jueves, 30 de julio de 2009

No se muere más gente (Ceaucescu vive)

Cuenta la historia, y no sé si es cierto, que Ceaucescu había ordenado al organismo gubernamental ocupado de la meteorología decir que hacía menos frío que el que realmente hacía.
No sé si la finalidad era el ahorro energético o si sólo quería aliviar el estado de ánimo de sus gobernados en el crudo invierno rumano. Así, parece que hacía diez grados bajo cero, y decían que hacía seis bajo cero, o algo por el estilo.
Recordaba esto al notar el súbito estancamiento de la cantidad de muertos por la gripe A. Pero no es de extrañarse. Este gobierno nos dice que la inflación es menor que la que todos vemos, que el número de pobres es menor que el señalado por todos los otros que miden la pobreza, que los indicadores económicos son mejores que los registrados por todos los otros que se dedican a eso.
Para ser consecuente con las mentiras que nos dice en materia económica, despreocupado ya de si le creemos o no, nombra como ministro de Salud a quien truchaba los números de la mortalidad infantil cuando era funcionario en Tucumán.
¿De qué se murió? De un paro cardíaco. (No es mentira: se le paró el corazón).
¿Causa de la muerte? Insuficiencia respiratoria grave. (No es mentira: fue tan grave que dejó de respirar).

Dormir bien

El columnista de un noticiero da unos consejos extras acerca de cómo prevenir la gripe A. Los llama “plan B” y se suman a las recomendaciones de estornudar en el codo, lavarse las manos, usar alcohol, etc. Habla de abrigarse sólo lo necesario, ni de más ni de menos; de alimentarse bien y de dormir bien, “siete horas, mínimo”.
Sí, dijo “siete horas, mínimo”.
Recuerdo de mi temprana niñez que en el colegio nos dijeron, a cuento no sé de qué, que el día tenía 24 horas, y que ocho de ellas eran para trabajar; ocho, para dormir, y ocho, para descansar. En las ocho horas destinadas al descanso tenés que viajar ida y vuelta al trabajo… pero no es de eso de lo que quiero hablar.
Desde ya que cada organismo tiene sus propias características y sus propias necesidades, que se trata de un promedio, del tiempo socialmente admitido para dormir. Lo que me llama la atención es que apenas en unos pocos lustros ese tiempo haya descendido una hora.
Porque no hubo un cambio genético repentino que lo justifique, como no hubo una modificación en las características del cerebro que haga posible la realización de varias tareas simultáneas con la misma eficacia. No la hubo, aunque las madres se asombren de las capacidades de sus vástagos, que pueden estudiar, escuchar música, tener el MSN abierto y conversar al mismo tiempo, y encima ¡sacarse buenas notas!
Tampoco hubo una mutación que nos hiciera compartir los genes de Bernardo Neustadt y nos permitiera dormir solo cuatro horas. Lo que hubo es un avance del aparato productivo –no sólo el que concierne al trabajo, sino también el que nos obliga al esparcimiento– sobre nuestro ser.
Su aparato propagandístico se encarga, sutilmente, como al pasar, de recordarnos cuánto es dormir bien con una afirmación que da por sentado que solemos dormir menos, porque –nos lo remarca sin decirlo– podemos dormir incluso menos tiempo, podemos vivir durmiendo menos tiempo.
Y quienes necesitamos dormir más horas de las que establece ese promedio nos sofocamos, cada vez más arrinconados, cada vez más cerca de la muerte. Porque, como dice la frase que conocí en boca de Pancho Ibáñez a comienzos de los 80, sólo sobrevive el más apto.

