Voy a la farmacia para que me apliquen la undécima inyección. Por suerte está la señora que me pinchó la mayoría de las veces. El lunes –feriado– no estaba, y me atendió un pelado de rasgos hebraicos que me hizo doler el orto dos días seguidos con un pinchazo profundo y desconsiderado, como si estuviese tirando cajas vacías en la vereda.
Llega mi turno, me hace pasar al gabinete y me pregunta cómo me estoy sintiendo. “Bien”, respondo, con un tono tan carente de convicción que se ríe. Le doy la bolsita con la caja que contiene las ampollas, y comenta: “Empezamos la segunda caja”. Veo que saca uno de los dos blísteres que están completos, con sus tres ampollas. Algo intuyo, y le digo: “Sí, el lunes empecé”. Mi intuición funciona, porque ella guarda ese blíster y busca el que usó su desaprensivo colega el otro día.
El detalle me llama tanto la atención que no puedo no preguntarme cómo funciona su cabeza, por qué decidió sacar la ampolla de ese blíster en lugar de sacarla del que tenía en la mano, qué estructura mental la signa, cómo funciona la cabeza de la gente, cuántos millones de cosas pasan por decisiones análogas…
Después le digo que extrañé su mano, y me explica que no pudo venir porque tenía que cuidar a su “hermanita”. Pero me parece que habla del martes porque agrega que su hijo no pudo quedarse a cuidarla ya que tenía que dar un examen en la facultad. No puede evitar la acotación orgullosa: “Se sacó un 10”.
En tren de seguir la conversación, menciono a mi viejo, a quien siempre tiene que cuidar alguien, y ella me dice que podría quedarse sola, pero que no se puede dejar sola a una persona en la cama. Ahí entiendo que está postrada. Le aclaro que en el caso de él es más de la cabeza que de otra cosa, y me dice que ella no, que no se entera, o algo así. Ahí entiendo que está inconsciente.
Me pincha, y parece que el halago la hace proceder más lentamente, y siento que el líquido ya no puede entrar más en mi músculo, y todavía queda más en la jeringa. ¡Auch! Dura más esta aplicación. Finalmente termina, saca la jeringa, me pone un algodoncito para que la sangre no me manche la ropa (siempre sale alguna gotita), me ayuda a subirme el pantalón.
Se superponen nuestros chaus, y eso me incomoda mucho, como todo choque en la comunicación, como toda pérdida de la fluidez y el ritmo. Y no quiero omitirlo, y es lo que más me cuesta expresar.
Vuelvo rengueando a casa, tratando de no forzar el músculo de la nalga para evitar el dolor. Recién cuando me para el semáforo puedo comenzar a liberarme del pinchazo y su consecuencia, y pienso en que, más allá de que a veces tenga puntadas agudas en la cabeza o me duela el pecho del lado izquierdo y, como hoy a la mañana, tenga verdadera preocupación por mi estado cardíaco, en esos tres minutos me puso un mundo otro enfrente: nada de los niños pobres de Hiroshima o de la villa Pirulo, algo nada lejano. Y termino relativizando mi enfermedad, mi año y pico perdido, todo este rollo.
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