miércoles, 29 de abril de 2009

Ayrton

Recuerdo perfectamente que ese domingo entré a la cocina pasado el mediodía y prendí la radio –el radiograbador– que estaba en la mesada. Al toque, con el tono de lo que ya se sabe, De la Puente dijo que había habido un accidente y que había muerto. Pensé que era una joda, como la de Phil Collins, o la primera, menos recordada, la de Rick Astley. Una joda inspirada por la piña fatal del novato Ratzenberger ese fin de semana.
Fui al living y puse la tele, a ver qué onda. En ese tiempo canal 11 pasaba las carreras en diferido. La primera imagen que mostró el televisor fue una toma aérea del Williams rodeado de gente, y el quía aún adentro. Creo que agarré el famoso momento en que se mueve, e ilusiona con que no está tan grave.
Sabía que no era en directo, pero no se me ocurrió hacer zapping para ver si en otro canal decían algo. Y no. No era una joda. Me di cuenta en cámara lenta, como si la comprensión fuera pasando por sucesivas esclusas. No quedaba margen para el error, para un anticipo ansioso y equivocado: era en diferido, el chabón se había pegado el palo varias horas antes, y se había matado.
Podría decir que era hincha suyo, pero eso no aporta nada. Otros fueron hinchas de Prost, de Schumacher, de Lauda o de Patrick Tambay cuando corría con Theodore (¿podría existir un equipo alemán llamado “Adolf”?).
Cambia la cosa decir que el propio Fangio tomó partido por él en la pelea con Prost diciendo que quería que fuese Ayrton quien superara el récord de los cinco campeonatos.
Se mató antes.
Y lo hizo ese alemán maquinal y mala leche.
Quince años pasaron.

Yo quería ser otro

Más o menos sé cómo son las cosas. O lo intuyo, y armo en mi cabeza una realidad cubriendo las partes faltantes con otras que considero aproximadas. Y ando.
Pero a veces la realidad real se me impone, aplastante. Más contundente que cualquier mirada en el espejo.
Y me anonada. Me deja ahí tirado, y me quiero ir a la mierda.
Y no sé si seguir buscando –malamente- la forma de ser ese que quería ser, o si es inútil, y debo aceptar esto que soy.

Tampoco sé por qué quería ser ese otro, pero ese no es el tema. No ahora.

Twitteando desde el bondi

Lo primero que hace la gente cuando se sienta en el bondi es leer en el teléfono.

Encalló un colectivo en el chapón que cubre los baches del puente. 45 minutos para cruzar.

Un joven mendicante aprovecha la demora y sube. Dice que lo operaron, que no tiene laburo, que tiene mujer e hija. Nadie le da nada.

En su speech habla de cómo es pedir pan, pedir comida por primera vez. Y yo pajeándome con esto. No le sirve desinvisibilizarse así.

Sube una preggo. Pancita preciosa en un suéter negro. Y de cara ¡es igual a Majo! ¿Es o no es? La miro. Demasiado. Es, no es, es, no es…

¿Es o no es? El pantalón de vestir, los zapatos... Ya sé: las uñas. No las tiene pintadas. No debe ser. Basta de mirarla. Llegamos, me bajo.

Cuatro cuadras entre las vías y la avenida. Cuatro cuadras y una sola persona en las veredas. Yo.

¡Qué ojos tiene la flaca esa! Espera el bondi lejos de la calzada. ¿Serán naturales? Igual, ni bola. Una moneda me llama desde el asfalto.

Un clon de Alejandro Medina descansa en un banco de la plaza de la estación.

El negocio de la esquina de la estación parece trasplantado de cualquier ciudad turística. Solo faltan los caracoles que dicen "Recuerdo de".

La paralela a las vías no deja de vibrar con los autos tuneados. Me hace recordar este post.

Algún jardín huele como en mi memoria olía caminar por la Villa Díaz Vélez de noche. Más de uno.

El 186 no funciona más. Un poco tarde me entero... ¡Señor Compumap, tome nota!

La vibración es constante y no permite la calma que podría esperarse. Si no son los autos lanzados, son las garitas de seguridad privada.

Encontré dos monedas de 10 en la calle. Pero no están en ningún bolsillo. Si las perdí, ¿cómo no perdí las otras?

Más de cinco horas de viaje, y la invisibilidad, inalterable. Previsible. Ni duele, ya. Ni vale la pena comentarla.

