domingo, 30 de noviembre de 2008

Autoantología semestral y pajera (II)

¿Y si apagás la cámara y disfrutás?

Paso por un lugar donde se celebra algo. Están los celebrantes, celebrando, y un enjambre de camarógrafos aficionados que, en vez de compartir la celebración, ensayan movimientos de estatuas en travelling procurando conseguir una toma de mayor calidad.
El recorte de la realidad que digitalizan no se va a cristalizar de modo menos azaroso que el que se cristalizaría en la memoria neuronal. Es más: van a fijar unas imágenes que para ellos se convertirán en la realidad, tal como fue, debido a que la técnica ha alcanzado un estatus de verdad objetiva, y que quedarán sujetas al destino de borrarse, perderse o llenarse de polvo en un estante después de una o dos reproducciones.
Y, al fin y al cabo, eso fue: no importa cómo; lo esencial es que fue, ya fue. Y yo prefiero recordarlo según se me hayan conectado las neuronas, y sin haber pensado en cómo iba a recordarlo, perdiéndome en ese esfuerzo, tal vez, el sabor de la cerveza.
¿Cómo era el sabor de la cerveza? Ah, no, eso no es digitalizable aún…

Niño índigo

Otra vez fui al médico, a otro médico, tratando de encontrar un nombre, una solución o, al menos, un paliativo para la sensación de agotamiento que arrastro, o que me arrastra, hace más de un año.
El tipo este a veces atiende a mi xadre, y fue el médico de mi abuelx, por lo que me conoce desde mi niñez, ya que a veces, cuando no tenían con quién dejarme, me hacían participar de esa larga excursión suburbana. Hacía mucho que no lo veía, y, entre los recuerdos de rigor, hizo mención de mi inteligencia y de que él siempre me había tenido por un niño índigo.
Inmediatamente se me representó otro color del espectro, el amarillo intenso de la pared del pv de Mitre y Callao; me vi subiendo la escalera, y esa descarga de neurotransmisores incluía el violento contraluz con la penumbra violeta de la habitación y el decepcionante reencuentro con Majoh. “Lástima que eso quedó en la nada”, dije, o algo así, y él consideró apropiado agregar que los niños índigo no siempre son felices.
Bueno, también se me representó la entrevista previa al ingreso a primer grado: estábamos sentados frente a frente con la mina, que supongo sería la psicopedagoga, y ella tenía el diario sobre el escritorio, como si hubiera estado leyéndolo, y yo empecé a leer los títulos con el diario al revés. Entonces, nunca supe si en joda o en serio, habló de que empezara directamente en segundo grado. Me vi transformado de niño índigo en blogger solipsista gritando sin voz, en buscador de improbables empatías en pieles pagas, y no daba decirle ni una cosa ni la otra.
A poco de empezar la consulta, el chabón, que usa diminutivos para referirse a mis familiares, me interrumpe gravemente para explicitarme que el hecho de que él conociera y atendiera a mi xadre no era un obstáculo en la relación médico-paciente conmigo, y que yo podía hablar libremente porque él no le iba a contar nada a mi viejx. Y puso un ejemplo que me dejó absorto: “Si vos me decís que te inyectás cocaína, yo no le voy a decir a tu xadre: ‘Se inyecta cocaína’. Te voy a decir: ‘Me parece que deberías internarte’, pero va a quedar entre vos y yo”. No salía de mi estupor por el ejemplo, y traté de aliviar la cosa con una broma que no era tal: le dije que en ese caso mi viejx ya lo sabría. Pero no me entendió: “Si lo sabe porque vos decidiste contárselo…”. No, man: lo que quiero decir es que lo sabría porque me controla y me programa en su control mental, y porque a veces pienso que no soy más que un títere de ellos.
Después le puso nombre a mi situación: distrés psicofísico incapacitante, un agotamiento físico y mental producto de la imposibilidad de adaptarme al estrés. También me dijo que tengo pánico. Ahí lo interrumpí para señalarle que no me parecía que fuesen los síntomas del pánico (no tenía ganas de contarle que –creo que– había tenido ataques de pánico en mi adolescencia); rápidamente interrumpió mi interrupción y habló de un pánico “enmascarado”, creo que dijo “sin fobia”. Yo trataba de explicarle que Bart existe, es decir, que el perro conchudo de la vecina conchuda efectivamente me despierta varias veces por día con sus ladridos y que el problema –lo que trataba de evitar porque me angustiaba sobremanera una posible repetición– había sido un hecho excepcional: cuando los ladridos me despertaron tan sobresaltado, interrumpiéndome un sueño, que grité como si me hubieran zamarreado.
Esa falta de empatía, recurrente en los médicos que he visitado, se sumó a un nuevo cambio en la medicación: el médico del mes pasado me sacó el clonazepam y me dio lorazepam; este me receta un retorno al clonazepam. Y yo sigo gastando plata y envenenándome, sin saber a quién creerle.
Además de mi narración sobre esa despertada tan desagradable, que, me parece, no entendió del todo bien, tal vez porque la haya interrumpido, también ayudó a configurar en su cabeza la idea del pánico lo que en esa interrupción llamó mi “verborragia”. Otra vez no nos entendimos: yo traté de ser conciso y de aprovechar cada minuto de la consulta para darle data que le pudiera servir para llegar a una conclusión, habida cuenta de todas las preguntas boludas que te hacen todos: si te drogás, si tomás alcohol, si tuviste enfermedades graves u operaciones… Aparte, me había dado un sobreturno, y había mucha gente, con lo cual trataba de ocupar el menor tiempo posible. Tampoco encontré margen para aclararle esto.
Esa idea de verborragia (“necesitás contarlo”) me hizo pensar en este blog. Todo es objeto de blog, todo es blogueable en cuanto todo puede tratar de contarse: desde la visita al médico hasta la moneda que rescaté de la avenida rasguñando el asfalto, y, por supuesto, lo atractiva que es la arquitecta Iris Cantante. En ese campo abierto donde todo se puede decir, solo se trata de decirlo “bien”, de llegar a alguien, preciso y movilizante (lo mismo que cuando hablás por teléfono o cara a cara, con un amigo o con quien sea: solo que esto está atravesado por la inevitable paja de la palabra escrita); de que resuene y fluya, porque a veces querés decir algo, pero no le encontrás la vuelta: está atascado y no sale.
Últimamente siento que quiero decir todo, creo que puedo decir todo, y no me alcanzan el tiempo, la inspiración ni las palabras. Me imagino accidentado, viendo cómo se me viene encima un camión y pensando en que se puede hacer un post con eso, en cómo lo voy a contar, y en que ese va a ser mi último pensamiento antes de que el mionca me incruste contra la pared.
Tal vez quiera decir todo porque quiero que me mires a mí y tengas mucha info para ver algo, para construir tu imagen de mí, porque no soy si no me ven, o soy tan incompleto que no puedo andar, o porque no soy si no me narro. O para tallar algún signo vital visible para máquinas o personas.
Igual, tampoco le conté de mi bulimia blogger. Cuando salí, por la avenida pasaban algunos bondis suburbanos, y me vi transformado de niño índigo en adulto gris, con mucho negro y algo de rojo, como el viejo 670.

