lunes, 27 de septiembre de 2010

Solución salina

Este partir es partirme. Partido al llegar, perdido al irme.

(Un cultivo de sal nos queda al irnos)

Spammers

Antes chorrx que rati. Antes prostitutx que telemarketer.

Suena un celular, que no es el mío porque no tengo. Son las doce y media de la noche, y suena un celular. La dueña, preocupada, me pide que me fije qué pasa, y es un mensaje de texto que pregunta si nuestros bolsos y carteras están asegurados, y ofrece de parte de La Caja un seguro para bolsos y carteras.
Un domingo a la mañana llama el disquito de Telefónica para recordarme que no pagué la factura (¿quién es el sorete mal cagado que programa que te llamen un domingo a la mañana?). Cualquier día hábil a cualquier hora, por ejemplo a las 23,30, llama otro disquito, esta vez para una encuesta sobre audiencia televisiva…
Ahora es de tarde y estoy cogiendo. Tal vez estoy intentando reanudar la acción, obligándome a persistir pese a la falta de empatía, y suena el teléfono. No es la hora, no pasaron ni cuarenta y cinco minutos desde que llegó la chica. Pero igual atiendo.
Voy hasta el living a atender.
“Hola, buenas tardes, mi nombre es Romina Gómez, le hablo de Telefónica. Es para ofrecerle la nueva promoción de Speedy…”. Cuando llegó al momento predeterminado para que yo contestara algo, hizo el correspondiente silencio, y creo que pude decirle que “estoy con una persona en una situación de intimidad”. No le dije que estaba desnudo, que la chica no tenía la onda de la paraguaya de la otra vez, que siguió chupándomela mientras yo atendía al amigo mexicano de mi madre, quien hablaba como si no fuese una llamada de larga distancia; que yo no estaba en vena, que no tengo una computadora que se banque banda ancha (y la mina a la que se lo dije me hizo esperar en línea para consultar el rendimiento que permiten 128 de memoria), que no me interesa, que si quiero un producto o servicio lo voy a buscar yo, que se vaya a la concha de su propia madre.
Creo que, tratando de superar mi estupor, atiné a decirle que no quería que me llamaran más, porque muy a menudo me llamaban ofreciendo la mierda esa. Romina ni se rescató en pedir disculpas por interrumpir mi garche. (Tal vez su cerebro de telemarketer no le haya permitido comprender qué significaba el eufemismo “situación de intimidad”). No se disculpó siquiera por interrumpir mi cotidianidad cayéndome con un ofrecimiento que no sólo no me interesa, sino que no solicité. No está en su vocabulario la palabra “disculpas”. No está en el del telemarketer, que, en cambio, tiene el olfato entrenado para agobiar con palabras a quien por un momento duda y parece un posible cliente. Aunque sea alguien que no entiende demasiado lo que le ofrecen.
Me respondió algo así como que podía llamar a no sé dónde y pedir mi baja de un lugar donde nunca había pedido el alta. Llamé más tarde, y me dijeron que sí, que tomaban nota de mi pedido, pero que iban a pasar quince días hasta que lo hicieran efectivo, motivo por el cual podía seguir recibiendo llamadas como las de Romina durante ese período.
Sin embargo, no llamaron. Al menos, no que yo haya sabido; en esas dos semanas no volvieron a llamar. Y no llamaron más. (Gracias).
Cuando uno desgasta la articulación del dedo índice cliqueando en todos los mails no deseados para borrarlos, cranea mil venganzas y farfulla mil puteadas destinadas a todos los spammers del orto. Entonces, ¿por qué mierda mantenemos las formas cuando tenemos la oportunidad de decírselas a los soretes esclavos telemarketers y no los mandamos a la recalcada concha de su abuela?
¿Nos da un poco de empatía pensar en la situación laboral que padecen? ¿Nos frena el miedo inconsciente de terminar en un laburo miserable como ese aunque digamos que nunca, que jamás, que antes putx que telemarketer? ¿Tenemos grabado a fuego el buen comportamiento? ¿Nos vence la cortedad? ¿Nos intimida que tengan nuestros datos?
Contestarle al spammer informático es darle entidad, y es decirle que nuestra dirección está activa. Así que, dicen, lo mejor es tratar de minimizar el fastidio, borrar y listo.
Vencer la inhibición y contestarle al spammer telefónico tienta más, aun sin insultos, procurando ser ingenioso, original o lo que sea. Pero no da. Desde esta vez, me propongo cortarles sin más, sin palabreríos del tipo “yo al spam lo borro, y esto es una forma de spam”, sin decirles que estoy cogiendo, sin pensar cómo les explico que no me interesa lo que me ofrecen, sin preguntarles quién les dio mi teléfono o cómo tengo que hacer para que no llamen más, sin mentir –o no– que estoy esperando un llamado, sin calentarme, sin exagerar los buenos modales.
Nada. Cortar. Clac. “Buenas tardes, le habamos de…”. Tuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.
Igual, la mayor parte de las veces, el teléfono de casa está apagado. Así que en general la molestia se reduce, nuevamente, a flexionar el dedo para borrar los mensajes del contestador. Molestia que, a igual cantidad de mensajes, es mayor que la de borrar los mails, tal vez por los interminables segundos que tarda la grabación de la telefónica en decir cuándo llamaron y desde qué número. En la pantalla, el golpe de vista es instantáneo, aunque después tengas que ver los encabezados uno por uno para comprobar si son spam o no. En el teléfono todo es más lento, no apto para ansiosos.
Si me jodiesen más, tendría que llamar al 0-800-nollame y pedir formalmente que no me llamen, que ingresen mi número de teléfono a la base de datos de los que queremos que nuestro número no figure en ninguna base de datos. (No sé si hay un servicio similar para que no te llamen o mensajeen al celular. Debería haber).
Y sí, ya sé que quejarse por esto es muy de blog, pero ¡esto es un blog! ¡Y me interrumpieron cuando estaba cogiendo! ¿Entendés?

