miércoles, 27 de mayo de 2020

Run, baby, run

En los cuarenta y seis días que lleva la ex-cuarentena, a la cual algunos integrantes de la infectologocracia que nos gobierna quieren transformar en setentena o centena, salí a caminar como mucho media de docena de veces. Perdí la cuenta, pero por ahí anda. Dar una vuelta más o menos larga, más o menos corta, con la bolsa de las compras (el salvoconducto de este tiempo) en la mano. Y ahora también con el barbijo, que me sofoca y, sobre todo, no me deja hablar conmigo en voz alta, cosa que suelo necesitar porque no tengo con quién hablar, y que se hace difícil en casa cuando vivís con otra persona.
Esta vez, como muuuuuuchas veces, venía durmiendo mal. Esta vez sé que eran tres días seguidos en los que me desvelaba y no podía retomar el sueño, y me quedaba todo el día con esa sensación de mediasombra derretida en los ojos. Y sientiéndome un poco mejor en la madrugada, cuando todos se calman, lo que hace que me acueste tarde y que logre dormirme cada vez más tarde, y me levante aún más tarde, en un ciclo irrompible y desmoralizante. Esta vez dormí menos de lo que suponía necesario para sentirme bien y, sin embargo, me sentí bien.
La cama tira, chupa y te atrapa. Y esa nochecita salí sólo porque me había dicho muchas veces de salir, porque si no me quedaba. Agarré la bolsa, y cuando pasé por la plaza donde a veces corro, fantaseé con empezar a correr. Me demoré un poco en la esquina, esperando que la gente que iba por la vereda de enfrente terminara de alejarse, que nadie de los que estaban en el chino mirara para mi lado, y cuando iba a arrancar, en el fondo de esa cuadra, reconozco la campera celeste de un policía doblando la esquina, andando en bicicleta por la vereda.
Carrera suspendida.
Doblé, me alejé sin rumbo, y al llegar a la avenida casi vacía dudé sobre si tenía luz para cruzar o no. Creo que sí, pero se me ocurrió esperar unos segundos, hasta que la luz del semáforo peatonal quedara quieta en rojo, para cruzar corriendo. Todo el running al que podemos aspirar en este tiempo.
Seguí caminando, doblé, seguí siguiendo, y, al volver por la calle que bordea la autopista, fantaseé con correr una cuadrita, pero recordé que suele haber policías en la bajada de la AU. Así que no.
En vez de doblar en busca de la bajada, seguí derecho, llegué a la avenida, y esta vez la desolación hizo irrefrenable el deseo.
Corrí una cuadra, paré en la esquina, corrí otra más, y lo mismo en la tercera, cuando terminó de pasar un idiota que caminaba despacio mirando su celular. En la cuarta cuadra me acordé de las casas tomadas que hay frente al playón de los camiones, y que suele haber un policía de consigna enfrente, como controlando la cosa. Entonces, dejé de correr antes de la mitad de cuadra, justo cuando, a lo lejos, en el edificio de la esquina, vi salir una mujer joven.
Listo, terminó la carrera, algo de sudor y una sonrisa. Vuelvo a casa. Camino una cuadra, la (otra) avenida, y solo faltaba la cuadra en subida para llegar a la esquina de casa. Miro, no hay nadie, vuelvo a mirar. Vamos.
Una más.
En la esquina hay más movimiento, gente con perros, el chino a lo lejos, el garaje. Enough. (El forro de mierda de arriba, que me saluda con tono seco: andá a caretear educación a otro lado, violento).
Antes de bañarme, pude correr dos cuadras más, esta vez sin parar. Y la dopamina que liberaba cuando llegué a ducharme era total. ¿Cómo sería la vida así? Sintiéndome bien después de dormir, después de correr, después de coger. Me hizo acordar a aquella vez, por Guido y Callao, luego de ver a cierta persona con la que logré acabar cuando parecía que no, y volvía caminando bajo la luz nocturna de la avenida con la vibración del orgasmo todavía en el cuerpo.
¿Cómo será que eso pase tan frecuentemente como para que sea parte de la cotidianidad, de lo dado, casi tan esperable como respirar? ¿Cómo será poder hacer que eso suceda? ¿Cómo sería la vida con eso?
Las otras veces que últimamente salí a correr, a escondidas, como si estuviera por cruzar el muro de Berlín, corrí más, pero no tuve la sensación pletórica de esta vez. Ni esto puedo hacer que pase seguido.