Motor eterno

En el corazón de la madrugada coinciden el motor de la bomba de agua del edificio y el de mi heladera. Los dos se callan casi al unísono. Y el silencio de la noche, al que siempre anhelo, se reconfigura.
En realidad, eso era antes. Cuando era dueño de mi tiempo, y, si se apagaba el motor de la bomba, desenchufaba la heladera para sentir ese silencio en todo el cuerpo. Cuando salía a la puerta del edificio y me acodaba en la baranda, y veía el reflejo del cambio del semáforo en el revestimiento de la casa de la esquina mientras los únicos transeúntes, los gatos, paseaban orondos y despreocupados por la vereda. Cuando oía el ruido liso (Fabián Casas dixit) y apurado de los autos pasando por la avenida, y el de un bondi pedorreando a lo lejos.
El aire era más liviano, y yo mismo era más liviano, sin la angustia por mañana que hoy trae la noche.
Ahora, en cambio, aunque callen los motores, su vibración persiste en las paredes, en el aire, en mí. Desde hace un par de veranos, cuando todos los pelotudos con unos mangos de más fueron y se compraron el aire acondicionado. Y se sintieron más arraigados en la clase mierda.
Para colmo, este invierno parecen haber descubierto que también calienta… Calienta, vibra y ronca todo el puto tiempo que están en su casa. Y por la gripe algunos están más tiempo… A veces, no para ni en la madrugada: te sentás con la espalda apoyada en la pared, o cerrás los ojos en la cama tratando de dormir, y por los ladrillos baja ese trémolo incesante.
Algunas noches todos lo apagan, y el silencio cambia de tono (Dolina dixit); pero a la seis de la mañana alguien lo enciende, y me despierta. Cuando llega a la temperatura indicada, merma su potencia, pero rápidamente baja –o sube– la temperatura, y otra vez trabaja a full, y otra vez descansa, y otra vez ataca. Encima, el del vecino comólico hace mucho más ruido ahora que en verano, pero aun así no cumple mi deseo: no explota matándolo a él y a sus familias.
Entro a un edificio, o paso por la puerta, y me escupe su calor ruidoso; paso por un negocio, bajo cualquier balcón, y tengo que esquivar las gotas de su meo tecnológico. En una calle desierta de la medianoche de San Telmo se escucha esa turbina diabólica desde el aire y luz de un edificio que tiene la entrada a la vuelta, a mitad de cuadra, y los tres cuerpos de la construcción parecen el trasbordador espacial a punto de despegar.
Enfrente, la caja del cable zumba como un enjambre desvelado y furioso. Fuera de mi vista, un infeliz con escape deportivo pica en cada semáforo que se pone en verde, y frena en el siguiente, al que llega cuando aún está en rojo. Así, por media docena de cuadras. En el garaje contiguo algún auto tiene que regular un rato para vencer al frío, y su rumor de bajas frecuencias hace temblar mi ventana.
Demuelen en la otra cuadra, y el chillido esforzado de la maquinaria pesada irrita el aire desde las 8 de la mañana. De vez en cuando lo estremece un muro que cae. Y el exilio al que me condenan es tan irremediable como el edificio que construirán.
Un boludo agujerea el balcón con un taladro para poner el poner el cable (a las 8,30 a. m. del sábado), o la reja (a las 2 de la tarde), y es como si me trepanara el cráneo. Otro boludo hace latir las paredes con los graves de su equipo de audio, y otro más me obliga a oír TN y a ver los intermitentes reflejos azules de su droga catódica rebotando en la medianera.
Suena el ampuloso ringtone del celular de uno de ellos, y, como habla en el balcón, me entero de que la ex mujer le bloqueó la tarjeta o de que el auto no le arranca.
Pasa una ambulancia con su sirena, pasa el helicóptero de la yuta con su aspaviento, el tipo de al lado tiene activado el parlante de su celular y escucha algo que (no) parece música. Cada fucking moda, cada conchuda masificación de estas mierdas, me hace sentir tan desahuciado como un ludita.
Alguno más viejo recordará otra ciudad en la cual no existía la cantidad de ruido y de vibración que yo añoro. Porque no deseo un silencio total, un aire petrificado. Cuando eso ocurre, me siento intensamente perturbado e inquieto. Pero una cosa es el arrullo del siseo lejano de la noche, y otra, la invasión electromagnética que se te mete hasta en el sueño.
A veces, la única opción es elegir el ruido. O te vas a la cocina y vibrás con el motor de la heladera, o te quedás en el living y vibrás con el split del vecino. O ponés la tele o escuchás la tele del otro. O ponés música o te llega la música ajena.
Por la puerta, por la esquina, de contramano, pasan los chabones del delivery. Queda el motor atronando cuando baja a tocar el timbre… Y decí que no vivo en el deep conurbano, donde la invasión de motitos (¡¡incluso con parlantes!!) amerita una masacre de proporciones israelíes.
Vivo acá. A merced de estos motores, cuya omnipresencia agobia, y a merced del motor interno que tienen mis vecinos de mierda. Un motor tan expansivo que no deja espacio libre ni final que anhelar. Un motor cuya energía me traspasa y cuya dinámica circular me vence día a día.