Clarín miente

En su edición del 21 de junio, la cabeza del monopolio publicó una nota a raíz del comienzo del invierno. (Una de las típicas notas que están previstas desde comienzos de mes, desde comienzos de año, desde los comienzos del periodismo: como la de la pirotecnia después del 24 y el 31, como la de los precios de los útiles escolares en febrero).
Su título era “Pronostican que en este invierno habrá pocos días muy fríos” y estaba basada en un informe del Servicio Meteorológico Nacional que afirmaba que en gran parte del país se iban a mantener las temperaturas normales o poco inferiores a lo normal y que las precipitaciones no iban a ser abundantes.
Dos masas de aire polar, la temperatura mínima más baja de los últimos 18 años en Capital, dos sudestadas y un agosto pasado por agua que incluso en sus últimos días no sentía menguar el fresquete confirman que Clarín miente.
Sin embargo, la fuente es un organismo oficial, el Servicio Meteorológico. Así que tal vez el informe ese haya sido una de las buenas noticias que difunde a diario 6-7-8.
La verdad que no sé. La guerra de medios y de poderes me tiene muy confundid@.

Se me rompieron las zapas (IV)

El año anterior me había comprado unas Adidas de training, y no de running como compro siempre. Unas Adidas duras, grandes e incómodas a las que nunca pude ajustar bien al pie, culpa, tal vez, del diseño, que parecía tener la parte de los costados muy corta, imposible de ser acercada por los cordones de un modo que realmente sujetara el pie. Pensé que se la iban a bancar, que iban a ser resistentes, y no me equivoqué. Recién ahora se despegó la estructura de la suela, y habrá que darle al Poxi para ver si zafan. Lo que no preví fue su incomodidad: no se ablandaron con el paso del tiempo, no se amoldaron al pie, eran medio número más grandes y esa diferencia fue insalvable, eran así de chotas, noséquémierda… Y entonces quedó pendiente tener unas zapas cómodas. Y cuando se rompieron las siguientes en romperse tuve una buena excusa para comprar otras.
No estaba en mis planes cambiar de marca, pero una tarde pasé con el 151 por Córdoba y descubrí un outlet de Nike. Después fui especialmente a investigar qué había, y cuánto costaba, y vi unas de running ocho o nueve pesos más baratas que las Adidas a las que tenía en mente incluso desde antes de comprarme las de training. Las vi lindas, no tan transatlántico como las Adidas incómodas, con la punta reforzada –y a eso lo prestaba mucha atención porque las dos Adidas anteriores se me habían roto en ese lugar–. Las vi a 179 mangos, las vi de símil cuero, todas blancas con la pipa gris. Y las compré. Y me volví a casa caminando con la bolsa naranja y las zapas nuevas.
Rápidamente, unos pocos meses más tarde, se rompieron del lado de adentro a la altura del dedo chiquito; de los dos dedos chiquitos, en los que me provocaban dolor. Y las dejé de lado con el mucho fastidio que me provoca gastar guita en algo que no funca. Al tiempo descubrí que se había roto el revestimiento interno, el cual, por el roce, había formado unas pelotitas, y que eran esas pelotitas las que me hacían doler.
Las arranqué, y entonces pude usarlas sin mayores problemas, salvo los putos cordones, a los que les faltaba un agujero por donde pasar para ajustar bien. (Tenían un agujero en la parte más cercana a los dedos; tres llamémoslos ojales, que sobresalían del cuerpo de la zapatilla; después había tres centímetros que quedaban sin sujetar –¡ahí faltaba un agujero, ese era el que faltaba!–, y arriba tenían dos agujeros más, muy juntos, y al pedo, porque no compensaban la falta de sujeción que provocaba la ausencia descripta). Y siempre había que luchar y perder tiempo para no sentirlas flojas, lo cual detesto. Detesto sentirlas flojas y detesto perder tiempo con eso.
Las usaba y sentía como que estaban de regalo, viviendo su tiempo extra. Entonces no me importó demasiado cuando se fisuró esa parte de la punta –que no era de cuero y que, finalmente, tampoco era un refuerzo– en su unión con la suela a la altura del dedo gordo del pie derecho. Las seguí usando, y el agujero se fue agrandando, permitiendo que las medias se asomaran, y alguna tiene hasta hoy un recuerdo oscuro en esa zona que tantos lavados no le quitaron. En las últimas semanas también se quebró del otro lado, a la altura del dedo chiquito. Curiosamente, la zapatilla izquierda no tuvo roturas.