Una perpetuidad de diez años

Favorecido por la aplicación de la ley conocida como “del 2 x 1”, acaba de recibir el beneficio de la libertad condicional Gregorio Ríos, quien fue jefe de la custodia del empresario Alfredo Yabrán.
Ríos había sido condenado a prisión perpetua por ser considerado culpable de instigar el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas. Fue detenido en septiembre de 1998, y estuvo preso diez años, un mes y algunos días.
Prellezo saldrá el año que viene. Y en dos o tres años resucita Yabrán.

Otra que el Reger niño del Estado

El sufrimiento y las “lues” han debilitado mi memoria, y es por eso que a veces invoco mi pasado como un sonámbulo, y ella me traiciona al tratar de evocar mis primeros años, cuando abandoné la casa de mis padres, allá en las sierras de Córdoba.
Muy vagamente, como entre brumas, como cubiertos por un tul grisáceo, desgarrado en partes, pasan ante mí esos años en triste y doliente caravana, que dejaron en mi ánimo una impresión de amargura y cortedad que el tiempo no pudo disipar. Lo que no he de olvidar nunca, aunque la locura se empeñase en borrar a brochazos de inconsciencia la tela donde ha pintado el recuerdo, es el edificio gris de altos muros y de gruesos barrotes en las ventanas donde iba a pasar mi niñez. Aquel colegio que más que colegio era cárcel o asilo.
Fue allí donde engrillaron mis ímpetus infantiles, fue allí donde se borró la risa de mis labios, fue allí donde trataron de estampar sobre mi rostro la careta del jesuita, fue allí donde me enseñaron a leer, a rezar, a mentir y a masturbarme. La autoridad bondadosa de mi padre fue reemplazada por la palmeta incasable, odiosa y brutal del celador… Aquellas palabras de cariño y de ternura que oía en mi terruño, entre la suave quietud de las quebradas y la infinita melancolía del crepúsculo que venía hacia mí, dulcemente, quedamente, como un perdón de madre a mis travesuras del día, a esas palabras benditas las reemplazaron blasfemias sagradas…
Evoco aquellas noches de hambre y de frío que hacían encoger aterida a mi pobre alma de niño. Los desolantes silencios de los oscuros dormitorios que sólo interrumpía el eco lento de los pasos de una figura negra, que escrutaba entre las tinieblas con quién sabe qué designios los semidesnudos cuerpecitos blancos… Las cruentas mañanas en que el agua de los lavabos cristalizada quemaba nuestros rostros y manos... ¡yo no las olvidaré nunca!
La misa diaria antes del desayuno, mientras la noche se va entregando rendida al amanecer que avanza, el arrodillamiento sobre el duro banco, y la cabeza inclinada, vencida por el sueño sobre el libro de tapas negras y cruz dorada, como un ataúd…
Fui allí cuando empecé a odiar a Dios, a ese Dios en cuyo nombre me robaban la risa y el sueño y se llagaban mis rodillas…
Había tomado la costumbre de escupir siempre que pasaba junto a un crucifijo. Una vez pretendí hacerlo sobre él mismo. Mi saliva no llegó hasta él.
Yo era muy pequeño o el crucifijo estaba muy alto.