Azarcón

2. m. Pint. Color anaranjado muy encendido.
Como el de la cupé Chevy, o el del Torino. (Ahora los autos son de colores como “gris Islandia”, “rojo Syrah” o “gris Dolphin”).
O como el del paquete de Cerealitas.

Cuestión estadística

Se mudó la mina que le gritaba (¿y le pegaba?) a su nieta, una criatura de un año. Vino una familia donde los padres les gritan a sus hijos y los niños les gritan a sus padres.
Se fue la vieja ruidosa y desconsiderada. Vinieron unos jóvenes ruidosos y desconsiderados. Se llevó a la mucama descuidada. Vino otra mucama arrastramuebles.
Se fueron los anteriores administradores, que postergaban sin fin las reparaciones. Los reemplazó otra administración que posterga las reparaciones.
Se fue la mina que se adueñaba de las reuniones de consorcio. Otra mina se adueña de las reuniones. Y esta es capaz de hacerle una cámara oculta al portero para escrachar alguno de sus microemprendimientos.
Comparte la Comisión con el otro psicópata, el que –a propósito– ponía la música al palo cuando yo estaba enferma, el que le dijo a la vieja conchuda que no me diera el gusto y no se mudara. Va a una reunión por primera vez desde que vive acá, y va decidido a ocupar un lugar de poder. Se gana a los presentes diciendo que todos tenemos que ser solidarios y que ser solidario también es cerrar la puerta del ascensor. Les resulta tan sensato y ejecutivo que lo votan unánimemente, y yo, que lo escucho maltratar a sus hijos a diario, me notifico de que es más siniestro de lo que pensaba.
Parece que es una cuestión estadística, de probabilidades. Si vivís en un edificio, sí o sí te va a tocar gente así, gente que tira basura a la planta baja, gente con perros, gente que escucha la música fuerte, gente que cree que su ombligo es el límite del mundo, gente que grita, gente que saca la basura cuando quiere y te llena de olor y cucarachas el palier. Gente que se caga en los demás.
Gente que con un poquito de poder muestra su hilacha, como aquel personaje de Olmedo, el que decía “éramos tan pobres”, que aspiraba a la subgerencia. Cuando el gerente (Portales) le decía que estaba a un paso del cargo y le preguntaba cómo actuaría si ya fuera subgerente y vinieran los empleados a pedirle aumento, Olmedo se sacaba y decía: “¿Aumento? ¿Quieren aumento? Aumento… ¡De acá!”.
Gente que propone un recargo del 20% si te atrasás 10 días en el pago de las expensas. Gente que apoya esa moción. (La sottoscritta no, pero, maravillas de la democracia, pierde la votación).
Y hay que bancarse cuando muestran su laya de usureros, de soberbios, y te pasan por la cara que ellos tienen (módicamente) guita: que les da para el auto, y para el garaje, y para comprarse el aire –y para ensuciar el patio cuando lo instalan–, y para las vacaciones, y para garpar las expensas en tiempo y forma.
Y decí que en este edificio no hay privados, y que no hay gente que mea en el palier, como se desprende del papel pegado en la entrada que vi en otro edificio hace poco, en el que advertían que, si descubrían al meón, lo iban a sancionar económicamente.
Seguro que las casas, los PH, los dúplex, los countries, etc., tienen sus respectivas series estadísticas que aseguran padecimientos análogos. Habrá que pedirle a un discípulo de Paenza que averigüe cuál es el lugar más llevadero, dónde es más factible tener lejos a gente como esta.
Porque a mí no se me ocurre nada…

