martes, 30 de diciembre de 2008

Feliz Navidad

Aunque fuera intuitivamente, yo no quería avalar esa payasada. Mis viejos llevaban tiempo durmiendo en habitaciones separadas (de hecho, una vez, bastante más adelante, me di cuenta de que nunca los había visto besarse), y ya sabía que mi vieja tenía otro, al cual se lo había presentado mi viejo. Y si lo sabía, no era por ser Sherlock Holmes precisamente.
Pero era Nochebuena, y la puesta en escena de la familia era un deber. ¡Mierda, cómo es la memoria! No logro recordar si el quilombo se armó esa misma noche o si esa vez fue una previa del real one, que habría pasado, entonces, el 31.
La cosa es que me llamaron a la mesa, y dije que no quería comer. Insistencias recíprocas preanunciaron el escándalo: enojos, gritos, insultos y todo el rocanrol. Tampoco me acuerdo de si, finalmente, fui al comedor o no. Tengo una imagen de estar bajo la mesa, como escondido y a la vez protegiéndome; pero tal vez sea de una trifulca anterior.
Sí recuerdo que mi viejo se fue de casa, y volvió recién a la mañana siguiente. Y que ese fue el comienzo del fin de esa puesta en escena, o, al menos, un hito en su desenmascaramiento puertas adentro.
Menos aún recuerdo cómo fue la vuelta a la deforme normalidad que practicábamos. Lo que tengo bien presente es que en un estante de la biblioteca de mi habitación dejé a mano la trincheta que usaba en actividades prácticas, de hoja troquelada y breve, con la intención de usarla para defenderme si había cachengue de nuevo.
Después empezaron a desfilar los psicólogos (García Coto, Méndez y los demás ameritan sus buenos posts liberadores), y mis viejos seguían en su mentira, diciendo que se querían. Tres meses después calculo que se separaron. Digo “calculo” porque mi viejo se fue de casa y ya no volvió, pero a mí nadie me avisó de nada.
Seguramente para esa época fue cuando quisieron regalarme una camisa muy blanca, con las mangas muy largas para atármelas a la espalda, como decía Geniol. Pero tampoco me avisaron, y ya sólo es parte de la leyenda.


Esto lo posteó Leonor Silvestri en su blog:

Estoy hablando con mi amigo uruguayo Aquiles. Aquiles, qué bello nombre, es mi amigo dominante uruguayo, que nunca ha querido ser mi dominante, pero es mi mejor amigo BDSM, es el que me cuida siempre, y me protege y me asesora desde el otro lado del río.
Aquiles, nunca me cansaré de escribir ese nombre y escucharlo en mi cabeza, tiene un nene de 6 años a quien durmió una vez con una canción de Zitarrosa sobre el hijo de una negra esclava.
Drume, drume negriiiitoo, que tu mamá está en el campo, negrito, trabajando sí, trabajando todo el día, trabajando sí.
No me acuerdo cómo sigue la canción, pero esa canción es uno de los pocos recuerdos felices con mi propio padre, a su vez descendiente de africanos (mi abuela Helena contaba la historia de su bisabuela comprada en Cabo Verde y traída a la Argentina, aunque ya debo estar yo también inventando y la abuela ya no está para preguntarle). Drume, drume negrita, me cantaba mi papá, y es cierto que yo entonces me veía más mulatita que ahora. Y mientras Aquiles me cuenta esto, yo no puedo evitar el deseo irresistible de largarme a llorar, y de escribirte esto, para no olvidarme de que yo me merecía otra cosa, otro padre, un padre quizás como el que tiene el hijo de Aquiles. Escribirlo para no olvidarme, y no perdonar jamás los abusos de poder, la violencia física, las vejaciones psíquicas y verbales a las cuales ese tipo me sometió durante todo lo que viví y me comuniqué con él y que empezaron desde mi más tierna infancia, no olvidarme y no perdonar jamás, a pesar de que alguna vez me cantó esa bella canción sobre esclavas negras.

