de nueve y media, pues no era un problema perderme a la banda previa. Llegué perfecto. Pero la banda previa empezó a las diez, y no tocó unas pocas canciones, como supuse, sino cerca de una hora. La banda a la que fui a ver largó a eso de las once.
Me tuve que fumar una hora y media de condiciones desgastantes para mi triste cuerpo, y esa amansadora me pasó factura cuando antes de la mitad del recital empecé a sentirme un toque mal, como si tuviera las piernas flojas o algo así. Algo difícil de identificar, que no parecía ser mi habitual necesidad de combustible en forma de comida, pero que me obligó a retirarme a la parte trasera del recinto, un poco más protegida del poderoso volumen.
Cuando te ponés a contar las canciones, a ver cuántas faltan, no es síntoma de disfrute, sino de supervivencia. Igual, para las dos últimas volví adelante y canté y grité con la tranquilidad del corredor que echa el resto porque sabe que faltan apenas cien metros.
Y si bien el ansiado comienzo, el primer golpe en el pecho del volumen, la canción que tantas veces canté por la calle últimamente, el duende hipnótico de la chica que canta (que se lleva todas las miradas todo el tiempo, pese a su feo corte de pelo y a que a su lado están un guitarrista que vale por dos y el baterista que toca sonriendo) desvanecieron el fastidio, no fue suficiente.
Las ganas de decirles que se metan en el orto el Facebook –y los datos que allí dan o no dan– persistieron, pero se manifestaron de forma invisible, con la decisión de no comprarme el disco. Aunque estuve meses esperando que tocaran no sólo para verlos tocar, sino, también, para poder comprarlo.


Update: para uno de estos tres shows había que reservar las entradas gratuitas con anticipación, por teléfono o por internet, dejándole tus datos al Estado. El día del recital, el propio músico le responde por redes sociales a un chabón del conurbano lejano que le pregunta cómo conseguir entradas y le dice: "ey ! era x Internet : se agotaron ! la proxima".
Leo eso y desisto de ir, lo cual no me jode tanto porque no descansé, porque lo que más me jode es no haber podido descansar. Sigo buscando, y encuentro que lo pasan por la web. Viendo el show on line, cada plano del público muestra amplios claros, unas cuantas butacas vacías. Unos cuantos que reservaron y no fueron, seguramente.
Después me entero de que eso suele ocurrir y de que conviene ir igual, sin reserva, para acceder a una de esas entradas que nadie retiró. Tiene su lógica. Lo incomprensible es que el músico no esté al tanto, que nadie le avise, que sin querer termine boicoteando la asistencia a su espectáculo.

¿Y vos me vas a corregir a mí?

Pocas cosas me desaniman más que tener como profesor a alguien que no me resulta creíble. A alguien que exhibe errores notorios, a alguien que no sabe cosas que yo sé… Y que no venga ningún seguidor de las modernidades docentes a decirme que el conocimiento se construye entre el profesor y el alumno. De ser así, que me paguen mi parte.
Si la persona a cargo se contradice, si tira líneas equivocadas, si tiene errores ortográficos o conjuga mal los verbos, si la concordancia o los pronombres relativos le resultan inextricables, me la baja, me la seca, me las saca –-> las ganas. Encima, algunos de esos docentes tienen la moral tan alta que se ponen a escribir, y te dan unos apuntes de su autoría que son un catálogo de errores ortográficos, gramaticales, sintácticos, ortotipográficos…
Cualquier cosa que lea con un error me corta el mambo, me impone un hiato en el viaje de la lectura, como esas películas viejas a las que les faltan un par de cuadros. Cuando eso se hace frecuente, lo natural es abandonar el texto. Salvo que fuera menester leerlo para un parcial. En ese caso, primero lo corregía y luego lo leía con actitud de estudiante.
Pero, a veces, hasta eso es imposible, pues el texto que nos entregó el profesor, su esmerada obra, no es más que una aglomeración de palabras que pertenecen a cierto campo semántico, pero que no conforman un sentido.
Se bardea, en general justamente, a los alumnos por sus escasas capacidades a la hora de expresarse con palabras. Pero, entonces, ¿qué queda para estos docentes ¡de la carrera de comunicación!?
No se trata de un estilo agreste, de los molestos errores de tipeo, de las palabras que suelen presentar problemas con los acentos, de algún error de ortografía, del horrísono e incorrecto si + condicional (“si vendría, si estaría”). Es la sintaxis, es el sentido, es… ¡todo! Este texto es imposible de corregir porque es imposible deducir, incluso sospechar, un sentido en tal bodoque.
Lo único que puedo intuir es que se trata de una desgrabación mal hecha, no corregida, la cual revela, de paso, lo mal que hablás y, por consiguiente, el desorden de tus ideas. Así que aprendé a escribir, aprendé a expresarte, animalito de la tierra, docente y profesional, tomá un curso –o varios– y liberanos de leer esto.