La ciudad de los perros

Salgo a la calle cualquier día y es necesario caminar cabizbajo para no pisar un sorete de perro. A menudo pienso en contarlos, pero la verdad es que nunca lo hice. Estoy seguro de que puedo encontrar un mínimo de cinco por cuadra. Eso, en términos generales: en la vereda de algún lugar abandonado los perros declaran de hecho la zona liberada y la transforman en el garcódromo barrial. Ni hablemos de la plaza: de sus veredas, de sus senderos, de su césped raleado…
De noche, en veredas poco iluminadas, prefiero caminar por la calzada para evitar un soruyo imposible de distinguir en la oscuridad. Pero los dueños de algunos perros hacen cagar a sus mascotas en la calle, por lo que tampoco en el asfalto se está a salvo de la caca de perro.
A los que a veces cuento es a los perros sueltos. La otra vez caminé quince cuadras y encontré ocho. Y uno tiene que frenar, ver qué onda, si hay que cruzar la calle o no, si el dueño está cerca o no. Así, todas las veces que lo ves desde lejos. Pero cuando se te aparece de pronto, tenés que repentizar, acordarte de no demostrar temor, de simular indiferencia, pero también de hacerle frente si te empieza a chumbar.
Como peatón consuetudinario, tengo decenas de anécdotas con perros. Me mordieron tres veces, aunque solo una llegó a la piel: las otras dos fueron tarascones de perros chiquitos que no traspasaron la zapatilla en un caso ni el ruedo del pantalón en el restante. Me corrieron media docena de perros fácil, pisé mierda no sé cuántas veces, y desde la vez de la mordida me quedó una reacción de profundo terror cuando oigo sus patas hollando las baldosas en una vereda silenciosa.
Estoy harto de vivir en una ciudad donde los perros parecen tener más derechos que las personas. Si mi próstata apremia a mi vejiga y tengo ganas de hacer pis, y meo en la calle, me hacen historia. En cambio, un rope puede mear y cagar, salir a mear y cagar, y está aceptado. Puede venir un asesino en potencia, suelto, sin correa ni bozal, y está aceptado. Puede haber más perros que personas en una vereda, no porque venga un paseador, sino porque hay gente que tiene dos o tres perros, y dale que va. Puede venir un paseador con su jauría multirraza y obligarte a bajar a la calzada, y está todo bien.
Pueden poner el cartelito "Cuidado. Perro peligroso", y parece que quedan a salvo de consecuencias legales. Pueden darle un pico al perro, que un rato antes estuvo lamiéndose las partes, o lamiendo y olisqueando meo de otro perro en la vereda; y pueden darte un beso un rato después, y nadie se sorprende por esa zoofilia apenas encubierta. Puede ladrarte agresivamente un perro, y el dueño mirar impávido, sin siquiera sosegar al bicho, y seguir leyendo en su teléfono. Pueden decirle "venga con mamá", "vaya con papá", pueden ponerle un nombre de persona, generalmente cool, y a nadie se le ocurre sugerirles una visita al psicólogo.
Y qué decir de los que no solo se creen dueños de un corazón generoso por tener un animalito, sino que tienen un animal minusválido. Ellos creen tener unos sentimientos aún más nobles, creen ganarse el cielo con cada sorete que deja el bicho en la vereda. La otra vez, en la plaza, un perro grande y suelto no responde a los chistidos de su dueño y baja a la calzada detrás de otro perro. Al fin, endereza su camino, por la vereda, y viene detrás de mí. Trato de esquivarlo, y el dueño me dice que me quede tranquilo, que no hace nada, y que es ciego. Considero que es una razón extra para llevarlo atado, pero no se lo digo, mientras dejo que me husmee.
Al doblar la esquina, el perro ciego, que ya se olvidó de mí, deja un soruyo de grueso calibre partido en tres, como una decoración en altura del chef Borja Blázquez, y a su dueño no le importan las personas ciegas que podrían pisarlo, porque aún no se inventaron los bastones para ciegos con detectores de teresos. Tampoco las que no son ciegas, que igualmente podrían llevárselo por delante si no caminan todo el tiempo mirando hacia abajo.
A veces parece que están por todos lados, que no hay casa donde no haya un perro. Pensaba en eso la otra noche, cuando, a cada paso que daba, por cada casa, PH o edificio que pasaba, descubría un perro. En el edificio pueden ladrar a la hora que se les cante el orto sin que uno pueda hacer demasiado, olfatearte en el ascensor, hurgar en la bolsa que traés del súper... Los de las casas, en el medio de la noche, empiezan a ladrar por cualquier cosa, y sus dueños ya ni les dan bola, pero otros perros sí, y entablan un diálogo retumbante e ininteligible. O aúllan horas y horas cuando los dejan solos, rompiendo la paciencia en infinitos fragmentos.
Entre tanto pelotudo suelto que idolatra a estos bicharracos, hay unos que armaron un blog con el fin de juntar donaciones para una perrita, así, en diminutivo, que fue maltratada por una persona, quien la dejó tullida y con otras secuelas. Cuando me enteré, pensé que se trataba de juntar unos mangos para el Dogui. Pero no. También le compran pañales de bebé y remedios, incluso un complejo vitamínico similar al que estuve tomando.
Me resultó bastante chocante que juntaran pañales y remedios para un perro cuando un montón de gente no tiene guita para eso. Y les dejé un comment donde decía que todo bien con ayudar a la perrita, pero por qué no poner toda esa energía en ayudar a las tantísimas personas que "viven" en condiciones espantosas. Y preguntaba si no lo hacían porque es más fácil y lineal relacionarse con un perro que con una persona. (No les pedí que hicieran una colecta para comprarme las vitaminas porque aún no había llegado al post que habla de eso).
Y los imbéciles saltaron mal. Una mina dice que "nuestro diezmo lo damos a todos los seres indefensos", lo que me hace pensar que son evangélicos practicantes. Entonces, dejan que dios y sus franquicias autootorgadas ayuden a la gente pobre mientras ellos se encargan de los animalitos, que es más sencillo.
Y otro pelotudo contesta mostrando una hilacha que de desagradable tira a discriminadora, de una manera que me produce mucha violencia: "Sos digna de toda mi lástima. ¿Qué estará pasando en tu oscura y triste vida para expresarte de esa manera? Quizá seas una mujer golpeada, alcohólica, quizá tus propios hijos te abandonaron y quedaste sola, o quizá ni siquiera los perros se te acercan. Que dios te ayude, porque si yo paso por tu lado, te dejo tirada y me llevo al perro". (Le arreglé la puntuación para que se entienda más fácilmente).
Es decir, los magnánimos solidarios dejan en banda a un alcohólico, a una mujer golpeada, y eligen cuidar al perro. Impresionante.
Por lo demás, chabón, el problema es cuando los perros se me acercan. Cuando se me acercan y me estorban el paso, o cuando se me acercan agresivamente…
La verdad, la pelotudez militante es peligrosa. Y estos tipos son unos forros notables, capaces de escribir: "Esta semana empieza con acupuntura, continúa con natación. Los neurólogos me dijeron que no la haga sufrir con sesiones de rehabilitación ya que descartan cualquier esperanza de que pueda caminar....... Vamos a intentarlo!!!". Y revelan de este modo que no les importa la perra, ni lo que digan los profesionales. Solo les interesa lo que ellos ponen en la perra.
Me gustaría vivir en una ciudad sin perros. Sin mierda de perro, sin perros de mierda, que reproducen a sus dueños de mierda, histéricos y escandalosos, o fanfarrones y pendencieros.
Y sin boludos que a falta de perros los reemplacen por otra cosa.