Primero traté de pegarla con cinta de embalar por adentro, pero no funcionó. Con cinta por afuera quedaba mal, y, además, tampoco solucionaba el problema. Probé con pegamentos varios, hasta con Poxipol… Por algún motivo, una de esas veces en que estaba mimetizado en zapatero, tenía a mano unas latas de pintura sintética. Una azul marino y otra amarilla. Y flasheé con pintarlas. No de azul y amarillo. Eso sería una declaración política de la que estoy muy lejos. Busqué un pincel de la época de la escuela, al que recordaba en el segundo cajón de la mesa de luz, y las pinté solo de amarillo. No por completo. Las pinté en la punta, arriba, y en algunas partes del costado divididas por las costuras, que, vistas de lejos, forman tiras como las de Adidas, más notorias desde que les saqué la pipa gris ayudándome con una trincheta.
Me gustó cómo quedaron. Mucho. Tanto que busqué otra lata en mi memoria, y en la baulera encontré una verde inglés, de la época, hace 25 años quizás, en que se pintó por última vez el marco del toldo del patio. Y le di al verde inglés en las partes de la punta que habían quedado blancas. No en el costado –en los no refuerzos no de cuero–, sino arriba, simétricamente, sin dejar blancos en esa parte junto al amarillo. Ese material no era el mismo que el cuero del costado, y ahí el verde agarró perfecto. En las tiras laterales, en cambio, se despegó como una película adhesiva. Supongo que fue porque la pintura tenía demasiado tiempo, ya que el amarillo quedó incólume.
La pegaba y las pintaba. Después atrás, y después en el costado de la suela, o en otra tira, pero ya sin tener en cuenta la simetría. Aunque siempre se despegaba antes de sacármelas a la noche: la rajadura se hacía cada vez más grande –a ojo, tiene ocho centímetros–, y los restos de pegamento se iban acumulando, formando una rebarba tan fea como dura.
Y al final no hubo más que hacer. Fue antes de tomarme un tren que se quebró el Poxipol, cuando bajé a las vías de la estación para esquivar el humo del último pucho de los fumadores, cuando pisé un durmiente lleno de grasa, cuando hice fuerza al subir al andén, no sé cuándo. Pero fue ahí. Y en el viaje de vuelta sentencié su fin.
Ni esa vez, ni ninguna otra, nadie me dijo nada sobre mis zapas amarillas. Cada vez que me las ponía y salía a la calle, tenía una módica expectativa de que alguien reparara en ellas. Pero no. Nadie vio un llamativo color amarillo, nadie me dijo “uh, tus zapas amarillas”. La parte rota quedaba del lado de adentro, no era notoria como el color. Por eso no esperaba que me dijeran “se te rompieron las zapas”, sino “¡qué buen color!” o “¿las pintaste vos o son así?”.
(Me doy cuenta ahora, viéndolas cuando entro a mi pieza, que el verde-amarillo se ve mucho más mirando desde arriba; que desde la perspectiva ajena lo que más se ve es la puntera blanca).
Ni siquiera la persona que me acompañó en el viaje de vuelta me comentó algo. No habló sobre el color ni me dijo que estaban rotas, aunque se me ocurre que esto último tal vez haya sido por pudor. Observó, sí, los cordones, y me avisó que estaban desatados; pero no era así. Pasa que, cuando quedan muy largos, me los engancho en el entramado que forman sobre la lengüeta. (¡Ey!, no puedo usar los cordones desatados. Necesito que las zapatillas me ajusten).
Y pese a que juré que nunca más compraba Nike, porque se rompieron rápido y por el tema de los cordones (y también por lo mal que me atendieron), este verano volví a pasar por el outlet ese, y las vi en la vidriera, y flasheé con comprarlas de nuevo solo para pintarlas. Bueno, también porque al ser de cuero contenían el pie de un modo más firme que las de ¿poliéster? o lo que sea, que son demasiado blanditas.
Me rescaté rápido: no andaba –nunca ando– como para gastos de esa índole. Tenía que comprarme zapas en serio, que prometieran durabilidad y confort, y que cumplieran durando más que estas, que de los cuarenta meses que transcurrieron entre su compra y su adiós, pasaron unos cuantos durmiendo en el placar.
Pero algo quedó en mí. Y desde que se rompieron, esa tardenoche del tren, las guardé bajo la cama y postergué este post de despedida (porque este es un blog donde escribo sobre zapatillas y donde escribo sobre despedidas). Por eso me costó tirarlas. Porque es deshacerme de algo mío: de algo más profundamente mío que un objeto poseído; más, incluso, que la –para mí– inexorable asociación entre los objetos y los momentos. Es dejar atrás esa escasa e inesperada creatividad que me acometió. De la que no quedan registros, salvo mi memoria y este post.