A raíz de ese post y de las fechas que atravesamos, pensaba en el par de veces que coincidimos en su casa mi viejo, yo y su “asistente”, a quien, cuando recién apareció, yo llamaba “his boyfriend” entre mis conocidos, y resultó que era puto nomás, pero ahora tiene otro macho, activo y no platónico.
O que coincidimos allí, o en su oficina, él, yo y mi vieja, y alguna vez también la persona que lo cuida, que es aquel ex de mi vieja. Y un par de veces se reunió sin proponérselo toda la familia extendida: mis papás, mi ex nuevo papá, el novio de mi papá y yo. Y me sentí sucio, sentí un repelús que podría medirse con un electroencefalógrafo, y traté de no pensar mucho en eso. Trato de no pensar en eso y de vivirlo con la naturalidad del olor que golpea cuando se cruza el Riachuelo.
Sin duda, era más sano cuando revoleaba cosas y manifestaba, del único modo que podía, su caretez, su enfermedad contagiosa. Pero seguir en esa línea llevaba a la muerte a alguien, y nunca me animé a dar ese paso: siempre primó en mí un instinto de autoconservación.
Ahora sé jugar su juego de “acá no pasa/pasó nada”. Y callo. Pero no quiere decir que no vea. Y a veces no da para más la caretez: se hace difícil la simulación cuando pasás una Navidad sin pan dulce, un cumpleaños sin sanguchitos, tres meses sin otra piel, una veintena de inyecciones sin mejoría, un año y pico sin descansar reparadoramente, un laburo en negro en el que te comen el último sueldo y medio y la garca del orto estafadora quiere llevarte a la Justicia (sí, ella a mí).
¿Y vos querés que siga diciendo que estoy bien, que me siento mejor? Trato de ser polite con quien lo merece y de mostrarme “normal” (“¡ah!, pero es normal”, dijo la amiga de una de las personas a las que mis viejos les pagaban para que me dieran bola, y “dar bola” siempre excluyó coger), porque la pregunta “¿cómo estás?” no es más que formalidad. Pero ¡está todo mal, la puta que lo parió!
No sé si lo posteo para recordarme, justo hoy, dónde estoy, y que soy la mierda que ellos armaron y que no pude desarmar. Para recordarme las humillaciones, el odio y mi fracaso vital.
Que aún no salí del agujero negro de mi infancia.
O quizá para invocar al universo, o a mis neuronas, a ver si se alinean y configuran –o me presentan el know-how para configurar– lo que nunca tuve, lo que no sé cómo se hace porque nunca lo vi, y puedo hacer algo yo. Si resueno en alguien y nos realimentamos, y me confirmo que merezco otra cosa, que puedo construirla, y arranco.
Y me libero.

Abstinencia de piel

Llevo semanas, ya meses, sin tocar otra piel.
Llevo meses, ya años, sin encontrar una piel distinta y acorde, cuyo roce me vivifique. Y alimente lo que siento que flaquea en mi pecho.
La que consigo es de la mala, está cortada (en el vientre, en la muñeca); raspa, repele, es áspera o distante. Discuerda.
Y la mía está marcada, descamada; y parece que no vibra, porque no tienta a nadie a probarla.
Pega el sol en el bíceps descubierto de quien parece ser un@ trabajador@ sexual –por la estatura, presumo que un trava–, y mis ojos no van hacia sus tetas, ni hacia el orto, ni hacia el bulto. Quiero tocar ese bíceps.

Toy reas tinente.

Soundtracks (no me regalaron el mp3 para Navidad)

Tie your mother down, de Queen, en Carlos Calvo entre Lima y Santiago del Estero, una noche, en el recreo del colegio.
You’re killing my love, de Roy Buchanan: una madrugada, en el aire de Avellaneda; una noche, en el de San Andrés. (En esta última yo tuve que ver y quise cerrar un círculo, o al menos darle otro trazo a la historia). También en el balcón de un hotel de Foz do Iguazú, una noche, con una Skol en la mano y el olor de la veterinaria de abajo en el aire.
Riders on the storm, de los Doors, una noche, volviendo del colegio, por Humberto Primero y Sánchez de Loria.
Lo Reedooo: Ji ji ji, en el medio del pogo, en Cemento, hace 20 años.
Siempre en la pared, de Spinetta: el primer tema que puse cuando laburé en una radio. Pensé que abría un círculo y sólo fue un rayón.
Estaré, por Palo, cuando se fue la vecina patotera que me había tocado el timbre para amenazarme. Volví al living, y en el canal 80 sonaba: “Estaré donde salga el sol, beberé la luz de todos los colores cantando”. (Ojalá que yo también. Ella, en cambio, estará chupándole la pija a su marido barrabrava, mal educando a esos niños Simpson que crio y comprándoles la Play, la compu y una tele por habitación para amenazarlos con no dejar que las usen si se portan mal).
Stormbringer, de Deep Purple, con el volumen en máximo, a las 5.55 a. m., para despertarme porque venía sin dormir y en tres horas tenía parcial. (En esa época no tomaba ni café). Con auriculares, claro.
Un desconocido saxo tenor que conservaba la belleza de la melodía sobre una base de piano, batería y contrabajo, una noche de día hábil por Corrientes, en los parlantes de Liberarte.
Sweet dreams, por los Eurythmics, una fría mañana de sol en Puan y Bonifacio, o por el barrio Cafferatta, algún sábado al mediodía.
Winds of changes, de Scorpions, una tarde ya noche de fines del invierno del 91 en la esquina sudeste de Corrientes y Paraná, o alguna paralela, saliendo de una disquería. (No será gran cosa, pero signó la época. Y “Still loving you” nos signó la adolescencia…).