Crisis energética

Se me viene un tsunami de la concha de la lora, enorme e ineludible, y no tengo energía para enfrentarlo.
La falta de energía (el agotamiento psicofísico y todos los soretes que me lo generan) forma parte de ese tsunami. En lugar de haberme recuperado para correr esa ola con fuerza y lucidez, me sigo hundiendo en el mal descanso, en la sangre negra y en esto, que cada vez se parece menos a la vida.
Me va a dejar tirada quién sabe dónde. Por ahí es en un lugar mejor.

Vélez

El quinto grande.
¿No me creés? Fijate en las estadísticas, en los títulos, en la tabla histórica.
Y decí que no tengo ganas de discutir, porque si no ponía "el cuarto grande".

Otro médico

Mi capacidad de intuición e/o inferencia funciona muy bien cuando se acerca esa señora treintañera. Bajo de la pequeña entrada del edificio dando dos pasos hacia la vereda y dejo que sea ella quien toque el timbre e interrumpa la consulta. El médico responde, como de costumbre, con un estentóreo “¡ya bajan!”, y ambos, sin hablarnos, comenzamos a esperar.
La mina me hace escuchar la música de su mp3 sin sacarse los auriculares. Bebe un sorbo de una botella de Coca, después otro. La espera se hace llamativamente larga. Minutos más tarde llega una chica, quizá un poco rellenita, pero bastante atractiva. Tiene la piel blanca, el pelo castaño atado, un piercing en la nariz y otro en el labio, un pulóver rojo ajustado que le resalta las tetas, chupines y zapas negras con cordones rojos. Viene con un chabón que en la cara también tiene un piercing, y muchas marcas de un acné cruel. Toca el timbre y “¡ya bajan!”.
Pero la secretaria, que además es la octogenaria suegra del doctor, no baja. En un momento sale una vecina, y la chica del piercing abaraja la puerta antes de que se cierre, y se manda. La otra mina la increpa con un: “Disculpame. Yo estoy antes para el médico”. La pendeja suelta la puerta, pide disculpas y encuentra tardíamente el remate de su réplica: “Podríamos haber entrado todos”.
Seguimos esperando de pie, hasta que la pareja decide sentarse en el umbral contiguo. Tendrán veintipocos, y algo de humo residual en el cuerpo. Él tiene una campera de jean, la costumbre de apoyar una zapatilla sobre la otra, pisándola, y un pantalón que revela que no tiene nada de culo, salvo el necesario para levantarse a una flaca así. Llega otro chabón más, alto, vestido con ropa informal marrón, y ya somos cinco en la vereda.
Al fin, la secretaria baja. Se acerca, apoyándose en su bastón, abre la puerta, no le llama la atención la pequeña manifestación en la vereda, y se va sin que nadie atine a interceptarla. A la portera sí le llamamos la atención: nos pregunta si esperamos al médico y nos dice que toquemos de nuevo, “a ver si quiere atenderlos, porque atiende hasta las 6”. Cuando pasé por el bar de la esquina, su reloj decía que eran menos diez, y llevamos fácil un cuarto de hora de plantón.
La chica sexy habla de la mala onda de la portera, y yo sonrío, buscando un contacto. Ella repite el “sí, mala onda” y rápidamente vuelve con su chico. La otra mina, mientras, había tocado el timbre y logrado que nos atendieran. Avanzamos por el estrechísimo pasillo, que obliga a caminar en fila, hasta el ascensor. En él cabemos solo tres personas, y la pareja, que reaccionó tarde desde el umbral, elige quedarse abajo.
Llegamos. La puerta del departamento, como siempre, está abierta, y se oye música fuerte. Esta vez son unos tangos. El tipo estaba cambiándose para irse, pero dice que “no hay problema”. Apenas entro me sorprende el edificio en construcción de la calle transversal, que ya alcanzó la altura de la ventana, y está tan cerca que queda a tiro de gargajo. La mina del mp3 otra vez gana la iniciativa: salió primero del ascensor (oh, la cortesía), lo saluda y, aprovechando mi distracción, pasa.
En el silencio del disco se escuchan las voces del especialista y la paciente en la habitación contigua, que funge de consultorio. El living es la sala de espera: tiene tres sillas tipo director de cine de un lado, otras dos enfrente, junto a la puerta, y, contra una pared, un sofá donde caben tres personas.