Sentidos

Necesito que alguien me toque. (Que la mano necesaria me toque). Y tocar. Tocar una piel afín.
Necesito que alguien me mire. (Que alguien me vea). Y ver. Poder ver más allá de mí.
Necesito que alguien me hable. (Que me diga algo a mí). Y decir algo que resuene (no que cambie la realidad, porque las palabras no cambian las cosas, salvo para destruirlas).
Que me huelan, en cambio, no me parece una necesidad apremiante. Si pienso en las feromonas y toda esa historia, capaz que sí. Pero, en principio, puede quedar en segundo plano. (Aunque sé bien que algunos olores evocan más que una imagen. Y son más inmanejables porque no se puede reproducir un olor como una imagen, porque no podés fabricarte su olor para que te dispare algo como lo que te dispara esa canción o esa foto que elegís ver, si tenés la suerte de que haya fotos).
Que me gusten… Mirá, si alguien hace todo eso, seguro que me va a gustar.

Desamparo y desesperación

La escena la ves a menudo. Si pasás por un colegio o por una plaza, la podés ver todos los días. Un niñx que camina junto a un adultx, generalmente la madre, y que por algún motivo deja de caminar. Se cuelga mirando algo, se llena de asombro por una cosa que nos resultará insignificante o indescifrable, se queda procesando y configurando alguna parte del universo.
Y la mina lx caga a pedos, le grita, a veces lx hace llorar, siempre termina amenazándolx con abandonarlx, con dejarlx solx. Simula irse, y se aleja, hasta que el crío cae en la cuenta y sale corriendo para alcanzarla.
Te digo, lo vi mil veces. Y nunca intervine. Siempre creo que debería hacerlo, pero no lo hago. No sé por qué. Tal vez porque supongo que esa criatura no va a odiar a quien lx está maltratando, porque esa violencia quedará desleída por el mandato del amor filial.
Una de esas mil veces la tengo presente con todo detalle. Fue en Estados Unidos y Sáenz Peña, fue una tarde nublada. Yo caminaba hacia el Este por la vereda impar, y apareció la mina esta gritando “me voy y te dejo solo”, y el chico atrás, casi del otro lado de la ochava.
Cuando por fin el pendejo se rescató y corrió a buscar a su madre con la cara enrojecida de llanto, cuando vi su expresión y su lenguaje corporal, me sobrevinieron dos palabras: desamparo y desesperación. Y la imagen linkeó directo al recuerdo de un ataque de pánico.
Con una facilidad siniestra, y solo para exhibir el poder que tiene en esa relación asimétrica, la forra del orto esa le provocaba a su hijo una reacción química en la cabeza y en el resto del cuerpo que puede no limitarse a la sensación espantosa del aquí y ahora, que tal vez determine la proclividad del chico a sufrir ese trastorno en su adolescencia o en su adultez.
Todo porque el pibe flasheó con una baldosa o con una paloma…
Yo no sé si me pasó eso en mi niñez, no sé por qué tuve ataques de pánico (y tal vez sean hereditarios, porque mi xadre también tuvo; tal vez sean parte de esa herencia de mierda que me dejaron, que incluye no solo la cabeza que me construyeron, sino el ADN que me legaron).
Lo que intuyo es que si me sucedió algo parecido a lo que describo, fue en verano. Porque los episodios heavies de pánico me ocurrieron en sendos veranos. Lo que sé es que más de la mitad de mi vida la viví con esa nube negra formándose y deformándose sobre mi cabeza, sobre mi parietal derecho. Dos veces se desencadenaron chaparrones que inundaron todo. Y varias más no pasó de un relámpago, de una descarga que me hizo zapatear, como un boxeador que sintió la mano, aunque logré mantenerme en pie. Y muchas más, simplemente el miedo al miedo: el temor de encontrarme en una situación que pueda ser la antesala de un momento que pueda ser el preaviso de… El recuerdo de que eso está/estuvo/puede estar ahí.
Por eso lo bueno que es no acordarse, no mentarlo. Saber que pasó, porque pasó, pero no mirar el abismo: matarlo con la indiferencia, y cruzar los puentes de Puerto Madero por el medio de la calzada y no por el paso peatonal. Cuando reaparece en la memoria es porque algo falla.
Todo el clonazepam que tomé últimamente no parece haber sedimentado lo suficiente. De hecho, creo que no opera sobre lo que está en juego cuando me ocurre algo así. La fuerza oceánica con que se desatan el desamparo y la desesperación no se controla con medio, uno o dos miligramos de clonazepam, esos que en una época llevaba en el bolsillo como un talismán. Se controla, en todo caso, con otra fuerza irracional, la que en mi adolescencia hacía que el mero contacto de un Lexotanil con mi lengua me tranquilizara. (Las desventajas del conocimiento… Ahora no sé si podría pasar eso). Y se desdibuja hasta el olvido cuando sucede algo que es tan irracional que no puedo explicar-me-lo, pero que seguro se vincula con la calma, la certidumbre y la presencia.
La última vez no me pasó en verano –todavía no llegó el verano–, y volví a ganar esa pulseada para la que ya tengo el bíceps hipertrofiado, pero también muy cansado. Siempre gano. Siempre les gano a la agitación, a la inquietud, a la zozobra. El problema es el precio, es todo lo que pierdo para ganar, para no perderme.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Qué voy a hacer ahora?