(El derecho de matar - Raúl Barón Biza)

Indicaciones

Comprimidos: tratamiento complementario en las manifestaciones de insuficiencia vascular cerebral y en sus secuelas, tanto neurológicas como aquellas referidas a la disminución del rendimiento de tipo intelectual y psíquico.
Inyectable: accidentes cerebrovasculares agudos y subagudos. Traumatismos craneales recientes y sus secuelas.

Y ese trayecto de dos cuadras y pico hasta la farmacia y, sobre todo, su vuelta ahora quedarán asociados inevitablemente a las inyecciones y al dolor en las nalgas. (Igual, voy a la tarde, así que ese camino de noche seguirá unido con nostálgica exclusividad a la pizzería que no está más).

Automasaje

El otro día me hice una paja en la cama, y en el momento de acabar no sé qué contorsión hice que quedé con un pie sobre el borde del alféizar de la ventana, que estaba abierta. Frotar la planta del pie contra él potenció la intensidad de la sensación y fue una liberación extra de la tensión que tenía en los pies y las piernas.
Un rato después se me ocurrió que estaría bueno frotar también las pantorrillas para descargarlas, pero era demasiado incómodo. Si no puedo moverme yo contra un elemento fijo, ¿por qué no mover un elemento contra mí?, me pregunté; y, de inmediato, se me representó el palo de amasar. Fui a la cocina, y empecé a pasármelo por los gemelos y los cuádriceps, y la verdad es que me alivió bastante. Como el palote es de madera, era un poco abrasivo si lo pasaba con cierta velocidad y fuerza: habría sido mejor uno de metal.
La contra es que hice bastante fuerza con los brazos y se me agarrotaron aún más, y no es una parte del cuerpo sobre la que resulte cómodo pasarse el palo de amasar.

La 127 sigue siendo una poronga chota

El otro sábado el GCBA volvió a organizar la “Noche de los museos”, y en las notas que salían en diversos medios se mencionaba que varias líneas de colectivos ofrecerían servicios gratuitos. Entre ellas se contaban la 29, la 134, la 100 y todas las de la empresa Los Constituyentes: 78, 87, 127, 130 y 111. No daban más data: ni cuántos servicios ni a qué hora.
En las elecciones de 2005 se implementó algo similar, y en varias líneas, supongo que en todas (al menos, en todas las que circulan por Capital), uno de cada tantos coches en el horario de la elección llevaba un cartel en el parabrisas avisando que en ese bondi se viajaba gratis.
Durante 35 minutos por reloj esperé al 127 el sábado, desde las 19, la hora en que comenzaba la actividad. En ese lapso pasaron solo tres coches, y ninguno indicaba con un cartel o de otra forma que prestaba un servicio gratuito. Es más: cada vez vi cómo los pasajeros subían y ponían las monedas en la máquina.
Me aburrí y me fui a la mierda, abortado mi intento de viajar gratis, maldiciendo la frecuencia de por sí insuficiente de esa línea, más aún la casi inexistente de los fines de semana, y sus coches viejos, o los mínimos usados con que está renovando su flota.
Después, caminando un rato, no todo lo que hubiera querido, por esa hermosa noche fresca de noviembre, vi dos más, y tampoco eran gratuitos… Pero ya los medios habían dado la info para la gilada: cultura, acercar, museo, accesible, gobierno, transporte, arte, gratis… ¡Rosquillas!

Adicciones

Hacía mucho que no caminaba por Corrientes, en especial de noche. El otro sábado andaba a unas cuadras, y me mandé, aunque era de tarde (bueno, la noche casi no existe ya; la oscuridad es casi todo madrugada ahora).
Fui desde Cerrito hasta Callao por la vereda norte, la de la sombra. Antes de Callao todavía está el Musimundo ese que tiene el monolito con las manos de Olmedo y que cuando era el teatro Alfil, además de presentar espectáculos de esa índole, recibió el primer show de Peter Hammill en BA.
La cosa es que los discos están al final: primero, electrónica; después, DVDs; más allá, libros, y al dofón, los compacts. Revisé un poco el exhibidor de “intérpretes en castellano”: el último de Palo está a 30 mangos; “En caliente”, de Los Visitantes, a 23; el de Skay, a 32, creo. Los de los Doors, a 27.
Buscando intérpretes, mirando discos, pasándolos rápidamente con los dedos como hacíamos con las figuritas cuando éramos chicos, sentí que se me reactivaba una parte del cerebro que tenía fuera de circulación, la vinculada con comprar compacts casi compulsivamente. Y me pintaron unas intensas ganas de comprarme unos cuantos; era el natural paso siguiente: agarrarlos porque sabía que me podían gustar, o para probar, y llevármelos.
Ese día tenía 5 pesos encima, así que no podía comprar nada; pero desde entonces me quedó activa esa sinapsis, y tengo ganas de ir y comprar. Aunque pueda bajármelos, aunque el musical sea un lenguaje que no me ha sido revelado y sólo me maneje con la impresión que produce ese aire desplazado en mi cuerpo, aunque la acumulación tenga algo de pueril y algo de mágico (como si comprándolos pudiese acceder a tocarlos, o como si buscase chapear con ellos y mi discoteca…).
Algo parecido me pasó con la paja. Llevaba 4 días y medio sin clavarme una (y 9 desde el último garche: cojo poco porque el cuerpo no me ayuda), y esta tarde me la hice. Y ahora vi a Chiche Gelblung con un trava pariente de Valeria Mazza y después con Valeria “terrible bombón aunque un poco tocada por la noche” De Gennaro, y un chimentero trolo diciendo que en el baño del casamiento de Flor de la Vega hubo “lesbianismo” y dando a entender que una las participantes era la Ritó, y quiero otra.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Sangre negra