Castro Barros – Miserere (Sur)

CAS – CO
BO – MA
VI – LO
ES – VEIN
UR – LA – CA

CASCO BOMA VILO ESVEIN URLACA

CASCOBOMAVILOESVEINURLACA


Este es el primer tema propio de Los Bosques Negros del Piso, una banda tributo que quiere liberarse del encasillamiento de hacer únicamente covers. Hace más de diez años que no puede salir de mi cabeza, pero tal vez lo logre antes de la segunda parte de “Hey Donco!”.
Me costó mucho escribirlo porque una de mis fobias hace que no viaje en subte, pero acá está...

Las estampitas de León

León Gieco forma parte del culto que ha transformado a Osvaldo Pugliese de músico reconocido en estampita contra la mala suerte. El propio León se ha convertido hace un tiempo en la imagen de la estampita de las buenas causas, en el artista símbolo de las luchas sociales, los derechos humanos, las fábricas recuperadas, los pueblos originarios, la solidaridad y la memoria.
Dentro de estas actividades, patrocina a un seleccionado de minusválidos cuya peripecia se publicita en una película de reciente estreno. En ella son presentados como freaks en escenas como la del muchacho sin brazos ni piernas que camina sobre sus muñones en una canchita de fútbol con la camiseta de la selección, o en las imágenes temblorosas de un backstage tomadas, según anuncia un sobreimpreso, por Fulanita Nosécuanto, a quien antes vimos hablar sin su mandíbula y usar una computadora con sus manos deformes.
La lógica que lleva a la realización de la película, más que tratar de mostrar la superación de estas personas, pretende hacerles creer que su superación es más superación por aparecer en los medios, que sus habilidades son más extraordinarias porque los apadrina León y de su mano coprotagonizan una película, los auspicia Página 12 y cantan en el Luna Park y en la Casa de Gobierno. Pero ninguno de ellos es Michel Petrucciani, ninguno de ellos tiene un talento particular.
La película no sólo quiere demostrar que aun los discapacitados pueden hacer cosas. Se siente obligada a probarlo, y entonces filma a la chica en cuestión, cámara en mano, filmando. Procura aleccionarnos y emocionarnos con sus logros mientras pregona un bienpensar que se sintetiza en el eufemismo “capacidades diferentes”. Sin embargo, creo que celebrarles cada cosa, por ejemplo unos gritos semisacados a cuento de nada, y mostrarlos en una película, es minusvalorarlos.
Y aunque los discapacitados puedan hacer algunas cosas, y aunque quieran vendernos que no hay límites, no todos podemos hacer todo. Yo no puedo coger como Rocco Siffredi. Y me la tengo que bancar.
Gieco, al fin y al cabo, no se diferencia mucho de McDonalds, que tiene un programa en el que algunos minusválidos trabajan en su corporación, creo que haciendo panes, o algo así. McDonalds muestra su compromiso social, y, de paso, les extrae plusvalía aun a los mogólicos. Él se rodea de discapacitados y le saca más brillo a su imagen de estampita.
Últimamente, León se ha presentado en el Estado de Israel, en un festival organizado por el portal sionista Argentina.Co.Il. El cantante justificó su visita con un argumento de otra estampita, ya pasada de moda: la del artista que canta para la gente, y no para los gobernantes.