Un animal extraño se ha detenido
al borde de un pozo seco sobre el camino.
Es un animal bello –no lo defino–,
tiene los ojos grandes como los míos.
Y justo se detiene sobre el camino
cuando se están abriendo tu recorrido del mío.
Casi al abandonarte, al decidirlo,
el animal se muere sobre el camino.

¿Qué voy a hacer ahora con su cuerpo y el mío?
¿Qué voy a hacer ahora sobre el camino?
¿Lo dejo abandonado, lo entierro o lo cuido?
Somos tres en la vida: lo muerto, yo y el camino.

Va parpadeando la noche sobre el camino,
el horizonte se pierde, se prenden fuego los brillos.
Curiosos son los lados de este camino:
por uno va lo que viene, por el otro lo vivido.
Miro al animal quieto sobre el camino…
Si parece estar vivo, casi como dormido.
Qué extraña es la frontera entre lo ido y lo vivo
(como algunos que muy muertos parecen estar muy vivos).

¿Qué voy a hacer ahora con su cuerpo y el mío?
¿Qué voy a hacer ahora sobre el camino?
¿Lo dejo abandonado, lo entierro o lo cuido?
Somos tres en la vida: lo muerto, yo y el camino.

(Gabo Ferro * Sobre el camino)

Chocolate

A todo el mundo le gusta el chocolate. A mí también. Me encanta el chocolate con leche. Sin embargo, casi no como chocolate. En casa no compran, yo no compro… Y no como chocolate. Pero me gusta mucho el chocolate.
La otra vez me regalaron una tableta grande, de noventa gramos. Me duró dos días porque traté de limitarme, de contenerme, de ir comiendo cuadradito por cuadradito. Y preguntándole siempre a mi aparato digestivo cómo venía la cosa. Si no, me la mandaba no te digo que de un tirón, pero casi.
Mi relación con el chocolate quedó ahí. Hasta que una noche me pintó la voracidad que me ataca algunas noches. Aunque esta no era una voracidad de cualquier cosa, una previsible voracidad de harina. No. Quería chocolate.
Y no hay chocolate en casa.
Salvo aquel huevo de pascua enorme que mi dentista le regaló a mi madre/su amiga hace dos años y medio, y que desde un tiempo después yace en el freezer, apenas comido.
Y sí, empecé a comer chocolate congelado. En realidad, congelado es un decir. Porque el chocolate no se congela como un pan, hasta ponerse inmasticablemente duro. Le mandás diente y se quiebra, y lo comés sin mayores problemas.
No era que estaba rico, o particularmente rico. Era que necesitaba chocolate. Y comí mucho. No comí más porque había una parte que estaba verde. Capaz que no estaba podrido, que simplemente era el colorante de los confites que –¡nunca supe para qué!– vienen en el interior del huevo. Pero, por las dudas, esa parte la dejé de lado.
El tema, igual, no es el chocolate. El tema es cómo responde mi cabeza, cómo late a veces y se pone imperiosamente demandante.
El tema no es el chocolate, ni ninguna otra sustancia, ni ninguna de las reacciones neuroquímicas que surgen más allá de las sustancias concretas, sino, por ejemplo, ante ciertas relaciones.
El tema es no olvidarme de eso. Nunca.

Alimento para perros

Caminando la otra noche por la avenida Independencia se me juntaron unas neuronas. El resultado tal vez califique como idea. No sé. (No importa, tampoco). Se me ocurrió que en el alimento para perros que se vende en los innumerables negocios del ramo, los cuales se multiplican como canchas de paddle, videoclubes o parripollos, tal vez como consecuencia de la agobiante proliferación de perros en casas y departamentos… En el alimento para perros, decía, podría ponerse un colorante que les dé fluorescencia a sus heces.
Sucedió luego de tener que frenarme de golpe en la oscuridad ante una mancha en el piso, luego de pisar algo menos sólido que una baldosa y de caminar varios metros, hasta un poco de luz, con el temor de haber pisado mierda. Pero no, la suela está limpia. Zafé. ¡Bien!
Si la caca de perro fuera fluorescente, en cambio, no sólo la reconoceríamos y podríamos evitar pisarla en la penumbra, o cuando se disuelve por la lluvia. De paso, alumbraría un poco las oscuras veredas que Buenos Aires nos depara incluso en sus avenidas céntricas.
Ojalá alguien recoja el guante (ya que son tan pocos los que recogen la mierda) y verifique la viabilidad de mi cuasi idea.
De todas formas, no alcanza para todos. A los ciegos no les alcanzaría la fluorescencia de la caca para evitar pisarla. Quizá, además del colorante, podría añadirse al alimento canino un metal no tóxico que emita una señal solo captable por un receptor añadido a los bastones, de modo que estos vibren o repelan la mierda como se rechazan los polos opuestos de los imanes, llevando al ciego para el otro lado.
Aunque bien podría ocurrir lo que me ocurre a veces, que quedo encerrado por la caca de perro, que llego a un punto en el que todos los posibles lugares donde poner el pie están cagados por los perros…
No sé. En todo caso, que se hagan cargo ellos, a ver si con sus capacidades diferentes se les ocurre algo. O capaz que esas mismas capacidades los libran de pisar las toneladas de mierda de perro que imagino que deben pisar a diario.