Dice el DRAE y confirma Corominas (o viceversa) que la palabra melancolía proviene del latín, y antes también del griego, y que en esos idiomas quería decir ‘bilis negra’. Yo, en cambio, siento la sangre negra.
Hace meses que duermo para el orto, culpa de los vecinos de mierda que tengo. A la mañana el perro de la vecina me despertó con su andanada de ladridos, como todos los perrunos días. A la hora de la siesta, raramente, logré conciliar el sueño, y en dos horas y media la vecina, su perro y su mucama me despertaron tres veces.
En una de esas despertadas deseé reputearlas vivamente, pero no me salió la voz: sentí el plexo negro y vacío, negra la sangre llena de cortisol, de la adrenalina que no baja; negra y espesa, llevando veneno a los músculos acortados, agarrotados, ennegrecidos, a los pulmones achicados, aplastados, estériles. Y sólo pude pensar la puteada, y me quedó adentro.
Ladró ese perro de mierda, o incrustaron la ventana contra el marco, y me sobresalté, y no me salió la voz para mandarlas a la re concha de sus madres. No tuve fuerzas. (O tal vez es que se agotaron las palabras, y lo que queda es pasar a los hechos y partirles un fierro en la cabeza, y que se pudra si se tiene que pudrir. Puede que esa incapacidad sea autoprotección). En serio siento que no tengo fuerza: (sobre)vivo con la pesadez en los párpados, con la neblina y el sopor en la frente, y necesito soplar para expulsar el aire podrido de mi pecho.
De los últimos siete días, cuatro estuve hecha mierda, hasta quince horas en la cama: trato de dormir, me cuesta, me duermo, me despiertan, me duermo rápido, me despiertan, tardo en dormirme, así varias veces. Me despierto una vez más, y quedo en una semivigilia hasta que mi sistema carga y me permite, pese al cansancio, levantarme. Y ya sé que viviré otro día perdido, que se me va a caer la cabeza de sueño, y el cuerpo también, todo el día; que voy a ser un robot, un zombi que actúa por reflejo, incapaz de tener lucidez. Si estoy en casa, me acostaré dos, tres, cuatro veces, de a ratos: dormir es casi imposible, pero al menos me recompongo un poco. Cuando llegue de nuevo a la cama para dormir, será como pasar a la antesala del cadalso, la adrenalina tardará horas en bajar, y sólo las pastillas lograrán que concilie el sueño. Más o menos así todos los días, todas las semanas.
Puede ser este golem fecal, cuyo pesado traqueteo no cesa ni en la madrugada, o cualquier otro de los desconsiderados a mi alrededor; y no es necesaria ninguna de las pelotudeces que practica la vecina autodenominada “macumbera”: con solo desplazar el aire como ella lo hace es suficiente. Ya lo dijo Analía Franchín: “Lo sentís en el cuerpo”. (Los yanquis en Iraq no pinchan muñequitos de sus prisioneros: se limitan a hacerles picadillo el sueño, a no dejarlos ver el final de la tortura, y así los doblegan).
Esa sensación de partículas suspendidas en la frente, como la de los días del humo, ¿serán las neuronas muertas por el exceso de cortisol? El día que doblé en la esquina y no supe dónde estaba, ¿fue porque me dormí caminando o porque la sobredosis continua de cortisol desmadra el equilibrio de los neurotransmisores y excede el tiempo durante el cual el cuerpo puede manejarlo?
Está aceptado que las tensiones psicológicas pueden causar enfermedades y que el estrés prolongado o severo afecta los sistemas cardíaco, inmunológico y neurológico, pero la psicóloga que me atiende no comprende esto, o no lo sabe, y duda repetidamente de que mi extremo e incapacitante agotamiento físico y mental se deba a un “factor externo”, es decir, a los ruidos que interrumpen mi sueño. Me recomienda que vaya al médico para descartar que algún otro trastorno de salud sea el responsable de mi estado sin ver que esos otros hipotéticos trastornos también pueden ser consecuencia del “factor externo”.
La lista de consecuencias funestas que el estrés prolongado acarrea es extensa: facilita el envejecimiento (mirame la cara), la depresión, los problemas cardíacos, la artritis reumatoide y la diabetes; debilita el sistema inmunológico, daña las células cerebrales relacionadas con la memoria, deposita grasa en la cintura (lo que es un factor de riesgo para padecer males cardíacos, cáncer y otras enfermedades), afecta la fertilidad y debilita los huesos.
Cuando se produce una situación de alarma y estrés, las glándulas adrenales secretan cortisol, una hormona que hace liberar glucosa en la sangre para enviar más energía a los músculos. De esta forma, todas las funciones anabólicas de recuperación, renovación y creación de tejidos se paralizan y, para resolver esa situación de alarma, el organismo cambia a metabolismo catabólico; es decir, deja de producir y pasa a consumir.
Explota la ventana contra el marco como un trueno, y el corazón se acelera e inunda de adrenalina la sangre. Ladra como un perro el perro, y más adrenalina se libera en la sangre. Saltan y pelean, y gritan y discuten, y lloran y suena el teléfono, hasta que el corazón ya no se acelera ante el sobresalto, no puede acelerarse más, la sangre está saturada. Y al ser el cortisol el único proveedor de glucosa del cerebro, este tratará de conseguirla por diferentes vías: destruyendo tejidos, proteínas musculares y ácidos grasos o cerrando la entrada de glucosa a los otros tejidos.
Uno deja de ser uno, deja de ser dueño de sí, de su tiempo, de su casa; de su discurso, ninguneado por una profesional. De su vida. Primero, simbólicamente; después, literalmente: cuando palma.