Llega la pareja, eligen dónde sentarse mientras caminan, y el chabón del acné se ubica en el sofá, en el medio, junto al otro pibe, aun más invisible que yo, que estaba en la punta más lejana. Su chica se sienta a su derecha, y quedan dos sillas vacías separándonos. La próxima mirada me muestra que ella colocó su pierna izquierda sobre el muslo de él, de modo que las dos rodillas se flexionan superpuestas. Ninguno parece sentirse mal; no todo lo mal que me siento yo cuando voy al médico. En esas ocasiones, no tengo voluntad de pavonearme, ni de escuchar música, ni menos de esperar de pie y en la calle.
En menos de cinco minutos salen del consultorio. El doctor se sorprende de que cada vez haya más gente. Le recalco que llegamos menos diez, y paso. Atiende sin turno, y nunca le vi una ficha de historia clínica o cualquier otra cosa de las que relaciono con un consultorio, salvo la camilla. Tiene una biblioteca armada con ladrillos en la que se ven libros que no son de medicina y un escritorio donde están el teléfono y el portero eléctrico. Bajo su vidrio hay algunos recortes de chistes del diario.
Mi derrotero médico de este último tiempo, especialmente de estos últimos días, hace inevitable la comparación, y celebro no ser su paciente. La informalidad organizativa seguramente tendrá un correlato en la atención: me es imposible imaginar un instante de empatía profesional con este tipo.
Le muestro lo que me había pedido: uno ya lo tiene (el que me pidió a último momento, y por el que tuve, literalmente, que correr para ir a buscarlo y no llegar tarde). Compra el otro, me paga (cinco mangos menos, que no le reclamo), y me dice que en estos casos lo llame al consultorio o a la casa. La otra vez, para no gastar de más, en vez de llamarlo al celular, lo llamé a la casa, y me hizo historia, me dijo que no, que no sé qué con la mujer, que lo llame al celular. Ahora lo llamo al celular y no recibió el mensaje, y repite que lo llame al consultorio o a la casa.
Saca el tema de los libros y dice: “Yo tengo más libros que tu viejo”. No dice: “A mí también me gustan los libros”, o “yo también tengo muchos libros”, ni “yo también soy bibliófilo”. No. Establece, a cuento de nada, la comparación, y su preeminencia en la comparación.
Movido inconscientemente por la voluntad de no hacerles perder tiempo, o, tal vez, por la de rajar de ahí lo más rápido posible, me despido y me voy, sin guardar la guita en la billetera, solo en el bolsillo roto, y sin darle una última mirada a la chica de lenguaje corporal arrogante.
Los tangos estridentes siguen de fondo mientras espero el ascensor y reparo en la estrechez del edificio y en una tablita de madera con una inscripción en hebreo junto a la puerta del otro departamento. Tengo que bajar con un viejo grandote, y es difícil evitar rozarnos. Recién en la calle encuentro el alivio del fresco, que reemplaza al de no tener que compartir la salida con él, su charla incómoda en el ascensor y su cara de asombro cuando le digo que me voy caminando a casa.

jueves, 16 de abril de 2009

Normalidad

Es normal que casi todos los días maten a una persona en Capital o en el GBA, y por eso la inseguridad es solo una sensación.
Es normal que haya decenas de miles de casos de dengue, y por eso no se vota la emergencia sanitaria.
Son normales, y plausibles, los índices de inflación, pobreza, desocupación, etc., y por eso los datos del Indec no están manipulados y son tan creíbles.

El problema es cuando se vuelve normal la violencia anómica, que brota cada vez más seguido. Surge, imprevisible por definición, acá y allá, y me hace acordar cada vez más a 2001.

Burbuja

Al final, voy a tener que irme a vivir a un cuarto de ambiente –sin balcón–, blindado con Durlock acústico, vidrios dobles y cortinas gruesas. Y en el verano seguramente tendré que comprarme el aire para no morir transformado en una pasa.
Y no quiero. Contrariamente a lo que algún despistado podría pensar, no me gustan las burbujas. No quiero aislarme de la módica expresión ciudadana de lo natural. Quiero ver cómo va pasando el sol sin que me lo tape una cortina, quiero dormir con la ventana abierta aunque haga quince grados, quiero que el aire fluya sin quedar retenido.
Quiero escuchar los pájaros, la bocina del tren en la madrugada, el arrullo de los motores a lo lejos.
Quiero dormir cuando se me canta el orto. Quiero mi casa como era antes de que vinieran estos pelotudos que tengo encima de mi cabeza.