Me pellizqué el ojo

El blanco del ojo.
Causa más impresión que rasguñar un pizarrón. Hacé la prueba si no me creés.
Y encima me quedó la esclerótica roja, y algunos me miraban con cara de “otra vez sopa”…

Besos entre hombres

Recuerdo que cuando Madonna vino a filmar Evita comentaba su sorpresa por la costumbre porteña que tienen cada vez más hombres de saludarse con un beso. Las primeras veces que vio la situación, pensó que los tipos eran trolos, hasta que la frecuencia le hizo notar que Buenos Aires no estaba llena de putos, sino que era una moda inventada por quién sabe quién.
En un libro de Héctor Chaponick (mucho gusto), encuentro una pista sobre el comienzo de este hábito: “A través de tu libro se siente la presencia de sombras amigas que vuelven como ayer, igual que siempre, con la inocencia, la bondad, la picardía sana o su mochila de tragedia, y la poesía hecha gesto en los brazos abiertos de par en par y el beso en la mejilla cuya liturgia les está reservada a los hombres de la noche”.
En la noche porteña de los años 40 o 50, en la época de la calle Corrientes que nunca dormía, los cabarutes donde tocaban las orquestas de tango y toda esa historia mitofosilizada, había dos cosas que corrían a lo pavote: la merca y la homosexualidad masculina. “Hombres de la noche” bien probablemente sea un eufemismo para referirse a lo que ahora llamaríamos “gente del palo”, y ese saludo, una contraseña; pero también, al mismo tiempo, una revelación de la propia condición ante los demás. Salvo que se utilizara en determinadas circunstancias, cuando la mirada ajena no tuviese tanto peso.
Tal vez desde allí se fue extendiendo concéntricamente, perdiendo parte de su contenido original; tal vez debido a cierto prestigio que da manejar códigos del submundo, como ocurre con algunas palabras marginales cuyo empleo busca dar cuenta de que el hablante conoce ciertos ámbitos.
Como sea, yo, siempre que puedo, doy la mano. Y si puedo evitar el contacto físico, lo evito. A menos que evidentemente se trate de una energía afín, cosa que no me ocurre con los hombres.
Además, ni siquiera es un beso: es un acercamiento de mejillas medio de cotelete, que solo a veces hacen contacto, y que, la verdad, no sé cómo hacerlo bien. Quizá esa sea la razón por la que trato de evitarlo. O una más de ellas.

Gernika



La Mahavishnu

Al comienzo es una onda que deforma el bullicio esponjoso del Centro. Cuando la vereda izquierda de Bartolo (Memitre) desaparece, reconozco que se trata de música. No sé qué es (el sonido de los cines-templos evangélicos es lo primero con lo que la asocio) ni de dónde viene.
Después de cruzar Diagonal –y Bartolo–, distingo la fuente: es un chabón que toca la guitarra eléctrica y que ubicó su amplificador junto al vértice del edificio que era del Banco de Boston, en Florida, donde cagan las palomas. El pibe, rapado, toca sobre una pista, y, a medida que me acerco, me gusta cada vez más lo que escucho. La imagen de enfrente es la de unas rejas, que tal vez protejan una estatua; a su pie, una pareja de empleados, sentados, charla y fuma. Entremedio, la gente no deja de pasar.
Camino lentamente para ver el show sin ser visto. Hay un sombrero en el piso y dos compacts en venta, a cinco mangos cada uno. No estoy en condiciones de dejarle ni un peso sin que me duela, y me da vergüenza blanquearme como espectador. Hago que miro algo en el kiosco de diarios de la esquina y escucho, y mi cabeza apunta a una revista, pero mis ojos, al violero. En un momento queda de frente a la pared, hasta que vuelve a girar, desconectado de todo, salvo de sí en la música. Me mantengo a distancia, y de pronto el sonido me recuerda al de la Mahavishnu, pero hace tanto que no la escucho que por ahí estoy flasheando cualquiera.
Termina la canción, y nadie parece haber reparado en ello ni en él. Quiero creer que le chupa un huevo, me gustaría que fuera así. Toma un sorbo de una bebida oscura que tiene en una botella de plástico, y como no empieza otro tema inmediatamente, me voy. Lo valoro más cuando Florida es un aquelarre incaminable de improbables músicos, y en especial cuando un grupo de varias personas con instrumentos de viento, e incluso con batería, toca una mezcla de reggae, ska o música pachanguera-brasilera y el líder arenga a la gente. Ahí sí hay un corro de público que disfruta de la alegría, el ritmo y el color.
El martes siguiente volví a pasar por Florida y Diagonal, pero en lugar del pibe este había unos cartoneros, o homeless, o ambas cosas. Más adelante, en cambio, los otros tipos seguían con su repercusión callejera entre oficinistas.
Además de la música, luego supongo que puede haber resonado en mí su actitud, a la que en alguna forma hallo similar a la de este blog.