Deflación

Diario, $ 0,10
Revista, $ 0,10
Cartón, $ 0,15
Blanco, $ 0,55
Aluminio, $ 2,80
Estos precios, en continuo descenso, hacen poco menos que inviable el cartoneo (es decir, meter la mano en la basura de los otros y cargar lo rescatado, por decenas de kilos, cual bestias de carga) como forma de supervivencia.
Hay depósitos que cierran, menos desechos y decenas de miles de marginados ahora también marginados de los márgenes. Si no cambian su metabolismo y logran comer y digerir la tierra de las calles donde viven, algo pesado debería pasar.
En el otro extremo del valor del papel, un reputado librero anticuario dice que el parate es generalizado y que nunca en su vida profesional vivió una situación como esta.
Y yo, que puedo estar en ambos lados, no consigo un puto ingreso que me satisfaga. Ni acá ni allá.

Ojos que no ven

Yo venía por Oruro, caminando por el incómodo adoquinado que es más cómodo que esquivar linyeras en una vereda o maltrechas subidas y bajadas de cordón del estacionamiento bajo la autopista en la de enfrente.
A mitad de cuadra ya vi al chabón en la esquina sudeste de Constitución, tanteando impaciente con su bastón, sin animarse a cruzar. Los linyeras estaban muy ocupados haciendo nada, y no lo vieron; el que pasó en bicicleta, tampoco; la gente que enfrente esperaba el bondi tiene la excusa de que se les podía escapar el colectivo. La chica que cruzó antes de llegar a esa esquina tal vez estuviera apurada. El cana que cuida el negocio justo no estaba.
Si nadie lo ayuda a cruzar, ¿por qué tengo que ayudarlo yo? Dejarlo en banda debe ser lo normal, así que yo también seguí mi camino.






Mentira. Me acerqué y le dije: “Pretende cruzar, ¿no?”. Obviamente me dijo que sí, y que iba por Oruro hasta Cochabamba y Prudan. Me pidió ir por la vereda derecha de Oruro, como si supiera que la izquierda es propiedad de los linyeras. A raíz de que la derecha tiene varias subidas y bajadas y la pared retirada de la línea municipal, y como, además, cruzar la triple intersección de Urquiza, Cochabamba y Oruro es peligroso aun para alguien que ve, le sugerí que fuera por Constitución hasta Prudan. No parecía muy convencido, pero aceptó cuando le dije que lo acompañaba. Pese a que es un barrio de cortadas, me ubiqué bien (y eso que falta una, Millán, aplastada por la autopista).
El otro camino es más corto, sí, pero demasiado engorroso. Más engorroso aún es ir relatándole los accidentes geográficos de las veredas: ¡cuidado!, ¡caca de perro!, ahí está el cordón, la pared está más para allá, guarda que hay un pozo, que faltan baldosas. (Es fácil escribirlo, pero me parece que en mi afán de ayudar, lo atosigaba con información medio al pedo).
Le hago señas al conductor del 405 para que pase porque a su derecha viene un auto más rápido, que, a diferencia de él, no va frenar. Allá hay dos perros sueltos, grandes y sucios, y uno me muestra los dientes. “Si me pueden quitar los perros del camino, por favor”, digo en voz alta; el señor del depósito los llama y ellos obedecen.
Llegamos a Prudan y Constitución, a una cuadra de su destino en línea recta y sin tener que cruzar calles. El tipo encuentra la pared con su bastón, se manda y a la altura de la segunda casa se clava en el muslo un balconcito que sobresale.