Taller de Radio
Dr. Aníbal Binasco
INTRODUCCIÓN AL PERIODISMO RADIOFÓNICO Unidad II
En la ficha anterior dijimos que la traslación de la lengua escrita para ser leída por radio es una primera aproximación que, en esa materia, se hace al medio, del uso directo del lenguaje escrito en la radio.
A poco de andar, se llegó a la conclusión de qué el sistema así no funcionaba, no alcanzaba para satisfacer las necesidades del medio conforme a su naturaleza y consecuentemente a las de la audiencia.
Es decir, no comprendía totalmente, no podía abarcar, con las leyes propias del espacio limitado de la prensa gráfica, al ámbito temporal que es el propio y específico de la radio, en su realización y difusión.
La radio es un medio del presente disparado hacia el futuro, en eso se caracteriza su producción y realización. Aún cuando se tomen discursos sonoros reconstruídos (editados) en el momento de difundirlos parte la flecha hacia el futuro que consume al presente, que es el ámbito en el que se desarrolla la puesta en el aire.
El periódico es un medio actual, generalmente construído discursivamente en el pasado inmediato y con vocación de presente y futuro que proyecta. Con realización, producción y difusión en su dimensión espacial.
Esta dimensión temporal a través de la que se difunde el discurso radiofónico, va a caracterizar y condicionar la naturaleza de la forma y el contenido de su lenguaje.
El lenguaje de la radio está medido por el tiempo y su construcción como se verá tiene que adecuarse a esta naturaleza, redactado y dicho para ser escuchado.
Por el contrartio, el lenguaje de la prensa periódica gráfica está limitado en su extensión y desarrollo por los espacios planos de sus páginas, y sus contenidos significativos son adecuados para su destino: la lectura.
El nacimiento de la radio va a dar lugar a una nueva estética: la estética radiofónica, en la que la forma en la que el medio se expresa está inseparablemente unida a sus contenidos significativos.
El contenido significativo al que vamos a prestarle atención es la palabra hablada. No cualquier palabra, no la escrita. La palabra hablada, aquella que suena en nuestros oídos cuando la pronunciamos y naturalmente en la de quienes nos escuchan: los oyentes.
Entonces, vamos a prestar particular atención a la palabra hablada, y a la palabra hablada para ser escuchada, en este caso por un tercero ausente: el oyente abstracto, ése que imaginamos como destinatario de nuestro discurso.
A esta altura habría razones para preguntarse por qué este tercero ausente (público), porque el hablante construye generalmente su discurso con el otro, que asiento o lo contradice. Lo necesita aún en los monólogos, a los que yo llamo monodiálogos, por la estructura eminentemente dialógica que tiene todo proceso discursivo y el radiofónico no es una excepción, todo lo contrario.
Para adentrarnos en el tema, comencemos por los géneros discursivos más simples y específicamente radiofónicos. Son el boletín, el flash y finalmente el noticiero, o panorama radiofónico (1).
Hasta aquí lo que queda claro es que el lenguaje radiofónico de la radio es el del sonido en término genérico. Es decir, en términos más precisos: la palabra hablada; sonidos varios/armónicos; sonidos varios/inarmónicos: ruidos; música y silencio.
Con lo que hasta aquí vimos, podemos hacer una primera aproximación a las similitudes y diferencias entre la radio y los otros medios: gráfico y televisivo.