Psicólogos (I) * ¿Mala praxis o mera pelotudez?

Urgida por las señales desesperadas que me dio mi cuerpo en pocos días (un episodio de desorientación en la calle, un despertar en un grito aterrado a raíz de una andanada de ladridos), que se suman al habitual cansancio, continué mi peregrinaje por/ante profesionales de la salud para saber cómo soluciono, o, al menos, sobrellevo mejor, la sensación de agotamiento físico y mental debida a no poder descansar por los innumerables ruidos y voces (y ladridos) que proliferan en esta fucking noisy city, en este fucking noisy building.
En un hospital público consulté a una psicóloga, muy atenta ella, a la que no le quedó claro si mi mal dormir y mi cansancio se debían a un “factor externo” (verbigracia, los vecinos ruidosos) o a problemas míos solo coronados por estos hechos. Tres o cuatro veces me lo dijo, cuando la entrevista nos llevaba de nuevo al mismo lugar, y cada vez le di mi certeza de que era por el susodicho factor externo, ya que nada de esto me pasaba antes y no ha habido cambios significativos en mi vida, salvo la llegada de los vecinos en cuestión.
Después de responder las preguntas de rigor, de verme examinada bajo un microscopio, como si en vez de alguien que pide ayuda fuese la sospechosa de un delito (“¿Toma alcohol? ¿Cuántos litros por semana? ¿Se emborracha? ¿Se droga?”. “Sí, con clonazepam. Por prescripción médica, ¿eh?”), trato de explicarle la situación lo más objetivamente posible para mí en esta sazón, pero fracaso. Trato, entonces, de explicárselo con ejemplos: le digo que siento una profunda angustia al irme a dormir debido a que tengo la seguridad de que la mañana siguiente seré despertada innúmeras veces a horas que desconozco. Le digo que si quiero salir una noche, tengo que pensar en la hora a la que voy a volver porque me van a despertar antes de las 9 aunque sea un fin de semana. Le digo que si escucho a la vecina hablar por teléfono y decir “vení en una hora”, en esa hora no me voy a poder dormir porque sé que me voy a despertar sobresaltada en una hora, cuando toquen el timbre y ese perro del orto ladre sin que nadie lo contenga. Así, ya no puedo dormir a la mañana porque, de algún modo, mi cuerpo se autoprotege y trata de evitar las sensaciones desagradables. Le digo que a veces estoy quince horas en la cama: dos para dormirme, nueve o diez durmiendo con interrupciones que pueden durar más de una hora, una más para levantarme, dos más intentando siestas varias y vanas. Le digo que la última semana pasé cuatro días así, hecha bosta.
Le digo que no me siento dueña de mi tiempo ni de mi cuerpo… ¡y la mina me pregunta por qué!
Luego, despliega sus recursos de tergiversación bien aprendidos en la fuck: encara para el lado de la depresión y sugiere que estoy tanto tiempo en la cama debido a un desgano, a no querer hacer cosas. Hago un gran esfuerzo para no mandarla a la psicóloga que le enseñó y le digo que quiero hacer cosas, aunque sea dar una vuelta por acá, ni hablemos de coger, pero que NO PUEDO. Dos veces la conversación llegó a ese lugar y otras tantas insistió en que consultara a un médico para descartar que mi malestar se debiera a un problema físico. (“Sí, mañana tengo turno con un clínico”, le dije, y nos perdimos hablando de quién era y cómo había dado con él al no tener prepago).
Ninguna vez, sin embargo, se le ocurrió pensar en que esos hipotéticos problemas físicos podrían ser la consecuencia del pésimo descanso, aunque le pedí que se imaginara despertando sobresaltada seis veces por día todos los días de su vida, y no por una Carla Conte deseosa de amamantar, sino por una banda de miserables que se cagan en los demás y, a veces, no tengo dudas, lo hacen adrede. No recordó, tampoco, que EE. UU. usa la privación del sueño como forma de tortura, ni por qué lo hace. No solo no pudo imaginar cómo repercute en lo físico el mal descanso, sino que tampoco le vino a la mente la consecuencia psicológica, ni la realimentación entre ambas.
Y cuando le hablé del hostigamiento que implica que la vecina ponga una colección de elementos de superchería en el balcón, bien a la vista, dijo: “Es su balcón”. No dijo nada, en cambio, cuando repliqué: “Imagínese que Ud. viene a trabajar y en el escritorio encuentra siempre un muñequito pinchado”.
Porque me la soba bien sobada toda esa sarta de forradas, y no creo en ellas, pero es fija que la gorda conchuda esta me hizo “un trabajo”. Y si creyese, estaría, además de extenuada, hiper paranoica (si tuviese algún poder no sería ese golem fecal que es, que “no puede levantar ni una bolsa”, pobrecita, y llora ante la vecina del 1° C porque la mala soy yo).
Al final de la consulta repitió lo que ya había dicho al menos dos veces: que no me podía medicar, que como mucho podía hablar con la psiquiatra para que me diera una pastilla para pasar la noche, y se lavó las manos con obviedades varias: que primero descartara lo físico y que fuese a un médico (ya te dije que voy mañana), que desde lo legal no me podían ayudar y que fuera al CGP (y no, no vine a pedir ayuda legal acá…).
¿Solución? Ninguna ¿Alivio? Nessuno. Lo que sí fui a buscar, un recurso químico o intelectual para afrontar la borrasca, tampoco. Apenas si deslizó la posibilidad de comenzar un tratamiento (que lleva tiempo, y yo me estoy quemando ahora). Apenas si hubo un instante de empatía, y dijo que tener vecinos molestos es complicado –no usó esa palabra–.
La charla, ya circular (tal vez porque con la experiencia del psiquiatra anterior estaba veloz de reflejos y le atajé unos cuantos tiros), nos lleva nuevamente a su descreimiento de mi relato, a hablar de si es el “factor externo” o no. Recuerdo en ese momento, y se lo digo, que, cuando mi padre tuvo un accidente casero y estuvo cuasi postrado un tiempo, ni por asomo me sentí tan desbordada. Ella corona la entrevista con una frase bien de psi: “Su padre se fracturó un hueso y Ud. tiene el sueño fracturado”. Me hizo recordar las asociaciones del clon de Emanuel Horvilleur que me atendía el año pasado.
(¿Y a quién me cruzo cuando salgo, a unas cuadras de allí? A un clon de EH con anteojos oscuros y Havaianas, comiéndose un cuarto de helado. Bien probable es que fuera el mismísimo clon que yo conocía, porque vivía por esa zona).
Mantengo la compostura ante semejante boludez, y nos despedimos. Antes y después de cruzarme con el clon de EH me pregunto cómo me habrían tratado en ese hospital si en vez de consultar por esto fuese a la guardia general con un dolor en el pecho: ¿también me patearían para adelante, me hablarían de un tratamiento, me despacharían no en dos minutos, pero sí sin algo que cambie mi realidad?
Luego, no el clínico mencionado, sino el siguiente al que consulté, cuando le referí este cuadro, me dijo que tenía, entre otras cosas, pánico. Y entonces me pregunto si ese diagnostico no debió hacerlo la psicóloga. ¿Se le pasó? ¿No lo reconoció? ¿O no tengo pánico?
Lo que seguro tengo es un cansancio físico y mental, un corazón que muchas veces no levanta de 100 pulsaciones y un descorazonamiento profundo.