Summer’s almost gone

La imagen es la de una tarde de remera con el sol pegando sobre la pared verde de la vidriería de Constitución y Luca, donde tienen suelto ese perro agresivo del orto. No sé por qué es allí, porque el sol va a seguir entibiando esa vereda durante el invierno a través del espacio que deja la canchita.
Tal vez porque en la cuadra siguiente la arboleda y la reaparición de las construcciones a mano izquierda configuran el comienzo de un túnel, el mismo que se ve desde lo alto de la barranca. Y porque en esa esquina concluye el declive y el túnel es cuesta arriba.
O tal vez porque en esa esquina flasheé con las lucecitas navideñas un primero de enero cuando el sol iluminaba sin ensombrecer, y un rato después quedaba fuera de circulación por un mes, cortesía de una enfermedad infectocontagiosa.
Lo que sé es que no se trata del verano, que volverá dentro de unos meses. Y que, si no me voy o no los mato, volverá a ser un padecimiento, volverán a ser dos meses y medio perdidos por culpa de mis vecinos terrenalmente infernales.
Lo que se va es la adolescencia. Se va por tercera vez. Por última vez.
La primera fue una garcha sin destino. La segunda, tardía, la desperdicié poniendo la energía en lugares equivocados. La tercera surgió de una enfermedad, que es la misma de ahora, diez años después. Y esa enfermedad surgió entonces por poner la energía en lugares equivocados.
En realidad, si las adolescencias fueron un lugar desagradable, veamos con buenos ojos que se vayan por última vez y tratemos de que lo próximo sea mejor.
Pero estas son palabras vacías. Es una garcha total que se vaya, y más garcha aún es esa sensación de que se va sin haberla podido disfrutar, como si me la estuvieran robando. Como me roban el tiempo, y la vida, los vecinos del orto. Como me robaron la energía, y se cagaron en mí, algun@s enferm@s y/o miserables. Como me robaron la posibilidad de otra vida, y me marcaron para siempre, los que me rodeaban con su enfermedad cuando tenía 13, 14, 8…
Leonor Silvestri dice que hace siete años que tiene 25 y que espera poder quedarse allí otros siete. “Después me fijo si pego otro estirón”, anuncia. El problema es cuando se hace insostenible la diferencia entre lo que muestra el espejo y lo que uno siente. Cuando te fijás, y no querés, o no podés, o no te sentís en condiciones de pegar ese estirón. Pero se impone. No es el afuera el que lo hace, ni la mirada ajena, sino la propia en el espejo.
La pérdida definitiva de una imagen que me represente, la pérdida definitiva de la correlación entre la imagen y lo que soy, o siento. Será eso.
Seguro que ya perdí muchas otras cosas definitivamente, pero esta es tan notoria. Y, todavía, en lo simbólico, depende evidentemente de mí. Y la alargo, la estiro, me aferro a ella hasta la exageración (¿hasta la patología?). Y cuanto más la postergo, y cuanto más pienso en ella, más peso gana y más duro va a ser el contraste.
Podés parecer más chico, podés mentir la edad y que la mentira pase, pero en un punto la cosa no da para más. En este punto. Y aunque me sienta adolescente, lo cual a veces será bueno y a veces, una cagada, me echan.
Me echa el tiempo, que no para ni cuando escribo esto, cuando trato de explicármelo. Me echa el cuerpo, que no es el mismo. Y me pisan los dedos con los que me aferro a la cornisa los soretes mal cagados que me robaron casi todos los días de los últimos dos años.
Me echan de un lugar que sigue siendo mi lugar, el que me representa, aquel en el cual me siento cómodo y perteneciente. Del único lugar del que tengo memoria.
Una forma de la muerte. Será eso. Lo definitivo.

The Doors

¿Será posible que no encuentre una pendeja a la que le gusten los Doors?
Escuchan Radiohead, o Keane, o no sé qué modernidad. Eso, si les cabe el rock. Porque si no te salen con un Luis Miguel que me hace huir despavorido. O les da lo mismo cualquier música, “la que pasan en la radio”. O son cumbieras.
No te digo una a la cual decirle “you make me real”, pero un “love me two times”, un “we could be so good together”…
Estas pendejas no entienden…

