lunes, 13 de septiembre de 2010

Sildenafil (II)

Voy a la farmacia a comprar Amixen plus (amoxilina + diclofenac), un antibiótico que, me entero después, se vende con receta archivada. Mi dentista me hizo sólo una receta, más de un mes atrás, y ni siquiera puso el nombre del paciente. Me atiende la señora que hace un año y medio me aplicó la mayoría de las dieciocho inyecciones a las que tuve que someter mis nalgas. Me reconoce, me pregunta cómo estoy, trae el remedio, y me pregunta si necesito algo más. Le contesto que no. Entonces me da el tique (¡ticket!) y me devuelve la receta luego de alisarla contra el borde del mostrador.
Es en mi casa donde leo el prospecto y me entero de la condición de venta bajo receta archivada. Se me ocurre que, de haberlo sabido antes, podría haberle preguntado si es posible que ocurra lo mismo con el sildenafil, es decir, que me lo venda sin que quede registro alguno de su venta, pese a que debería venderse con receta archivada.
Un par de semanas después tengo que comprar otra caja de Amixen, y voy a la farmacia con la misma receta y con la ilusión de que me atienda la señora esta, con quien hay cierta empatía, o con quien me surge cierta confianza, para hacer mi pregunta si se repite el diálogo. Pero la señora no está a la vista. Así que pego media vuelta y me voy.
Pasó el tiempo, y ayer tenía que comprarlo sí o sí. Mi dentista me hizo una receta nueva, otra vez sin nombre y sin duplicar. Y, pese a hacerla en un lugar público, insistió en su mala costumbre de poner el nombre del medicamento y no el de las drogas que lo componen. Seguramente debido a la tarde lluviosa, no hay clientes en la farmacia. La señora Q no está a la vista. De hecho, no hay vendedores cerca del mostrador. Unos segundos después aparece un tipo alto, al que también tuve que entregarle mis glúteos en aquel tiempo, y se repite la escena.
Cuando el vendedor, después de fijarse el precio en la pantalla, me pregunta si necesito algo más, le contesto preguntándole si venden sildenafil sin receta. “No. Sin receta, no”, responde secamente, y, sin más, se dirige a la zona de los estantes a buscar mi antibiótico. Lo trae, me da el tique (¡ticket!) y me devuelve la receta.
Hasta ahí, nada nuevo. Vas a una farmacia a preguntar si te venden sildenafil sin receta y te dicen que no. Y tienen razón, nada que discutir.
Lo que me queda revoloteando en la cabeza es el porqué de mi silencio, de mi renuncia a, por lo menos, plantearle lo llamativo que me resulta que vendan un remedio que debería venderse con receta archivada sin pedir las dos recetas, sin quedarse con una receta, sin que quede constancia médica de su ausencia, y existiendo únicamente la de la caja.
No se lo digo, no le señalo la similitud que encuentro entre vender un medicamento de esta forma y venderlo sin receta. Creo que si callo no es por la autoridad que impone el guardapolvo blanco envolviendo al señor alto (justo en estos días en que tanto recordaba aquel lugar siniestro de mi niñez lleno de gente alta y guardapolvos blancos), ni por mi probable cortedad, ni por la comodidad de hablar solo en mi blog. Quiero creer que no es por eso. Más bien, y aparte de que no me sale discutir cuando sé que no tengo razón, supongo que es porque no hay un tercero testigo. Y entonces me resulta inútil, ya que nunca nadie –quizá alguien, una vez– cambió de opinión por lo que yo haya dicho.
El señor este se habrá quedado contento por impedirme coger, tal vez para poder seguir teniéndome en la categoría de malcogidx, para tranquilizar su espíritu sabiendo que hay alguien que coge peor, y menos, que él. (Si hay un insulto que detesto es malcogidx, porque no es algo que depende de unx necesariamente: no es algo que yo haya elegido).
Por horas, incluso después de dormir un rato, me queda impresionado ese momento, el cambio del aire a los dos lados del mostrador, y la química que se constituyó en mi cabeza. Y surge otra cosa: lo arduo que es intentar algo. Juntar tres ladrillos (como dijo el paraguayo), y que venga un forro y te los voltee de un soplido. Hay un margen tan escaso donde intentar, y me resulta tan engorroso acceder a él: que se me ocurra preguntar, tener la energía para hacerlo, la cara para ir, la oportunidad de que haya un lugar… Y me demuelen llenos de mala onda, como si pidiera un Rohypnol con un tetra bajo el brazo.
Al fin, cuando lo pienso y repienso, y se construye el relato, el veneno que tengo en la cabeza, que me baja a la sangre, queda más o menos encapsulado. Para esto servía mi blog, no para hablar de los limones transgénicos…
Pero yo sigo en el mismo lugar. Sin sildenafil, sin lo que implica, sin poder salir de esta dinámica. Viviendo una vida del orto, que ya no es ni divertido ni liberador contar acá.

1 comentario:

Galo Eter dijo...

El que no quiere que yo coja, el que pudiendo facilitarlo no lo hace, ES MI ENEMIGO.