I wish I were there

No sé cómo mierda se sube el video, pero me hubiera gustado estar allí.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Cómo funciona la cabeza de la gente

Voy a la farmacia para que me apliquen la undécima inyección. Por suerte está la señora que me pinchó la mayoría de las veces. El lunes –feriado– no estaba, y me atendió un pelado de rasgos hebraicos que me hizo doler el orto dos días seguidos con un pinchazo profundo y desconsiderado, como si estuviese tirando cajas vacías en la vereda.
Llega mi turno, me hace pasar al gabinete y me pregunta cómo me estoy sintiendo. “Bien”, respondo, con un tono tan carente de convicción que se ríe. Le doy la bolsita con la caja que contiene las ampollas, y comenta: “Empezamos la segunda caja”. Veo que saca uno de los dos blísteres que están completos, con sus tres ampollas. Algo intuyo, y le digo: “Sí, el lunes empecé”. Mi intuición funciona, porque ella guarda ese blíster y busca el que usó su desaprensivo colega el otro día.
El detalle me llama tanto la atención que no puedo no preguntarme cómo funciona su cabeza, por qué decidió sacar la ampolla de ese blíster en lugar de sacarla del que tenía en la mano, qué estructura mental la signa, cómo funciona la cabeza de la gente, cuántos millones de cosas pasan por decisiones análogas…