Yo, mientras, sigo deseando vivir en una ciudad sin perros.
Aprovecho para decirlo: no tengo nada contra los perros en sí. Tengo algo contra ellos, una profunda detestación, cuando abren la boca para ladrar, para babearte, para morderte… Y cuando abren sus orificios excretores para evacuar en lugares públicos.
Y que no venga ningún defensor de perros a decirme que la culpa no es del pobre animalito, sino de su maleducado dueño. Porque si no hubiera perros, los dueños tendrían que ejercitar su mala educación de otra forma, pero no en las veredas donde camino ni en los departamentos contiguos al mío.

Sala de espera

El pasillo del edificio tiene un metro de ancho. Lo mido extendiendo mi mano sobre una de las cuatro baldosas mientras espero a la recepcionista. Cuando estamos a punto de subir, el médico ruge el “¡ya bajan!” por el portero eléctrico, y, obligada a hablarme, me pide que la espere y vuelve a la puerta. Abre, y retorna con el nuevo paciente.
El ascensor no tiene más de un metro cuadrado de superficie. Cuando viajan dos personas, es difícil no rozarse. Cuando viajan tres, la promiscuidad produce rechazo. El paciente es grandote y respira por la boca. Fuerte. Siento su aliento de soplete, obligadamente respiro el aire que expulsa con vehemencia.
Yo subí último y quedé junto a la puerta, dándoles la espalda. Se oyen el sonido del ascensor subiendo y el de la poderosa respiración del señor. Trato de acomodar mi nariz en el punto más alejado del tipo, en la arista donde se juntan la pared lateral con el marco de la puerta. Respiro bien cortito para evitar su aire. Un par de veces acerco la nariz a la ventanita del ascensor, simulando un improbable interés por el paisaje, y aprovecho ese momento para inspirar un poco más.
Llegamos al piso ocho. En el consultorio, como siempre, está la puerta abierta y hay música de fondo. No tan de fondo. Bastante fuerte. La vez pasada descubrí el porqué. En un silencio del disco se escuchaban las voces del médico y su paciente, y quedaban de nuevo ocultas cuando empezaba la canción siguiente.
La octogenaria recepcionista a veces canturrea los tangos. El señor de la respiración fuerte también. Comienza marcando el compás con el pie, con su zapato negro, y luego se libera y habla. Encuentra en otra de las señoras que espera no sólo una oreja, sino una boca que le contesta y le pregunta. Dice que tiene 84 años. Al principio lo da a entender y luego lo dice claramente. Agrega que estaba en el club conversando con alguien más joven y que lo desafió a jugar a las bochas y a levantar pesas.
Se le escapan la vitalidad y el relato orgulloso de su vitalidad. En un momento se rescata de su vozarrón y de cómo suena. Reconoce que tiene la voz fuerte, que se lo dicen a menudo, pero el descenso del volumen no dura ni dos frases. La dinámica de la situación lo hace sentir cómodo, y se suelta. Cuenta que está casado por tercera vez, que su mujer tiene 41 años. La mina confesará 72 y también tiene ganas de hablar. Hay otra mujer, más joven, que de vez en cuando mete un bocado. Una más, en la punta del sillón donde se amuchan las tres, se mantiene al margen de la charla.
Le toca a ella, y entra al consultorio cuando sale el paciente anterior. El doctor te despacha en un toque, no más de cinco o diez minutos por consulta. Sin embargo, esta vez se va a demorar.
El señor verborrágico habla de sus hijos, y la conversación rápidamente llega a sus matrimonios. Él quería tener muchos hijos, “un equipo de fútbol completo, y si hay lugar uno más”, y se lo advirtió a su primera mujer. La llevó al ginecólogo de la familia de él, y el médico le dijo que “los cinco primeros partos se los cobro: a partir del sexto pago yo”. Y después del quinto… le ligó las trompas. Explica que ella era menor cuando se casaron y, entre las paredes que le devuelve la mina, está a punto de hablar mal de su ex, pero finalmente le echa la culpa al médico: no fue a pedido de ella, lo resolvió el ginecólogo, inconsultamente parece… Ahí tomó la decisión: “Cuando se case el último de los chicos, me separo”.
Después se casó con otra, a la que conoció cuando tenía 15. Y él, 49. Tuvo tres hijos con ella. Con la actual hace once años que están juntos y no tuvieron hijos. Al principio ella quería viajar y más tarde logró esquivar su destino de coneja.