El Neuryl me da gases

Tengo que tomar veinte gotas de clonazepam una hora antes de acostarme por prescripción médica. Nunca tomé las veinte gotas: ya con quince sentí el rush clonazepámico en la sangre, lo sentí llegando a mi corazón, y desde entonces no paso de diez.
Lo que logro es dormirme (mucho) más rápido que cuando no las tomo; como que me ayuda a bajar toda la adrenalina que genero para estar en pie pese al cansancio producido por el mal dormir. Y también, dormirme más rápido en las innumerables despertadas que me golpean día a día.
Pero aunque tarde en tomarlo, y trate de alejarlo de la cena, siempre termino tirándome pedos. Eso no aparece mencionado en la (larga) lista de reacciones adversas.

“Los 100 mejores blues”

Recorriendo mi discoteca para musicalizar un programa de radio que no saldrá de mi imaginación, encontré una colección de cinco CDs que ostenta el pomposo título de “Blues. Los 100 mejores temas compilados por Bobby Flores”.
En su momento los compré con cierta expectativa, aun sabiendo que solamente podía tratarse de los “mejores temas” que estaban dentro del catálogo de esa discográfica. Pero la decepción fue rápida: no creo que sean, ni por asomo, los cien mejores blues que allí se podían espigar. Estoy seguro de que yo, sin tener el renombre ni el conocimiento de Flores, lo hacía mejor.
Pero, bueno, es otra certeza solipsista e incomprobable. Además, ¿cuáles son los “mejores”, los que más me gustan a mí? ¿Quién es el jurado? Etcétera.
Sólo per la cronaca, les dejo una lista con una veintena de bluses y cuasibluses elegidos medio al azar. Cualquier adición, enlace, etc., serán bienvenidos.

Texas flood, por Stevie Ray Vaughan
Blues with a feeling, por Fleetwood Mac
I can’t go home, por Robert Cray
Drifting, por Gary Moore
Black Velvet, por Alannah Myles
Same old blues, por Freddie King
Invitation to the blues, por Tom Waits
Shotgun blues, por los Blues Brothers
Cars hiss by my window, por los Doors
Little red rooster, por los Doors (¡Eh! ¡Favoritismo, favoritismo! ¡Dos temas del mismo intérprete!)
Avellaneda blues, por Manal
Sweet little angel, por B. B. King
Come on in this house, por Buddy Guy y Junior Wells
23 hours too long, por los Animals con Sonny “Boy” Williamson
Rambling on my mind, por Clapton (Clapton podría repetirse muchas veces)
It’s not my cross to bear, por la Allman Brothers Band
Desconfío, por Pappo’s Blues
Hoochie coochie man, por Muddy Waters
Tin Pan Alley, por Johnny Winter
Turtle blues, por Janis Joplin
So many roads, por Jimmy Johnson
When the night comes falling from the sky, por la Jeff Healey Band
It’s my own fault, por Robben Ford
Red house, por el negro Hendrix
Baby, please, set a date, por Elmore James

Fulbazo (medio de comunicación)

Cuando paso por una plaza, voy viendo quiénes juegan al fútbol, y me mando por las cercanías de su cancha personal. Y hasta mido cuándo pasar, si apuro el paso o si lo enlentezco para que coincida con el tiro, deseando que se les vaya larga la bola, a ver si se la puedo devolver.

Se me rompieron las zapas (III)