Después le digo que extrañé su mano, y me explica que no pudo venir porque tenía que cuidar a su “hermanita”. Pero me parece que habla del martes porque agrega que su hijo no pudo quedarse a cuidarla ya que tenía que dar un examen en la facultad. No puede evitar la acotación orgullosa: “Se sacó un 10”.
En tren de seguir la conversación, menciono a mi viejo, a quien siempre tiene que cuidar alguien, y ella me dice que podría quedarse sola, pero que no se puede dejar sola a una persona en la cama. Ahí entiendo que está postrada. Le aclaro que en el caso de él es más de la cabeza que de otra cosa, y me dice que ella no, que no se entera, o algo así. Ahí entiendo que está inconsciente.
Me pincha, y parece que el halago la hace proceder más lentamente, y siento que el líquido ya no puede entrar más en mi músculo, y todavía queda más en la jeringa. ¡Auch! Dura más esta aplicación. Finalmente termina, saca la jeringa, me pone un algodoncito para que la sangre no me manche la ropa (siempre sale alguna gotita), me ayuda a subirme el pantalón.
Se superponen nuestros chaus, y eso me incomoda mucho, como todo choque en la comunicación, como toda pérdida de la fluidez y el ritmo. Y no quiero omitirlo, y es lo que más me cuesta expresar.
Vuelvo rengueando a casa, tratando de no forzar el músculo de la nalga para evitar el dolor. Recién cuando me para el semáforo puedo comenzar a liberarme del pinchazo y su consecuencia, y pienso en que, más allá de que a veces tenga puntadas agudas en la cabeza o me duela el pecho del lado izquierdo y, como hoy a la mañana, tenga verdadera preocupación por mi estado cardíaco, en esos tres minutos me puso un mundo otro enfrente: nada de los niños pobres de Hiroshima o de la villa Pirulo, algo nada lejano. Y termino relativizando mi enfermedad, mi año y pico perdido, todo este rollo.

Presión social

–Teléfono…
–Cuatro once once veintitrés dos mil.
–Un celular…
–No tengo.
La mina vacila, tarda un par de segundos en superar el desconcierto, y, al fin, arguye:
–Pero si no, no podemos avisarle si el doctor no puede venir.
–Me dejás un mensaje en el contestador. Antes de ir a algún lado, me fijo si hay llamados.

–Te mando mensajito.
–No, no tengo.
–¿Te lo robaron?
–No. No me parece que necesite.
Mueca de asombro.
–Bueno… Ehhh… No sé cómo hacemos entonces.
–Me llamás por teléfono. Yo voy a estar en casa.

Un blues para Lorena

Cuando era adolescente tenía la fantasía morrisoniana de que algún día iba a tener una banda de rock, y a veces tomaba notas de ideas para algunas canciones; ideas que en general no se desarrollaban, y quedaban ahí, apenas un título o un par de frases. Muchas veces lo resolvía todo mágicamente con un solo o con un tema instrumental que “dijera” todo lo que no podía decir.
El lenguaje musical nunca me fue revelado ni tampoco encontré un Manzarek a quien comentarle aquellas notas. El lenguaje por antonomasia, a su vez, me sigue resultando esquivo a la hora de usarlo para expresar muchas cosas. Esta es una de ellas: podría contarla como una experiencia de un foro de escorts, o estilizar la anécdota, o transcribir el diálogo (ya sé que estás trabajando, ¡pero antes trabajabas con ganas!), o copiar un poema de Giannuzzi, o escribir un blues de verdad –es muy trillado…–, o buscar, copiar y pegar las xps que hablan de ella en esos foros.
De ninguna de esas formas lograría comunicar la ilusión que me sobrevino cuando la recepcionista me dijo su nombre ni la decepción por la mala xp, mecánica y apurada, que me derrumbó la pija pese a la media pastilla de sildenafil. Me quedan adentro, como el semen esa tarde, como todos los recuerdos que tengo de ella (*), como todas las veces que la recordé, y la añoré, y la deseé, que apenas podían salir si preguntaba por ella en F-E. Como la expectativa de reeditar aquella módica empatía, deshecha al encontrar una pendeja con el alma envejecida, con todas las mañas aprendidas.
Podría decir que ojalá pueda dar vuelta esa página de su vida (me acuerdo exactamente en qué lugar me dijo eso), y que guardo por ella el cariño y la gratitud que guardo por quienes me hicieron pasar un buen rato y me hicieron flashear con qué bueno sería eso si fuese cotidiano, natural, “de verdad”.
Pero es irrelevante: a mí no me alcanza y a ella –que no se va a enterar– no le cambiaría la vida. Aunque me haya dicho su nombre y se acuerde de la calle en la que vivo, para ella no soy más que un gato, un cacho de carne, una pija de miles que la cogieron.