"El candidato bisiesto" y otras intuiciones

Varias veces en los últimos años, escuché o leí a clérigos y fieles del FIT criticando a Luis Zamora por quitarle votos a la "verdadera oposición de izquierda". El personalismo, la limitación territorial, la falta de presencia en conflictos sociales y sindicatos y, sobre todo, el oportunismo del que aparece cada dos años y obstaculiza el crecimiento de la construcción real de poder popular son los temas recurrentes de la crítica, que a veces llega a la burla lamentable.
Es justo decir que no son solo ellos quienes piensan que Zamora le resta votos al FIT. También lo hacen aquellos que desde su mirada turística de la izquierda sostienen que debe ir unida a las elecciones disolviendo o enmascarando sus diferencias programáticas, estratégicas, etc., en aras de logros que no serán más que una nota de color en los medios. Y muchas veces incluyen en su fantasía a seudoizquierdas y centroizquierdas que, a la primera oferta, pactarán con el oficialismo.
Si vemos los resultados de la última elección porteña, podríamos invertir esa temeraria afirmación y decir que el FIT le sacó votos a AyL, ya que Zamora obtuvo casi un 28% más de votos que la candidata del Frente (3,94% contra 3,09%). Y si, en vez de saber que es una chicana, lo dijéramos en serio, seríamos tan tontos como los que repiten aquella acusación.
Pocas veces tuve la oportunidad de mostrar mi discrepancia respecto de esa idea. Y ciertamente nunca tuve ocasión de notar que mi argumentación resonara en mi interlocutor, fuera este real o virtual. Pero lo que trataba de decirles, además de mostrarles un poco del fastidio que me produce su esclarecido saber, es que AyL y el FIT no comparten electorado de modo significativo. Que los votantes de Zamora no son troscos ortodoxos, acérrimos e insufribles, sino una mezcla de desencantados del sistema, horizontalistas utópicos, cierta izquierda no dogmática o ex dogmática, algo de voto bronca y mucho de reconocimiento a la trayectoria del candidato. Y que buena parte de ellos, quizá la mayoría, no creen en la lucha de clases.
Finalmente, tengo datos duros para sostener mi intuición. En las últimas elecciones primarias, AyL presentó una lista corta, con candidatos a diputados nacionales por la ciudad de Buenos Aires (y a la payasada esa del Parlasur), pero sin candidato presidencial. El FIT, en cambio, presentó lista completa. Para presidente, sin la competencia de AyL, el Frente sacó 4,55%. Para diputado, con la competencia de AyL, obtuvo 4,24 %, mientras que Zamora logró el 2,93% de los votos positivos. Es decir, una escasa pérdida de votos, apenas 0,3 puntos porcentuales, la cual me permite sustentar fácticamente mi afirmación.
Mientras, los egocéntricos enojados que quieren ser la única alternativa verdadera para que su auto-verso auto-épico les cierre perfectamente se asombran de que "sin campaña" saque los mismos votos que el Frente, y no se lo perdonan. Tal vez porque no soportan la evidencia de que empapelar la ciudad, hacer actos con proliferación de banderas y cantitos con megáfono y demás formas de su militancia evangélico-marketinera para hacer notar su presencia, no son la llave ni la clave de nada, salvo de la autocomplacencia.
Y cuando dejan de putearlo y le piden "unidad", lo hacen para… lograr objetivos del FIT, no de Zamora. Para darle otro atractivo a su kioskito electoral, que cruje cada vez que alguien pone el dedo en la llaga de las diferencias entre ambos integrantes principales, que es tan evidente en cada ninguneo a los de "la otra lista", y al que sólo mantienen para asegurarse presencia mediática y el curro de los mandatos a medias.
Dicho esto, y como obsequio, les dejo dos intuiciones cuya comprobación sólo el tiempo permitirá: que Del Caño sacará más votos que Stolbizer y que el próximo presidente, sea Scioli o Macri, no llega a 2019.