Juntos a la par

Venía de no poder comprar dólares, aunque me quedaba la mitad del cupo mensual; maldiciendo, después de la caminata y la espera, a esta clase dirigente que nos quiere pobres, y procesando lo que me había dicho el de la casa de cambio, que incluso giró la pantalla para que yo viera la prueba de mi suspensión decretada por la autoridad monetaria, aunque no vi nada porque mi miopía es enorme. Los muy mierdas ponen reglas, hasta 200 dólares por mes, y ellos mismos las quiebran cuando no me dejan comprar lo que desde su Poder permiten, impidiéndome que trate de proteger los ahorros que me quedan. Porque, como todos sabemos, nuestra plata vale solo si ellos dejan que valga.
Antes de llegar a Florida, mi visión periférica reparó un instante en esa chica atractiva, cuya ropa, que apenas recuerdo, sin precisión, como un trajecito y, con más certeza, una pollera, hacía juego con el color té con leche del edificio del banco. Unos pasos más y estaba a su lado. Entonces, me dirigió la palabra: teléfono en mano, me preguntó si sabía cómo llegar al "Palacio San Miguel". Busqué rápido en mi cabeza y así de rápido supe que nunca lo había oído nombrar. Se lo dije, y una neurona extra, quizá por ver el teléfono y asociarlo con la posibilidad de buscar en internet, sumó las palabras inesperadas y decisivas: "Pero, si sabés la dirección, te puedo decir".
Me respondió que quedaba en Bartolomé Mitre y Suipacha, y, en efecto, pude indicarle el camino: derecho por esta hasta Suipacha, "serán dos o tres cuadras", y ahí una a la izquierda. Nunca me acuerdo de cuál es Suipacha y cuál Esmeralda, pero mirando los carteles no te podés perder. Ella siguió su camino, y yo también, a paso más lento.
Creo que no era tan linda de cara, aunque tenía bastante producción, una inversión en uñas y pelo negro full de peluquería. Lo más llamativo, sin embargo, fue la absoluta naturalidad con que construyó el diálogo, más rescatable porque a veces me pasa eso de ver a gente que notoriamente está buscando un lugar y aun así evita dirigirme la palabra. Ni siquiera en el momento posterior a cuando le dije que no sabía sentí el ruido de frustración que sería esperable.
El semáforo la detuvo al llegar a Diagonal Norte y me permitió alcanzarla de nuevo. Quedé dos o tres metros a su izquierda, y desde allí, acercándome un poco y levantando la voz otro tanto, le señalé la calle que asomaba detrás de la plazoleta seca y triangular con el monumento y le dije, "esta no, la otra". En la cuarta relectura de este texto me viene la imagen de que estaba, de nuevo, mirando el teléfono. Algo de incertidumbre percibí en su rostro, en sus palabras (que no recuerdo) o en su lenguaje corporal, y entendí que lo inequívoco sería llegar a esa calle y entonces sí indicarle "tenés que doblar en la próxima".
Se lanzó a cruzar la avenida y la imité, mientras hablábamos. De pronto, desde su lado se nos vino encima una sombra con motor, algo que solo puedo referir como un vehículo, porque no sé si era auto, moto o colectivo, y tuvimos que correr. En el devenir del diálogo, y con los varios segundos en los que no pasaba nadie, no me había dado cuenta de que estábamos cruzando mal, aunque, digamos todo, la ubicación de los semáforos en esa esquina oblicua es muy poco intuitiva.
Los metros de la plaza seca fueron los últimos que compartimos: aproveché los leds del estacionamiento que se veían a lo lejos, antes de la siguiente esquina, para darle la indicación definitiva y doblé a la izquierda en Esmeralda (tengo que mirar el mapa para acertar el nombre). Mi idea era doblar a la derecha en Mitre y así coincidir de nuevo con ella en la esquina que era su destino: quería ver, como cada vez que me preguntan una dirección, si mis indicaciones fueron útiles. A unos metros de la esquina del "palacio", me detuve, esperando que apareciera en mi campo visual sin entrar yo en el de ella. Pero no apareció nunca. Pasaron tal vez un par de minutos, se hizo obvio que no iba a aparecer, y me asomé a la esquina, con la ilusión, quizá, de verla, cerca, hablando con alguien, con quien se iba a encontrar. Eso no sucedió.
No creo que haya caminado más rápido que yo, porque le metí algo de velocidad a mi paso; tal vez fuera a un lugar cercano y el "palacio" sólo fuese una referencia. No lo sé. Como tampoco sé con qué palabras me despedí. Lo único cierto es que por primera vez en años crucé una calle mirando a alguien, hablando con alguien.
La fugacísima imagen de ella corriendo, recortada en un fondo quemado por el sol que encandilaba desde el obelisco, quedó impresa como la que sobrevive en la pantalla de una tele vieja cuando se corta la luz. La de los dos juntos tengo que reconstruirla en mi cabeza. Solo la vieron las cámaras de seguridad, que todo lo registran, pero que no pudieron cargar esa imagen con todas las demás que tienen de mí. No me reconocieron.