Dijo al periodismo: “Vengo de una gira en España, donde unos chicos me intentaron convencer de que había que boicotear a Israel. Les pregunté: ‘¿A qué Israel? ¿Hay una sola?’. En Israel hay de todo, como en la Argentina. ¿Acaso hay que boicotear a todo un pueblo porque nos guste o no la política de su gobierno? Yo vengo a cantarle a la gente, a cantar por la paz como lo hago en cualquier parte del mundo”.
Aquel pretexto podría ser válido en el caso de un pueblo oprimido por una dictadura, o una situación similar. Sin embargo, en Israel fue ese pueblo al que él se dirige el que en la última elección votó en masa a la centroderecha (!!!!), que llevó adelante la última carnicería en Gaza; a la derecha, que se opone a los acuerdos de paz y aboga por más ofensivas militares; a la extrema derecha xenófoba, cuyo mayor representante es el canciller Lieberman, que viene a la Argentina y es huésped de honor de la AMIA y la DAIA; a la ultraderecha fundamentalista, que logra que no se exhiba una réplica de la estatua “El Pensador” en Jerusalén por considerarla obscena.
Es chocante el tono de superioridad con el que minimiza a quienes promueven el boicot, llamándolos “chicos”, como si se tratase de una movida impulsada por adolescentes rebeldes. Y el relativismo con que pretende atenuar los actos de Israel es aun más desagradable. El único Israel que se conoce es ese, el Estado construido sobre la tierra palestina, que viola impunemente la legalidad internacional, que asfixia económicamente a los palestinos, que los masacra de tanto en tanto y que, en definitiva, pretende aniquilarlos.
La liviandad con la que juzga los actos del Estado genocida es definitivamente escalofriante. Según él, son acciones que se enmarcan dentro de lo opinable. Así, para Gieco, el supremacismo, las masacres, la usurpación de tierras y la limpieza étnica no son siempre condenables, sino que son materia de discusión.
Aunque es cierto que hay quienes impulsan otro Israel, aquel cuyos límites son el Éufrates y el Nilo. Algunos de ellos están en el gobierno del país, algunos de ellos visitan la Argentina, algunos de ellos los respaldan desde la Argentina.
Por lo demás, entre el pueblo al que le cantó Gieco se infiltraron diplomáticos, e incluso el intendente de la ciudad de Rishon Lezion, donde se realizó el evento…
Gieco persiste en la semántica de la estampita, diciendo que canta “por la paz” y que lo hace en cualquier lugar del mundo. No tengo noticias de que lo haya hecho en Gaza, ni en Ramalá, ni en Nablus, ni en los campos de refugiados palestinos en el Líbano, ni en los pueblos y ciudades libanesas arrasados en las diversas ofensivas israelíes, ni junto al muro de apartheid levantado por el Estado carnicero.
Finalmente, León termina figurando en la estampita sionista junto a los engendros creados por Cris Morena, que tienen un gran éxito en ese país y que lo visitan para sacarse fotos en el Muro de los Lamentos y manifestarse conmovidos por la tradición de ese lugar y por la cultura judía. Pero no cruzan al Santuario Noble, ni oran en la Mezquita Lejana, ni hacen una mínima referencia a la ocupación, al bloqueo o al sufrimiento indecible del pueblo palestino, tanto en sus tierras como en la diáspora.
En ese sentido, hasta Obama es más progre que Gieco.

jueves, 16 de julio de 2009

No tengo hambre. Tengo sueño.