Fibroscopio+blog

No compré ninguno de los remedios que me dijo, y, sin embargo, me sentí mejor. Como si la empatía profesional que esa noche encontré en ella me hubiera aliviado. Porque parece que es así la cosa: estudian no sé cuántos años, uno va, les cree, les garpa… y termina aceptando la sugerencia del empleado de la farmacia.
Le puso ganas, atención, pila. Me escuchó. Escuchó el racconto de mi peripecia, me dijo que ya me habían dado todo lo que suele recetarse en casos como este, me pidió que la espere, y por un momento me dejó solo. Calculo que fue a revisar los apuntes…
Después volvió, me llevó a otro consultorio y me desvirgó la ventana derecha con el fibroscopio. Yo bromeaba (oh, mis bromas) con que el otro médico me había dado un remedio en polvo para inhalar, y ahora me metían un coso en la nariz. “No sé qué me quieren decir”, dije, mientras ella trataba de embocarme el aparato en el agujero. Yo abría las narinas, pero me dijo que era inútil, y sonreímos.
Al fin, entró, como ocurre siempre. Y se dedicó a mirarme por dentro. Me pidió que no hablara. Porque yo hablo cuando me siento mal, o cuando estoy nervioso. Y que me quedara derecho. Yo la miraba, la tenía muy cerca, a la distancia que mis viejos anteojos aún me devuelven una imagen nítida. Con la mano derecha sostenía la varilla flexible; con la otra cambiaba el aumento. Miraba su ojo cerrado de cazadora de catarros, su mano derecha, el vello que brota en su falange intermedia (ese que yo me depilo), una cutícula, o una uña, no me acuerdo, medio maltrecha.
Hubo algo allí, entonces, que resonó fuertemente en mí. Alguien tan cerca y pendiente de mí, haciendo algo por mí, y con ganas. Aunque fuesen meramente profesionales. Tal vez sea eso. O quizá fueron los anteojos, que me presentaban un mundo más reducido que el que veo habitualmente. Ese cambio de la percepción revelaba cosas que en otro momento pasarían de largo, como esos detalles propios de la intimidad. Y resaltaba su cercanía, su concentración, en un primer plano que se imponía ante la borrosidad cercana.
Me sacó el aparato. Parece mentira todo lo que entró. Como ocurre siempre. No hice ni un comentario sobre eso, ni sobre las palabras con que me alentaba (“tiene que entrar”, “yo sé que es horrible”), ni cuando me puso la anestesia en gotas.
Volvimos al otro consultorio, me hizo la receta. Las recetas. Me dijo que además del catarro encontraba reflujo gástrico, y me prohibió un montón de cosas que no como ni tomo. Lo único relevante fue el alcohol y las verduras crudas a la noche. Queda poco margen para mejorar si la mayoría de las cosas que hay que evitar ya las estás evitando. De hecho, finalmente tiró el papel donde había anotado las restricciones y la recomendación de tomar dos litros de agua por día. No lo anotó, pero me quedó grabado su otro consejo al respecto: “Dentro de lo posible, bajar las revoluciones”. ¡Ja! ¡Con estos vecinos destrozando mi reloj biológico! I think it’ll be just a little bit difficult, baby…
Y me dijo que lo del asma, que había dicho el otro médico, quedaba stand by. Que para diagnosticar eso hay que hacer una espirometría. Tampoco me había quedado claro si el tipo había dicho que tengo asma o si habló de una “crisis asmática”, pero sí de una disminución del ingreso de aire, o de mi capacidad respiratoria.
Escribió en la compu la historia clínica. Bromeó con que no sabía cómo iba a escribir todo lo que le había contado, bromeé con que le iba mandar lo que publicara en mi blog. Sonrió, otra vez, mientras tipeaba. Seguro que yo pensaba que podría escribir algo que me gustara más. Al final, miró en la pantalla mi nombre, y comenzó a dar por terminada la consulta diciéndome: “Bueno, Xxxxxx…”. Y yo, que creo que ya había registrado cómo se llamaba, miré notoriamente la receta, su firma y su sello, y dije su nombre. Y logré una sonrisa más. Me dijo que volviera el sábado, o antes, si la cosa no mejoraba. Primero dijo el viernes o el sábado, y al toque confirmó el sábado.
Aunque era una guardia, en ningún momento mostró apuro o impaciencia. De eso me di cuenta después, porque entonces todo ocurrió como si no se pudiera atender de otra manera. Nos despedimos: me dio la mano sin levantarse de su silla, enfilé hacia la puerta, y con el picaporte en la mano giré para estirar la comunicación y preguntarle cómo se llamaba el aparato. Me respondió, y le dije que iba a alardear con eso. Me dio la última sonrisa, y no la vi más. Hasta que, googleada mediante, días después encontré la foto de su perfil de Facebook, en la que está con un chabón, mostrando, contentos, las entradas a un recital de Manu Chao.
También descubrí una cosa que me llamó la atención: la página que da los resultados de las evaluaciones para entrar a laburar en el lugar donde la conocí. Tenía un buen promedio en la fuck, en el examen escrito le fue más o menos, pero en la entrevista tuvo un 10, lo que la dejó segunda en el ránking. A partir de esto deduje que la empatía con el interlocutor es uno de sus puntos fuertes. Aunque quizá haya sido casualidad, o sólo se trate de una conjetura basada en datos circunstanciales.
El sábado, por supuesto, no estaba. No cuando fui. Pero eso era previsible. Igual, con el médico que me atendió busqué la excusa para mencionarla y para decir que, casualidad o no, me sentí mejor desde la madrugada siguiente. Aunque un remedio no lo compré porque el tipo de la farmacia sugirió uno más barato, y el otro quedó para el día siguiente, cuando ya parecía no necesitarlo. Y el del reflujo sigue esperando, porque a veces creo que tengo que comprarlo, y a veces no…
Decírselo a ella mandándole un mensaje en el Face me parece tan descolgado como imaginar que se acordaría de que tengo un blog, de la pregunta por el nombre del aparato, y que escribiría en Google el criterio de búsqueda que titula este post.
Pero como este blog sirve, entre otras cosas, para decir lo que no puedo decir de otra forma…

Havaianas

Pasó otro verano y sigo sin cogerme una chica que use Havaianas.

Llanto

Con motivo del 24 de marzo se realizó una marcha hacia/en Plaza de Mayo, que dejó como consecuencia previsible innumerables pintadas con consignas ad hoc en las paredes cercanas.
Desde la ventanilla del bondi me llamó la atención una, sobre la recova del Cabildo, que decía: “A los compañeros caídos no se los llora, se los reemplaza en la lucha”. Y me parece una mierda eso, me parece propio de un totalitarismo radical y absoluto que me digan incluso qué debo sentir.
Venían a mi mente las hormigas cuya formación arrasaba en mi niñez con una moneda, o con un cartoncito, en el patio de casa. Las sobrevivientes se dispersaban, y, al cabo de unos minutos, recomponían su columna reemplazando a las caídas sin llorarlas.