(*) Las zapatillas de lona de la primera vez, las orteadas en todas las posiciones, el nombre del padre de su hija, una acabada con grito de gol…

Anochece tarde ahora

Serían las nueve menos cuarto de la tarde. El día estaba bellamente destemplado: el cielo cubierto, el viento y el fresquete invitaban a una buena caminata, pero yo le había hecho caso al Servicio Meteorológico, y ya había llevado la campera al lavadero.
Casi no había gente en la calle; tampoco en la avenida, donde los negocios ya habían cerrado.
El cielo multigrís y las veredas despobladas me hacen flashear que son las seis de la mañana. De repente, en el curso de un par de cuadras, se encienden algunas luces, y aceleran la sensación de oscuridad. Pero es cuando le meto pata para no enfriarme y paso bajo la autopista que el tránsito intenso en sentido Oeste me confirma que está anocheciendo.

Duda futbolera

¿Cómo seguir siendo hincha de un club cuyos dirigentes no quieren ascender?

Esclavos del tiempo

Trato de no ser esclavo del tiempo, pero sus esclavos acaban esclavizándome.
No me importa –trato de que no me importe– si es lunes, jueves o domingo, si son las 3 de la mañana o de la tarde. No tengo a dónde ir, ni qué hacer, y si lo tengo, siempre busco que sea algo que no me requiera adaptar mis horarios a eso.
Apenas me molesta cuando, a veces, varias tardes seguidas se me escapa el sol. No tengo nada contra el sol; sólo contra el sol de la mañana, que debería ser abolido.
Pero mis vecinos son sus metódicos esclavos: laburen o se hayan jubilado, tengan que pagarse la cuota del auto, el aire, las vacaciones o la Play para los chicos (para amenazarlos con no dejarlos jugar si se portan mal), viven a su merced y le ofrendan horas de su vida en el altar del despertador, que puede sonar, pipipipí pipipipí, o estar impreso, inconsciente e indeleblemente, en su ADN estatal-laboral. Para ellos sí hay lunes, y jueves, y sábados, y mañanas y noches. Y pretenden que todos vivamos a su ritmo.
Si querés irte a dormir un sábado temprano, dicen que “hoy es sábado”, lo cual los autoautoriza a meterse en tu casa y en tus oídos y en tu cuerpo hasta la hora que les parezca.
Si querés dormir un lunes a las cinco de la mañana, “yo me levanto a esa hora para ir a trabajar” (JODETE, PELOTUDO), y pasos impetuosos te despiertan.
Si querés suprimir la vivencia de Navidad, los forros tira petardos te lo van a impedir.
Si querés olvidar esa cosa colegial de lunes-lengua, martes y jueves-matemática, jueves y viernes-historia, olvídalo: el lunes y el jueves viene la mucama, el miércoles y el viernes le traen al nieto, el martes a veces no viene nadie y puedo dormir; los fines de semana los otros chicos no van al colegio y joden todo el día.
Si querés dormir un sábado ocho menos cuarto de la mañana, un tableteo de cama contra la pared te despierta, y tenés que vivir el mañanero de los vecinos nuevos cuando llevás dos meses sin garchar.
En la lógica de la esclavitud, o la del gallinero, el sometido tiene que someter a otro; y ellos me someten a mí, todos los putos días.
LA CONCHUDA MADRE QUE LOS PARIÓ DEL ORTO.

Italbús

Hacía mucho que no tomaba el 126. Ayer viajé en uno de sus coches nuevos, y… ¡tienen asientos! Mullidos, confortables, de tapicería; no esa mierda de Grammer que prolifera para bajar costos. Estaban tan buenos que daban ganas de no bajarse y seguir viaje. Y la sorpresa hasta me hizo tomar nota de la carrocería: Italbús.
Esa misma tarde, a la vuelta, a eso de las 9, cruzo por Plaza de la República. El cielo crepuscular de Corrientes, celeste, rosa, casi blanco, cenizo, y las primeras luces artificiales potencian los colores de un coche igual de la 59: tiene lindos colores la 59.
El bondi, sin pasajeros de pie, va hacia Constitución por una Cerrito bastante despejada. Pasa raudo, con las luces interiores encendidas, aprovechando el camino libre, y esa imagen debería ser la foto de la publicidad de Italbús.