Si no comés, te morís. Si no dormís, también. Si no comés lo que tu cuerpo necesita, se va a resentir y va a funcionar mal. Si no dormís lo que tu cuerpo necesita, también. Si la alimentación insuficiente se mantiene durante un cierto tiempo, tu capacidad física y mental va a mermar, vas a ser más proclive a enfermarte, etc. Si el descanso insuficiente se mantiene durante un cierto tiempo, también.
Sin embargo, el hambre suscita una consternación y tiene una prensa de las que el sueño carece. Así, es agotador tratar de explicar el agotamiento. No sólo en la conversación cotidiana: también es arduo explicárselo a un profesional. Y si es difícil explicarlo y que te entiendan, más complicado es lograr el consenso necesario para que un reclamo por este tema no se diluya visto como la forma de llenar el tiempo de una maniática.
(Casi) todos los días pasa algo. Un vecino se muda el sábado a las 7 de la mañana, y me despiertan las voces de los fleteros, la chicharra del ascensor pitando en vano y los muebles arrastrados. Esa tarde, los hijos del vecino de arriba pasan el fin de semana con él y su nueva mujer, y a la hora de la siesta se entretienen corriendo por el departamento y saltando sobre mi cabeza. Y cuando no están los chicos, me despierta cuando se levanta, a las 5,30, y cuando llega tarde, a las 11 de la noche. Si no, es su chica, con los tacos, o abriendo con fuerza la puerta corrediza del placar empotrado en la pared de la cabecera de mi cama a las siete y media de la matina.
Están demoliendo en la otra cuadra, y las excavadoras y los martillos neumáticos empiezan a las 8 de la mañana. Otro instala el cable, o la reja en el balcón. Y otro cumple años, y, claro, tiene derecho a festejar. En la madrugada, algo hace vibrar la ventana, y me despierta. Alguien tira petardos fuera de fecha, y también me despierta, y las sirenas subsiguientes me hacen pensar que fue un tiroteo. La cama del tipo de arriba está hecha mierda, y cruje cada vez que el chabón se mueve; y me despierta con la sensación de que alguien golpea la puerta de mi pieza. Y la siesta es imposible, por la sobredosis de adrenalina y, sobre todo, por los niños que a varios pisos de distancia hacen vibrar las paredes jugando al fútbol en la cancha de su living.
Es engorroso expresar el sopor cotidiano, la fatiga diaria, la persistente disminución de la capacidad intelectual. Es angustiante vivirlos y previvirlos. Es un esfuerzo hablar del temor ante cada despertada, por cuánto tardaré en dormirme de nuevo, por cuánto tiempo me va a llevar. Es muy arduo que entiendan el temor ante la última despertada, cuando sé que si no me duermo rápido, si no duermo esa horita extra, voy a malvivir otro día somnolienta y agotada.
Es incómodo explicar la fallida intención de minimizar el tiempo perdido dando vueltas en la cama (o el temor a perderlo) con las varias drogas que me recetaron últimamente. Es extraño notar que en esas despertadas la cabeza se me enciende más, como si buscara pensar en cosas gratas, como si buscara imparablemente crear cierta química placentera, y me hace pasar más tiempo sin dormir. Y aunque no tengo que cumplir horarios, es apremiante el paso del tiempo, en especial el de los momentos en que hay silencio, que son aquellos en los que más difícil me es reconciliar el sueño, seguramente porque me encamina el fin instintivo de gozar más plenamente la calma.
Un médico consideró que tenía pánico cuando le expliqué que no puedo dormirme si sé que va a pasar algo ruidoso (por ej., los lunes que viene la sonora mucama de arriba). Una vez que me despierto, no me puedo dormir por horas, aunque el ruido no sea continuo, tratando de evitar otra despertada desagradable, como si el cuerpo, el inconsciente o no sé quién buscara protegerse.
Y tenés que escuchar a los pelotudos que minimizan lo que decís repitiendo la pelotudez esa de que ya tendrán tiempo para descansar cuando se mueran. Pueden quedarse tranquilos, porque el deterioro de la salud debido al descanso insuficiente va a hacer que se mueran antes… si tienen la suerte de que la falta de reflejos que es consecuencia del cansancio no los hace pegarse un palo con el auto. Y aunque no tengan esa desgracia, la vida que pretenden no perderse con insignificancias como dormir será de una calidad menor, y estarán menos lúcidos para disfrutarla.
Y te cruzás con los resentidos que descalifican al que quiere dormir mucho porque parece que les molesta que uno duerma hasta el mediodía. Como ellos no pueden, porque tienen que pagar todos los gastos que les permiten sentirse de clase mierda, no quieren que nadie pueda. Se miran al espejo y saben que son una mierda, que tienen una familia de mierda, unos hijos de mierda, una jermu de mierda. Pero no pueden desmarcarse del guion que los lleva a laburar para irse de vacaciones, para comprarse el aire, para mantener ese depto del orto, para comprarles la Play a los chicos y amenazarlos con no dejarlos jugar durante toda la semana porque se portaron mal.
Y no falta el idiota que te dice “andate al campo”, o el que afirma padecer más o menos lo mismo sin enfermarse, y un millón de boludos que desestiman tu sufrimiento.
Incluso desde su lógica antihedónica dormir mal es negativo. No sólo no podés rascarte el higo y hacer nada despreocupadamente, no sólo el espíritu se te encoge cuando te hacen sentir que es inútil quejarse, que forma parte de lo inherente a la vida en un departamento, en una ciudad: el rendimiento psicofísico decae, y puede incapacitarte, impidiéndote estudiar, trabajar y demás cosas valoradas por esa gente.
Si tu alimentación es insuficiente, sos menos persona: podés hacer menos cosas, y no podés hacerlas bien, y terminás enfermo. Si tu descanso no es reparador, también. Pero eso no sólo no le importa a nadie. Ni siquiera lo registran.