Paradoja putañera

A veces, pagando explícitamente por sexo, uno termina cogiéndose una mina fulera de verdad. Una mina a la que “gratis” no sólo no la tocaría ni con un palo, sino que ni siquiera la miraría.

Doble pared

Messi toca para Tévez. Tévez se la devuelve, y el as de Adidas y del Barcelona define con sutileza, pero el arquero boliviano se estira y tapa el empate.
Un periodista de un canal deportivo, no recuerdo cuál, habla de la “doble pared” entre los jugadores argentinos mientras corren las highlights del partido. Aunque eso no es una doble pared, sino, simplemente, una pared.
Veamos.
Una pared consta de dos pases. El pase que un jugador le hace a un compañero y la devolución de este, que, en general, deja bien ubicado a aquel. Más fácil: yo se la paso a la pared (pase uno) y, si se la pasé bien, ella me la devolverá dejándome mano a mano con el arquero (pase dos). Una doble pared requiere de un pase más, es decir, de tres.
Acá hubo dos pases, y, por lo tanto, se trató de una pared. Pero el muchacho que habla parece no saber mucho de fútbol…
La verdad, no soporto cuando los tipos de los medios usan palabras y palabras sin sentido. Y más me molesta cuando son unos figurones decidores de verdades que ganan fortunas.
Tampoco soporto cuando me mienten descaradamente. En la primera respuesta de la conferencia de prensa, el técnico del seleccionado dice que la explicación de la goleada hay que buscarla en la contundencia de Bolivia, que convirtió cada vez que llegó. De inmediato agrega que Carrizo tuvo una gran actuación. Nadie le pregunta a D10S cómo es posible que el arquero haya atajado bien si cada ataque boliviano terminó en gol.
Menos aún soporto a los que se hacen los giles ante esas mentiras.

Un día

Después de mi último problema de salud, quedé con los horarios al revés. Poco a poco los iba acomodando, y calculaba que ese día me iba a despertar a la dos de la mañana. Me desperté más o menos a esa hora, me levanté, comí algo, pero el cansancio seguía en mí. Me acosté tipo cuatro y me dormí, tal vez inesperadamente. A las cinco y media se levantó el vecino del piso x, y sus pasos pesados me despertaron, pero de inmediato reconcilié el sueño. Diez minutos más tarde subió la persiana con fuerza, golpeó algo en el balcón, se le cayó algo en el living, y ya no pude dormir más. Y el cansancio seguía en mí.
Hice alguna de las cosas que quería hacer, me acosté de nuevo, me levanté sin haberme dormido, hice alguna otra cosa, y a las diez y pico me acosté de nuevo. El sueño revoloteaba, lo mismo que un pájaro que picoteaba el toldo y me cortaba la frecuencia previa a la pérdida de la vigilia. Y si no, algo pasaba: tenía ganas de hacer pis, atronaba un motor preparado, pasaba el botellero con parlante… Al fin, cerca de las doce, me dormí, con la decisión de dejar para la tarde el resto de lo que tenía planeado.
Un par de veces me habré despertado, pero recién a las cuatro un grito infantil fue lo suficientemente intenso como para que reparara en la hora. Pensé que me iba a levantar, y que a la noche iba a retomar un horario de sueño más “normal”, pero me dormí rápido. A las cinco ya habían llegado del colegio los chicos del piso xx, y comenzaron las disputas familiares. Además, me pareció escuchar gente en el piso x. Me levanté, ordené algunas cosas que habían quedado tiradas, me puse los tapones en los oídos, y… me volví a dormir.
Luego, me despertó la señora del piso xx, que tiene la extraña costumbre de salir al balcón para hablarle a alguien que está dentro del departamento. Un rato después, ya de noche, me despertaron los gritos de su hijo, y sus pataleos contra el piso, porque estaba perdiendo su partida con no sé qué jueguito electrónico.
Entre las groserías, encuentro frases que me resultan propias de un adulto, quizá de sus padres, como si les dijera a los futbolistas virtuales lo que le dicen a él cuando lo regañan: “Decime por qué hacés eso. Decime por qué”. “Me voy a volver loco”. El padre le manda que se vaya a bañar, que ya puso el agua. El niño se niega, pero acepta cuando le dice que después sigue jugando. La ducha es rápida, y antes de que me duerma están de vuelta. El padre le advierte: “No quiero escucharte llorar cuando jugás”, y la fuerza de su deseo es muy fuerte. Lo suficiente como para impedirle oír la segunda tanda de berridos, llantos y golpes contra las paredes.
Al fin se calma, al fin me duermo. Más tarde me despierta algo parecido a un tincazo en la pared, o en mi cabeza. Supongo que los tapones en los oídos me impidieron despertarme antes del golpe, o identificarlo. Pero está claro que llegaron los vecinos del piso x. Suben la persiana, y me despiertan. Bajan la persiana, y me despiertan. Empiezan a discutir, y me despiertan. Son más de la once de la noche, y, pese a los tapones de silicona, escucho sus voces, aunque no puedo identificar las palabras. En un momento, el muchacho irascible pega un grito sacado. Pero parece que la cosa no pasa a mayores. Van y vuelven del enojo violento con una facilidad asombrosa.
Me duermo. No me despiertan reconciliándose y haciendo que la cama se desvencije aún más sobre mi cabeza, como la otra vez. Tampoco me despiertan sus pasos cuando se levanta, ni lo que se le cae –algo pesado, a juzgar por el estrépito que causó en la calma de la madrugada– ni el portazo que da cuando se va. No me despiertan porque me desperté a eso de la tres, y más o menos pude echar al cansancio de mi cuerpo y fluidificar y desennegrecer mi sangre.
A los nueve, su chica levanta las persianas como si estuviera levantando pesas en el gimnasio. Por suerte, se va rápido. Durante unos minutos se oye una voz cascada entonando cantitos de hinchada. Al mediodía, de la nada, una nena se queja gritando. Su madre, que está en el balcón, pregunta qué pasa, y está a punto de reprender a su hermano, pero aquella misma voz, desencajada, comienza un rosario de gritos. No son solo gritos, porque la nena clama: “¡Me duele!”. La voz violenta protesta por que la nena tiró algo sobre la cama, por que la madre le pidió a la nena lo que causó el problema: “¿Por qué se lo tenés que pedir a ella? Tardás tres minutos más y lo hacés vos”.
La energía negra que emanan llega ondulando, a veces profunda, como una ola larga, de esas que mojan las sombrillas, a veces sin entrar en mi depto, chocando contra la ventana, haciéndola vibrar también a ella. “¡Salí de abajo de la cama! ¡Parate ahí!” es su nuevo reclamo a la nena. E insiste: “¡Salí de abajo de la cama!”. Luego, se queja del colegio porque pasa algo con el papel de calcar y de que estuvo trabajando toda la mañana.
La nueva ola presenta la aparición del niño. Discuten a cuento no sé de qué, y el pendejo suicida lo torea a su padre: en quince segundos, al tercer “¡no me contestés!”, el señor monta en una cólera desaforada, que parece estar al borde de descontrolarse, que parece poder ser asesina. Y lo amenaza: “Te voy a reventar”, o tal vez eso se lo dijo a la nena. O a los dos. No me acuerdo. De ambos dice que son “dos culo cagado”.
Y le dice al hijo que ayer le dejó pasar el insulto a la madre. Y le dice a su esposa que no se deje insultar por el chico. “A vos te digo: la próxima vez no se lo dejás pasar”.
No sé cómo siguió la cosa porque me fui a la mierda, eh, digo, de la mierda, de esta mierda, y salí a caminar un rato. Cuando volví, el niño y su amiguito repetían su letanía de “¡qué golazo!” frente a la pantalla. Era mi hora de dormir. La historia sigue, pero el post se llama “Un día”.