Esta vez era previsible: tenían más de diez años, y bastante se la bancaron. De hecho, fueron las primeras zapatillas que me compré. Antes, mi vieja me regalaba un par en Navidad, o para mi cumpleaños, cuando consideraba que la vida útil de las que tenía se había agotado. Sin embargo, parece que entonces no reparó en que las suelas de mis Adidas estaban despegadas en la punta ni en que yo las pegaba con Poxi-ran o con ganchitos. Incluso llevaba la abrochadora a todos lados en el bolsillo, y cuando se soltaba la suela, trac, ganchitos; ganchitos que rayaban todos los pisos de madera…
En esa época había diferencia de precios entre una casa de deportes y otra, cosa que ahora no encuentro. Luego de una investigación que duró algunas semanas, el mejor precio lo hallé en un negocio de la estación Once. Fui en bondi un mediodía, con la decisión tomada: ya había elegido esas de 84 mangos, con cuero falso blanco todo por abajo, la parte superior como porosa en azul oscuro y el sector de las tres tiras en ese azul y negro. El modelo se llamaba Response Cushion, y el año pasado vi que Adidas les dio este nombre a otras zapas, pero son de esas nuevas, con la parte lateral que parece más corta, y no sujetan el pie por arriba como a mí me gusta aunque ajustes el cordón hasta desgarrarlo.
Recuerdo que el primer golpe se lo di a la derecha en la esquina de la barranca de San Juan y Paseo Colón al pegarle tres dedos al cordón de la vereda, y recuerdo también la bronca que me agarré. A lo largo del tiempo, me llevaron a muchos lados; no a tantos como otras porque poco después mi cabeza hizo explotar a mi cuerpo, y estuve una temporada fuera de circulación, casi sin poder salir de casa.
Últimamente ya venían muy baqueteadas, y un trozo de la suela de una de ellas se había desprendido adelante y se había perdido. Igual, como en esa zona la suela es más finita (y/o más desgastada), no se notaba tanto. Al final ya le faltaba la mitad de la parte delantera de la suela. Se hizo incómodo cuando se despegó un pedazo más grueso porque caminar sin él me desequilibraba; lo pegué con poxi, pero a la segunda caminata se soltó de nuevo. Lo mismo pasó con la parte del talón de la otra, que también había perdido la mitad de la parte delantera de la suela.
El forro interior de tela se había descosido, o salido de su sitio, y la gomaespuma sobresalía, y a veces se desprendía; la tela que cubre la plantilla se había despegado, el negro de las tiras ya era gris despelechado, habían perdido rigidez… Bueno, estaban hechas goma. Yo las seguí usando porque son cómodas, porque uno cree que todavía aguantan, pero el deterioro, el estar tan vencidas, tal vez termine jodiendo el pie.
Una noche de lluvia avisaron que ya no daban para más cuando se desprendió la otra en la parte trasera, justo por plaza Once. Pero como eran las que mejor soportaban el agua sin que se me mojaran las patas, quizá por el cuero todo abajo, otra tarde de lluvia me las puse para ir a un par de lugares antes de la última escala, la esquina más peligrosa de Buenos Aires, a donde llevé una ilusión ensobrada, amasada y regada durante meses, que, como todas, se pinchó de golpe. (No digo “un cuento” porque el jurado decía “no hay cuentos”, “son relatos”; “brochazos”, dijo otro, y la más joven y vivaz de ese trío de ancianos escogió a su ganador porque “¿quién no vivió una situación así en un velorio?”. Ese era el mérito, parece… Pero hay que bancarse el rechazo si uno se expone a la mirada ajena. Trascartón, la señora agregó: “Tenemos que elegir tres premios. Después ellos dan un montón de menciones, así todo el mundo se queda contento”).
Retorno de la digresión: a las dos cuadras de las muchas que contemplaba la totalidad del periplo ya tenía los dedos del pie derecho empapados. Habrá sido mala suerte, una baldosa pisada en el peor vértice o no sé qué, pero fue una señal: si las uso para no mojarme y al toque me mojé…
Cerca del primer tercio del trayecto, pisé agua otra vez, tratando de no rasgarle la gorra con el paraguas a un cana que evitaba la lluvia bajo un balcón. Completé el esperanzado recorrido con la certeza de que esta vez sí estaban dando las hurras, y prestando especial atención a cada paso para no tropezar con las suelas desprendidas y despegadas: la parte del taco es más gruesa y, al doblarse sobre sí misma cuando quiere, aumenta el peligro.
Cuando llegué a casa, estaban embarradas como una 4x4, y hasta las medias estaban negras por el agua sucia que les había entrado.
Mis Adidas viejas, 24-11-97 / 28-9-08, me acompañaron mucho. Sus cordones azules se trasplantarán en otras zapas.

Cornelio (XII)

Siempre que mirás y
llegás hasta adentro
de lo que creemos,
siempre estoy saltando (¡oh!);
siempre, casi siempre,
estuve saltando.

Y llegás como bestia a devorarme
hasta amarme. Hasta amarme.
Siempre con música en la cabeza,
y llegás a tocarme.

Siempre estoy mirando
los bosques negros del piso.
Voy a soñar
que estás allá abajo
y llegás hasta todo,
que llego a patearte hasta amarte,
que llego a patearte hasta amarte.

Siempre estoy saltando (¡oh!).
Siempre casi siempre
estuve saltando.

Siempre estoy saltando (¡oh, oh!).
Siempre casi siempre
estuve saltando.

Siempre estoy saltando (¡oh, oh!).
Siempre casi siempre
estuve saltando.

Siempre estoy saltando (¡oh, oh!).
Siempre casi siempre
estuve saltando (¡ah!).

¡0h, oh, oh!
¡Eh!
¡0h, oh, oh!
¡0h, oh, oh!
¡0h, oh, oh!

¡¡Eeeeeeeeeh!!

(Patearte hasta la muerte)

Alguien nos está mirando

La otra vez posteé un artículo titulado “¡Una bomba!”, en el que narraba un sueño y su perruno final. Luego me dediqué a editar en otro post unas fotos que habían quedado medio chuecas. No me tomó más de tres minutos, y, cuando quise guardar los cambios, el servicio había dejado de estar disponible.
Traté de subir un post nuevo y otra vez apareció el mismo mensaje. Pensé que se había caído el sitio de Blogger: busqué unos blogs amigos para confirmarlo y los hallé, incólumes.
Un rato después, o a la noche, comprendí la razón de la repentina indisponibilidad: la palabra “bomba”. Entonces se me hizo más patente la sensación de exposición y vulnerabilidad, y que toda la energía que uno pone acá –vaya a saberse por qué– puede volar de un plumazo.
Yo justo estaba bosquejando un post con algunas observaciones críticas sobre ciertas condiciones del servicio. Mejor me lo guardo, no sea cosa de tentar a la suerte. O al chabón que leyó el post y vio que no era una receta para hacer bombas caseras o un manifiesto pro Timothy McVeigh.