Polisemia (II)

La Tigresa tiene que comenzar a trabajar con el recto.

(Lo dijo Príncipi, no lo dije yo).

Una casa con diez pinos

¿Dónde mierda hay un lugar
donde pueda descansar?



Nunca más, en la ciudad un jardín…


AAAAAAYYYYYYYYYYYY!!!!!!!!!!!!!


Un jardín bajo el sol antes de morir.

La chica que ayuda en casa

Así se refieren muchas señoras a su sirvienta.
Pero no “ayudan”: la ayuda implica desinterés, hacer algo de onda, sumar esfuerzos para un fin común.
Y si limpia el inodoro donde garcás, vieja adinerada (o no tanto…), no es por buena voluntad: es porque le garpás.
No te ayuda. Es tu empleada. Sos su empleadora.
Hacete cargo.

¿No se habían muerto?

Me despierto después de clavarme pastillas varias y de –sólo cuando hicieron efecto– dormir cinco horas de un tirón.
Las brillantes líneas de sol que traspasan la persiana me avisan que dormí más de lo esperado. Son las dos de la tarde. Me levanto, hago pis, y, antes de dormirme de vuelta, antes incluso de decidir qué hacer, escucho que llega el pelotudo del piso de arriba con su nueva mujer y los hijos de su matrimonio anterior.
Me sorprende mucho su llegada. No porque sea un fin de semana de los que no les toca pasar con el padre, sino porque estaba seguro de que habían muerto.
Yo mismo los maté al menos seis veces ayer a la tarde, y también en la madrugada, para paliar mi desvelo.

Ya habrá lugar y momentos

De pronto, y sin explicar jamás el porqué, me extirpó de su vida.
Eligió un modo adolescente de hacérmelo saber. A veces, perverso, como cuando me decía “llamame, que, si estoy, te atiendo”, y ya tenía decidido no atender el teléfono. A veces, burdo, como cuando me saludaba con una frialdad mal teñida de naturalidad que resaltaba mucho más por el contraste, premeditado y enorme, con el cariño de unos meses atrás.
Durante todo ese último año de colegio, su actitud contribuyó a enardecer el desconcierto y la desesperación propios de un tiempo en el que, como dijo uno de los novios de S., se nos acababa la vida (esa vida, en la que habíamos encontrado un lugar y un reconocimiento).
Los últimos días de clase tuvimos que votar para elegir al profesor que diría unas palabras en el acto de fin de curso. Previsiblemente, ganó ella. Su discurso fue apenas ruido, frases de circunstancias que no decían nada y que nos presentaban a todos más o menos iguales, dentro de la misma bolsa.
Luego, nos entregó a cada uno un sobre. No sé si todos contenían lo mismo, pero el mío tenía una fotocopia de un texto de Galeano. Abajo había escrito:

Queridísimo Xxxxxx:

Hasta cada día…
Que tu luz “te” ilumine y permitas que encienda a los demás… Te quiero mucho…
Dios te bendiga y te acompañe en todos los caminos que emprendas siempre… (Aunque no te guste) Hijo mío…
Hasta siempre, en otro lugar y otras circunstancias.
Un besotote grande.
Silvia Mercedes


“Hasta siempre”, lo sabía, equivale a “hasta nunca”. Y el trato deliberadamente distante que tuvo esa noche lo ratificaba. No recuerdo cuántos meses-años después lo encontré, y releí sus palabras. La tristeza, la bronca y el vacío se sintetizaron en las ganas de decirle: “Me di cuenta siempre de que me estabas pelotudeando. Sabelo”. Agarré el sobre con la notita, fui hasta su casa y se lo dejé en el buzón del edificio con unas líneas que decían que me lo diera de nuevo el día que fuese verdad lo que me había escrito.
Nunca hubo otro tiempo y otras circunstancias. No podía haberlos porque no puede haberlos, porque no hay nada que no sea el aquí y ahora que nos atraviesa mientras lo atravesamos.
Sin embargo, sabiéndolo, optamos con frecuencia por la posposición. Esa elección puede tener diversas motivaciones.
Tal vez no nos sentimos en condiciones de afrontar una situación, y apostamos al batacazo de que en ese tiempo impreciso todo sea (¡parezca!) igual, salvo nuestra confianza.
O no es más que una frase de ocasión cuyo único fin es sacarte del medio pateándote para adelante, casi como quien te dice “ya vas a encontrar alguien que te quiera” en lugar de decirte “yo no te voy a querer ni locx”, esperando que en ese otro tiempo no estés, que te canses de esperarlo y te vayas sin que sea necesario poner el cuerpo y los argumentos para echarte.
O la soberbia de quien dice eso lo lleva a pensar que está en condiciones de prever los hechos, como un ajedrecista ve varias movidas con antelación.
O su omnipotencia se revela en ese presunto conocimiento del futuro, o en dar por sentado que viviremos para ese hipotético entonces, que no nos va a pisar el 172 que se subió a la vereda en José María Moreno y Guayaquil.
O se inscribe en la lógica de la publicidad, o en la del histeriqueo (que manipulan y exacerban el deseo para satisfacerlo momentáneamente con el único el fin de reavivarlo, o para satisfacer exclusivamente el deseo de quien sólo tiene el deseo de ser deseadx), o en la de la religión (que habla de un futuro al cual accederás sólo si te lo ganás. Sufriendo).
O quizá no son más que unas palabras (casi) automáticas, una expresión de deseos.
Puede haber muchos motivos. No importa. Porque lo que no hay es tiempo.
Ya no hay tiempo.
No hay tiempo que no sea este tiempo.

"El fantasma", de Anderson Imbert

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo, sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Conque eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y, sobre todo, ¡qué inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha...Todo, todo estaba igual. Solo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada!
–Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo –pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
–Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos, me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver –jaula vacía– y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
–¡No entres! –gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido, y, al sentirlo exánime, lloró y lloró.
–¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! –gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia? Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver, y a su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera, como si se disputaran un dulce; frenaron de golpe, poco a poco se acercaron, y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos. Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, tan insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de la pupila de un ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de su casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡Claro!... Qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando a las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo “¡Adiós!” sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.