Pelo (II)

Pero que salga bien, no con la boca entreabierta, como balbuceante, y esa postura desgarbada.
(No me digas que siempre soy así. ¡Te lo pido por favor! Tiene que deberse al inconveniente que pareció tener el fotógrafo).
Y en jpg, please, que en Flash no la puedo guardar.
I’ve tried once again.
(Suerte).

Más de lo mismo

El mes pasado, la secretaria de Estado estadounidense, la ex senadora por Nueva York Hillary Rodham-Clinton, visitó por primera vez desde que asumió su cargo los territorios palestinos, tanto los que actualmente integran el Estado de Israel (es decir, los territorios otorgados inconsultamente por la ONU a los judíos en 1948 y los anexados por ese Estado en sucesivas guerras) como los “controlados” por la Autoridad Nacional Palestina en Cisjordania.
Allí insistió en la necesidad de la creación de un Estado palestino como parte de la fórmula de dos Estados para dos pueblos, y la juzgó “inevitable”. Añadió que esa solución es “lo mejor para los intereses israelíes”… En una conferencia de prensa que compartió con la canciller Livni, reafirmó, como si hiciera falta, la “alianza fundamental” entre ambos Estados sionistas, a los que llamó “buenos amigos”, y el compromiso estadounidense con la seguridad y la democracia de Israel como Estado judío, al que calificó de “fundamental, inconmovible y eternamente durable”.
Por supuesto, Clinton, quien en su campaña por la senaduría repetía que Israel no podía negociar con Arafat porque este era un “terrorista”, nada dijo acerca de qué territorios serían soberanos de ese Estado, ni qué pasará con los refugiados palestinos sobrevivientes de la limpieza étnica sionista ni con sus descendientes, ni con los miles de presos palestinos retenidos en cárceles israelíes, ni con los asentamientos, el acceso al agua y la tierra…
En síntesis, más de lo mismo. Más declaraciones voluntaristas para la ocasión, más argumentos parciales, como el que justifica las operaciones militares de la potencia ocupante diciendo que “no debería esperarse que ninguna nación se siente despreocupadamente y permita que los cohetes agredan a su población y a su territorio”. Tal vez ellos esperen que un pueblo se siente despreocupadamente a esperar el próximo misilazo en la cabeza y acepte más de sesenta años de destierro, ocupación y humillación.
Lo único novedoso, y sólo para algunos, es que nada nuevo podrá esperarse en la región de la administración Obama. Teniendo en cuenta la genuflexión del gobierno del presidente Abbas, creo que es mejor.