Ahora quiere contarnos de sus viajes, y habla de que tiene varios tiempos compartidos: en Brasil, en Estados Unidos, en Biarritz… Aclara que Biarritz queda en Francia, y estoy a punto de romper mi mutismo para decir que Miarritze queda en Euskal Herría ocupada. Pero no da. Menos aún da cuando sigue enumerando y dice que tiene otro tiempo compartido en Israel (¡en Palestina usurpada!). Y que no llegó más temprano porque estuvo una hora hablando con la mina de la agencia de viajes.
“No hay nada más lindo que viajar”, acota la señora joven. Y él asiente. Cuenta que en un lugar turístico iban subiendo una cuesta, y le dijo a su jermu: “Ahí arriba hay un bar con unas mesitas”. Cuando llegaron arriba, ella, deslumbrada, le preguntó cómo sabía. “Porque yo ya estuve acá”, respondió, y afirma que eso es lo bueno de viajar para él, poder conocer más que el otro.
De ahí deriva a sus hijos: cuatro viven acá y cuatro en el exterior. Apenas menciona a los nietos, y vuelve al menor de los cinco primeros: habla de él con un tono que de condescendiente tira a despectivo, como si fuera el menos avispado de la prole. Dice que un día fue a la casa de la novia y pasó a la habitación, donde había una cama de una plaza. “¿Dónde duermen ustedes?”, le preguntó a la chica. Y cuando ella le contestó “acá”, el señor se ofendió: “Para ir a un bulín, voy al bulín de mis minas, no al de la mina de mi hijo. Yo acá no vengo más”. Dice que la chica le explicó que no tenían a dónde ir, y él se sorprendió porque le había comprado un departamento a cada hijo.
Las señoras, tan comprensivas como perspicaces, coinciden en que “el pobre” no quería casarse para que no se separaran. Él sólo dice que finalmente se casaron. Los tangos de la radio siguen sonando, y, cuando el locutor anuncia las canciones, al señor le llama la atención que sea la radio y no un disco, como siempre. Ese es el puente para pasar a hablar de música, de lo conocido que es Atahualpa Yupanqui en Israel. La señora locuaz habla de Cafrune, estoy seguro, pero no recuerda el nombre. Nadie lo recuerda, salvo yo, que sigo en silencio.
Unx de los ocho hijxs trabajaba como traductor en una embajada, en la israelí acá, o en la argentina allá, y después de la bomba no sé qué pasó. La vieja encuentra un espacio para tomar la iniciativa de la conversa, y habla de un Fulano que laburaba en la embajada: “Era altísimo Fulano, y sólo encontraron el pedazo de acá”, dice señalándose la cadera. La mujer joven, digamos joven, de cuarenta y tantos, exclama un gesto impresionado, y propone no hablar de eso mientras la señora repite “cómo nos juntamos y ayudamos a la familia de Fulano”.
La larga consulta llega a su fin. La paciente se va, y la recepcionista pide permiso para irse: hace casi media hora que terminó el horario de atención. El médico se sienta en la sala de espera y, seguramente agobiado, se pone a charlar.
Él también tiene la voz poderosa, como si fuese levemente sordo y necesitara hablar fuerte para oírse. Sin embargo, nunca me pidió que elevara el tono pese a que mi volumen es en general bajo. Cuenta que renunció a PAMI. Que le cayó una inspección, o algo así, y que le hicieron quilombo porque no lleva historia clínica de los pacientes (“yo no estoy para hacer caligrafía”), porque no da turnos (“si doy turno, lo atiendo el mes que viene”, dice, y esta vez le doy la razón), por no sé qué más. Que en treinta años nunca tuvo un problema, pero que ahora sí, y que fue a reclamar y terminó presentando la renuncia; que se jugaba a todo a nada, que estuvo una semana juntando papeles… A la señora locuaz se le ocurre “que les pregunten a sus pacientes” qué opinan. El señor hipervital no acota nada. La señora joven se pone de pie y exhibe un culo ferroviario encajado en un jean negro: explica que solo vino por la receta y promete que no va a estar más de cinco minutos. Al final, no me queda claro si la renuncia se hizo efectiva o no.
Fácil, hace cincuenta minutos que esperamos. Me hace pasar a mí antes, compra lo que le llevó mi encarnación delivery y, luego de un intento de regateo, me paga los cien mangos. Me habla de lo complicada que fue su semana pasada, de la renuncia, y sigo sin saber si sigue en PAMI o no. Supongo que entonces recuerda que hay gente esperando, porque noto cómo contiene de repente sus ganas de hablar, y me despide.
Bajo solo, y en la puerta me abre una vecina. Ya es de noche. Algunas gotas se hacen garúa y otras, neblina. El sueño que me apremiaba en el bondi se disipó asistiendo a la conversación. Entonces no me cuesta nada volver caminando.