La crosta de Narda Lepes

Narda es re cool, y su nuevo programa, con actores cool, multiplica su coolez.
Está nada menos que con “Gra” Borges, y hablan de panes. Ella hace unos panes, los amasa, y saca del horno otro que tenía cociéndose por adelantado; y, al cortarlo, cuchillo aserrado en mano, da un tip para que tengan “una buena crosta”.
¡No podés, Narda! ¡No podés decir “crosssta”!

(Y no es la primera vez que lo hacés. ¿Nadie te corrige? ¿Querés que te dé clases de lengua?).

La nena que dice basta

Su irascible padre caga a pedos, a palos, a su hermano mayor, que berrea semiahogado ante la impavidez de su madre. Los vecinos no oyen o no hacen nada –o no saben qué hacer–. Ella es la única que interviene, y grita: “¡Basta, papá! ¡Basta, papá!”.
Su hermano, un émulo de Bart Simpson, la bardea, le pega, le tira del pelo, le invade la habitación, y ella grita: “¡Basta, Satanás! ¡Basta, Satanás!”, o algo parecido.
Su enojadiza madre la caga a pedos porque se le volcó el agua, y le grita, con su voz cascada y la crispación que emana, y ella llora y dice “basta, fue sin querer”. Pero la sañuda de su madre no se contenta con que diga “basta”, con doblegarla y tenerla a su merced, física y emocionalmente; sigue gritándole y, desquiciada, le asegura que mañana no va a ir al cumpleaños, que nunca más va a ir a un cumpleaños, y redobla su angustia, su llanto, su degradación.
Las ondas de sufrimiento que emite su cerebro se perciben físicamente a metros de distancia y romperían un electroencefalógrafo. El llanto multiplicado se entrecorta con la respiración y los balbuceos, y apenas deja oír sus argumentos, sus noes, sus bastas.
Cada vez, al rato, la familia vuelve a actuar como si nada hubiera pasado.
Y al día siguiente la llevan al cumpleaños.

Falsa verdad

Todo lo que tenés que hacer en una primera cita si vas a querer que ella te vuelva a llamar:

1. Dale sexo oral.
2. Mirala mucho.
3. No la mires tanto.
4. Desvestila con desesperación y seguridad, todo junto.
5. Decile cosas lindas.
6. Decile las peores chanchadas.
7. Mirala de nuevo.
8. No tanto.
9. Llevá el ritmo.
10. Seguí su ritmo.
11. Escuchala.
12. Sé un poco indiferente.
13. Sé un poco cariñoso.
14. Si usás slip, que no lo vea.
15. Tocala.
16. Mirala con ganas.
17. Cogela bien.
18. Procurá que acabe. (Mínimo una vez. Mínimo)
19. No ronques.
20. Y nunca te confundas su nombre.


Todo lo que tenés que hacer en una primera cita si vas a querer que él te vuelva a llamar:

1. Decile que la tiene muy grande.


Error. (Error típico de acomplejado). Lo que tenés que decirle es que coge bien.

Explicación: hay tipos que saben que no la tienen grande. (Convengamos que grande es a partir de 18 cm). Si se lo decís, no te van a creer; en cambio, “coger bien” es tan subjetivo como incomprobable. Ahí sí hay un margen de incerteza que hace que el chabón se vaya contento y vuelva a llamar.

Cómo ahorrar Fuyí Vape

En vez de poner la tableta entera sobre la chapita que se calienta, ponés sólo una mitad, de modo que la otra quede sobre el plástico del aparatito. Y al día siguiente ponés a calentar la otra mitad.
A partir del tercer día, aunque se haya descolorido la tableta, y no tenga el olor penetrante de la primera vez, hay que dejarla lo mismo, ahora sí, dispuesta íntegramente sobre la chapa. Haceme caso, se la banca. El momento de cambiarla es cuando viene un mosquito; no antes.
También podés poner la tableta nueva sobre otra usada, o sobre el pequeño parante plástico que está sobre la chapita, de modo que el calor le llegue indirectamente, lo suficiente como para hacerla perceptible para los mosquitos, pero no tanto como para que se agote en una noche.
Igual, cada vez que me acuesto, me enveneno suavemente con esa mierda…

Cornelio (XI)

Juega al gas,
juega al rey,
quebrará el panel,
estudió la cuestión.

Quiso destruir a la humanidad,
pero se perdió en la enfermedad.

La ciudad es un pez
y el gas es la ley.
Levantó su niñez.

Senda peatonal
cayendo hasta el fin:
todo es filoso,
todo es morir.

Fue por más,
fue por cien;
robará
el cartel,
silenció
al guardián.

Quiso destruir a la enfermedad,
pero se perdió en la humanidad.
Senda peatonal,
sangre amarilla:
todo es filoso,
todo en la villa
de la enfermedad.
Todo es filoso,
todo en la villa
de la enfermedad.

Todo en la villa
de la enfermedad.

(Sangre amarilla)