Otra vez fui al médico, a otro médico, tratando de encontrar un nombre, una solución o, al menos, un paliativo para la sensación de agotamiento que arrastro, o que me arrastra, hace más de un año.
El tipo este a veces atiende a mi xadre, y fue el médico de mi abuelx, por lo que me conoce desde mi niñez, ya que a veces, cuando no tenían con quién dejarme, me hacían participar de esa larga excursión suburbana. Hacía mucho que no lo veía, y, entre los recuerdos de rigor, hizo mención de mi inteligencia y de que él siempre me había tenido por un niño índigo.
Inmediatamente se me representó otro color del espectro, el amarillo intenso de la pared del pv de Mitre y Callao; me vi subiendo la escalera, y esa descarga de neurotransmisores incluía el violento contraluz con la penumbra violeta de la habitación y el decepcionante reencuentro con Majoh. “Lástima que eso quedó en la nada”, dije, o algo así, y él consideró apropiado agregar que los niños índigo no siempre son felices.
Bueno, también se me representó la entrevista previa al ingreso a primer grado: estábamos sentados frente a frente con la mina, que supongo sería la psicopedagoga, y ella tenía el diario sobre el escritorio, como si hubiera estado leyéndolo, y yo empecé a leer los títulos con el diario al revés. Entonces, nunca supe si en joda o en serio, habló de que empezara directamente en segundo grado. Me vi transformado de niño índigo en blogger solipsista gritando sin voz, en buscador de improbables empatías en pieles pagas, y no daba decirle ni una cosa ni la otra.
A poco de empezar la consulta, el chabón, que usa diminutivos para referirse a mis familiares, me interrumpe gravemente para explicitarme que el hecho de que él conociera y atendiera a mi xadre no era un obstáculo en la relación médico-paciente conmigo, y que yo podía hablar libremente porque él no le iba a contar nada a mi viejx. Y puso un ejemplo que me dejó absorto: “Si vos me decís que te inyectás cocaína, yo no le voy a decir a tu xadre: ‘Se inyecta cocaína’. Te voy a decir: ‘Me parece que deberías internarte’, pero va a quedar entre vos y yo”. No salía de mi estupor por el ejemplo, y traté de aliviar la cosa con una broma que no era tal: le dije que en ese caso mi viejx ya lo sabría. Pero no me entendió: “Si lo sabe porque vos decidiste contárselo…”. No, man: lo que quiero decir es que lo sabría porque me controla y me programa en su control mental, y porque a veces pienso que no soy más que un títere de ellos.
Después le puso nombre a mi situación: distrés psicofísico incapacitante, un agotamiento físico y mental producto de la imposibilidad de adaptarme al estrés. También me dijo que tengo pánico. Ahí lo interrumpí para señalarle que no me parecía que fuesen los síntomas del pánico (no tenía ganas de contarle que –creo que– había tenido ataques de pánico en mi adolescencia); rápidamente interrumpió mi interrupción y habló de un pánico “enmascarado”, creo que dijo “sin fobia”. Yo trataba de explicarle que Bart existe, es decir, que el perro conchudo de la vecina conchuda efectivamente me despierta varias veces por día con sus ladridos y que el problema –lo que trataba de evitar porque me angustiaba sobremanera una posible repetición– había sido un hecho excepcional: cuando los ladridos me despertaron tan sobresaltado, interrumpiéndome un sueño, que grité como si me hubieran zamarreado.
Esa falta de empatía, recurrente en los médicos que he visitado, se sumó a un nuevo cambio en la medicación: el médico del mes pasado me sacó el clonazepam y me dio lorazepam; este me receta un retorno al clonazepam. Y yo sigo gastando plata y envenenándome, sin saber a quién creerle.
Además de mi narración sobre esa despertada tan desagradable, que, me parece, no entendió del todo bien, tal vez porque la haya interrumpido, también ayudó a configurar en su cabeza la idea del pánico lo que en esa interrupción llamó mi “verborragia”. Otra vez no nos entendimos: yo traté de ser conciso y de aprovechar cada minuto de la consulta para darle data que le pudiera servir para llegar a una conclusión, habida cuenta de todas las preguntas boludas que te hacen todos: si te drogás, si tomás alcohol, si tuviste enfermedades graves u operaciones… Aparte, me había dado un sobreturno, y había mucha gente, con lo cual trataba de ocupar el menor tiempo posible. Tampoco encontré margen para aclararle esto.
Esa idea de verborragia (“necesitás contarlo”) me hizo pensar en este blog. Todo es objeto de blog, todo es blogueable en cuanto todo puede tratar de contarse: desde la visita al médico hasta la moneda que rescaté de la avenida rasguñando el asfalto, y, por supuesto, lo atractiva que es la arquitecta Iris Cantante. En ese campo abierto donde todo se puede decir, solo se trata de decirlo “bien”, de llegar a alguien, preciso y movilizante (lo mismo que cuando hablás por teléfono o cara a cara, con un amigo o con quien sea: solo que esto está atravesado por la inevitable paja de la palabra escrita); de que resuene y fluya, porque a veces querés decir algo, pero no le encontrás la vuelta: está atascado y no sale.
Últimamente siento que quiero decir todo, creo que puedo decir todo, y no me alcanzan el tiempo, la inspiración ni las palabras. Me imagino accidentado, viendo cómo se me viene encima un camión y pensando en que se puede hacer un post con eso, en cómo lo voy a contar, y en que ese va a ser mi último pensamiento antes de que el mionca me incruste contra la pared.
Tal vez quiera decir todo porque quiero que me mires a mí y tengas mucha info para ver algo, para construir tu imagen de mí, porque no soy si no me ven, o soy tan incompleto que no puedo andar, o porque no soy si no me narro. O para tallar algún signo vital visible para máquinas o personas.
Igual, tampoco le conté de mi bulimia blogger. Cuando salí, por la avenida pasaban algunos bondis suburbanos, y me vi transformado de niño índigo en adulto gris, con mucho negro y algo de rojo, como el viejo 670.
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