Sildenafil (II)

Voy a la farmacia a comprar Amixen plus (amoxilina + diclofenac), un antibiótico que, me entero después, se vende con receta archivada. Mi dentista me hizo sólo una receta, más de un mes atrás, y ni siquiera puso el nombre del paciente. Me atiende la señora que hace un año y medio me aplicó la mayoría de las dieciocho inyecciones a las que tuve que someter mis nalgas. Me reconoce, me pregunta cómo estoy, trae el remedio, y me pregunta si necesito algo más. Le contesto que no. Entonces me da el tique (¡ticket!) y me devuelve la receta luego de alisarla contra el borde del mostrador.
Es en mi casa donde leo el prospecto y me entero de la condición de venta bajo receta archivada. Se me ocurre que, de haberlo sabido antes, podría haberle preguntado si es posible que ocurra lo mismo con el sildenafil, es decir, que me lo venda sin que quede registro alguno de su venta, pese a que debería venderse con receta archivada.
Un par de semanas después tengo que comprar otra caja de Amixen, y voy a la farmacia con la misma receta y con la ilusión de que me atienda la señora esta, con quien hay cierta empatía, o con quien me surge cierta confianza, para hacer mi pregunta si se repite el diálogo. Pero la señora no está a la vista. Así que pego media vuelta y me voy.
Pasó el tiempo, y ayer tenía que comprarlo sí o sí. Mi dentista me hizo una receta nueva, otra vez sin nombre y sin duplicar. Y, pese a hacerla en un lugar público, insistió en su mala costumbre de poner el nombre del medicamento y no el de las drogas que lo componen. Seguramente debido a la tarde lluviosa, no hay clientes en la farmacia. La señora Q no está a la vista. De hecho, no hay vendedores cerca del mostrador. Unos segundos después aparece un tipo alto, al que también tuve que entregarle mis glúteos en aquel tiempo, y se repite la escena.
Cuando el vendedor, después de fijarse el precio en la pantalla, me pregunta si necesito algo más, le contesto preguntándole si venden sildenafil sin receta. “No. Sin receta, no”, responde secamente, y, sin más, se dirige a la zona de los estantes a buscar mi antibiótico. Lo trae, me da el tique (¡ticket!) y me devuelve la receta.
Hasta ahí, nada nuevo. Vas a una farmacia a preguntar si te venden sildenafil sin receta y te dicen que no. Y tienen razón, nada que discutir.
Lo que me queda revoloteando en la cabeza es el porqué de mi silencio, de mi renuncia a, por lo menos, plantearle lo llamativo que me resulta que vendan un remedio que debería venderse con receta archivada sin pedir las dos recetas, sin quedarse con una receta, sin que quede constancia médica de su ausencia, y existiendo únicamente la de la caja.
No se lo digo, no le señalo la similitud que encuentro entre vender un medicamento de esta forma y venderlo sin receta. Creo que si callo no es por la autoridad que impone el guardapolvo blanco envolviendo al señor alto (justo en estos días en que tanto recordaba aquel lugar siniestro de mi niñez lleno de gente alta y guardapolvos blancos), ni por mi probable cortedad, ni por la comodidad de hablar solo en mi blog. Quiero creer que no es por eso. Más bien, y aparte de que no me sale discutir cuando sé que no tengo razón, supongo que es porque no hay un tercero testigo. Y entonces me resulta inútil, ya que nunca nadie –quizá alguien, una vez– cambió de opinión por lo que yo haya dicho.
El señor este se habrá quedado contento por impedirme coger, tal vez para poder seguir teniéndome en la categoría de malcogidx, para tranquilizar su espíritu sabiendo que hay alguien que coge peor, y menos, que él. (Si hay un insulto que detesto es malcogidx, porque no es algo que depende de unx necesariamente: no es algo que yo haya elegido).
Por horas, incluso después de dormir un rato, me queda impresionado ese momento, el cambio del aire a los dos lados del mostrador, y la química que se constituyó en mi cabeza. Y surge otra cosa: lo arduo que es intentar algo. Juntar tres ladrillos (como dijo el paraguayo), y que venga un forro y te los voltee de un soplido. Hay un margen tan escaso donde intentar, y me resulta tan engorroso acceder a él: que se me ocurra preguntar, tener la energía para hacerlo, la cara para ir, la oportunidad de que haya un lugar… Y me demuelen llenos de mala onda, como si pidiera un Rohypnol con un tetra bajo el brazo.
Al fin, cuando lo pienso y repienso, y se construye el relato, el veneno que tengo en la cabeza, que me baja a la sangre, queda más o menos encapsulado. Para esto servía mi blog, no para hablar de los limones transgénicos…
Pero yo sigo en el mismo lugar. Sin sildenafil, sin lo que implica, sin poder salir de esta dinámica. Viviendo una vida del orto, que ya no es ni divertido ni liberador contar acá.