Estimulación prostática

A todos los pelotudos que tienen el auto preparado con escape deportivo –en especial unos que están de moda, en los que el diámetro se engruesa obscenamente en los últimos centímetros del tubo– se lo metería bien en el orto y empezaría a acelerar para que el calor y la vibración, e incluso las partículas del humo, les estimulen la próstata hasta que no puedan no acabar, de manera que les surjan hondas dudas sobre la virilidad que exhiben manejando sus autos tuneados, a los que aceleran hasta la erección y lustran como un ama de casa obsesiva, azuzados por las miradas babeantes de esas putas vocacionales que llevan en el asiento del acompañante, sentadas de costado para apreciar plenamente al power macho conductor, llegando a la antesala del éxtasis, en la que perderán noción del límite entre hombre y máquina, y no sabrán si chupar la pija o la palanca de cambios.

Este blog está güeniiisimo

Lo miro.

Lo veo cuando duerme y siento su respiración pesada.
Miro al tipo que hace un rato me tuvo, me cogió. Lo miro y se me escapa el deseo por los ojos.
Y aspiro su olor.
Nuevamente es mío.

Congreso, domingo a la tarde

Seguro que por Callao hay menos gente, pero lo que más resalta es que caminan más despacio. Pueden ser turistas extranjeros o suburbanos, es lo mismo.
Cruzando Rivadavia el paisaje cambia, la mugre aumenta y hiede enardecida por el sol; el target de los negocios es otro, y están cerrados.
De un lado o del otro, el 12 y el 60 ayudan a llenar la calzada. Una cuadra y media para adentro, en cambio, hay una quietud que al principio parece de barrio, con veredas desiertas y persianas bajas.
Pero al toque se percibe un vacío en el aire, y tengo que estar bien afirmado para que no se me dispare una sensación incómoda, de abandono masivo, como si la gente se hubiera evaporado. Con un chorro más de adrenalina es un ataque de pánico.
No pasa ni un taxi. Y hasta los prostíbulos están cerrados.

Carla Conte


Seguramente, esta será la máxima expresión en que podamos haber apreciado fotográficamente el imponente cuerpo de Carla Conte. Sucede que Carlita se aburrió de mostrar en las revistas: “En un momento, me cansé de verme”, dice… ¡Pero nosotros no! “Cuando me encontré peleando por centímetros de tela, me di cuenta de que hasta ahí había llegado porque no coincidía con lo que yo quería hacer, que era algo más que mostrar el cuerpo”. Una oración larguísima para justificar su derrota, aquí reflejada, en esa pelea.
Sin embargo, vencida y todo, nunca nos permitió ver íntegramente sus tetotas naturales. Ya no sabemos cómo son unas aréolas intactas, sin incisiones para meter las prótesis. Hemos olvidado cómo caen esas mamas, cómo suben cuando se alzan los brazos, y Carla, que podría recordárnoslo, nos priva de ello. Nos deja con las ganas, con unas ganas que arrastramos desde las trasnoches de 2004, y todo porque se cansó. Razón egoísta y poco valedera, indudablemente…
Ahora quedó embarazada, y calculo que si antes no peló las gomas 100% exposed, menos lo hará en esta situación. Aunque sería glorioso ver cómo crece su panza mes a mes, y las tetas, y las caderas, y…
Eso sí: si mostrás los patys en una revista, avisá antes, porque la consecuencia será un tsunami seminal de proporciones mayestáticas.

Por lo demás, es una lástima que no haya podido encontrar una foto que salió en el suplemento de espectáculos de Clarín cuando se reconcilió con el novio. Creo que estaban en la entrada de un boliche, u otro lugar similar, y ella lo miraba subyugada, y uno daría la vida por que una mina así te mirara así. Sin duda, era más impresionante que la foto esta.
En esa línea recuerdo también, en una noche de Call TV, un vestido rojo oscuro que dejaba su ombligo al descubierto. Uno podía bancarse esa cara, esa boca, esa sonrisa, esos ojos, ese lomo, esas tetazas, todas sus curvas; pero el ombligo, la pancita al aire, era demasiado… Y, otra vez, un programa de cable donde hablan de los programas “por un sueño”: ninguna de las integrantes del trolerío mediático tiene la belleza pura y cruda que tenía esa vez Carla en la cara (¿casi?) sin maquillaje, en la mirada cansada.
(Y, encima, no forma parte de ese trolerío, y por eso puede pelar una actitud tan segura de sí que a veces raya en la soberbia. Y todos los que sabemos, o intuimos, que no forma parte del gaterío de varias lucas verdes nos golpeamos aún más la cabeza contra la pared…).


Posdata: esta es la foto de la mirada de Carla.