viernes, 12 de enero de 2018

Otra vez más

En el ring que demarcan las sendas peatonales, las vanguardias de dos grupos se encuentran y hacen la pantomima de un combate a facazos, que les sirve como saludo y forma de establecer jerarquías.
El aire cargado de noviembre traslada sus gritos, el perfume de los jazmines que pusieron en la plaza y las escalas que tira el que toca la trompeta con la ventana abierta, que me hace acordar que mañana toca Dancing y otra vez no tengo con quién ir.

Manos que se encuentran, manos que no

Trataré de no caer demasiado en el detalle, pero me acuerdo de mucho, casi de todo: desde el buzo que tenía puesto hasta el estadio del que en voz muy alta les hablaba a sus colegas uno de los profesionales mientras todos esperábamos para poder entrar.
El papelito que me habían dado me citaba a las 7:45, pero el tránsito está cada vez peor y debí correr por Marcelo T para llegar 7:50 según mi despertador (no tengo teléfono, no tengo reloj pulsera: si tengo que ser puntual, llevo el despertador en un bolsillo). Seguramente hice un paso por el baño para evacuar la vejiga y afrontar la intervención sin un posible apremio. Cuando salí del ascensor que me llevó al octavo piso, pacientes y profesionales compartían el lobby sin poder acceder a la sala de espera ni a los consultorios. La persona que tenía las llaves no había ido, o se las había olvidado, o algo, y entonces hubo que llamar a unos operarios para que rompieran la cerradura con una amoladora.
Todos esperaban de pie, pero yo preferí cuidar mi energía y sentarme en el único lugar posible, la escalera. La joven doctora que debía atenderme apareció bastante después de la hora indicada, tal vez media hora más tarde, pero no fue inconveniente: la amoladora aún no había ganado su batalla. Me alivió verla porque yo ya estaría pensado que no vino, no viene, no va a venir, se enfermó, se posterga todo…
Decidí no preguntarle si recién llegaba o si simplemente no la había visto. Me acerqué y me explicó que había llamado por teléfono, tal como había dicho que iba a hacer, para decirme con certeza los costos posibles de la cirugía, pero que al encontrarse con el contestador de casa no dejó mensaje. Le aclaré que la plata no era un problema, que había llevado una suma cercana a la cifra tentativa más alta que me había pasado en la última consulta, por si era necesario el relleno óseo.
Y no tuvimos mucho más para contarnos antes de que se alejara rumbo al corro altisonante donde los profesionales hablaban de lo coqueta que es la cancha de Colón, de una reunión donde a uno que tenía una guitarra le cambiaron la afinación o de la carta medio agreta que una paciente le escribió a otra profesional novata, a raíz de la cual sus colegas le aconsejaban que no se dejara afectar por eso.
La espera me dispara ansiedad; esta, nervios, y los nervios, ganas de hacer pis. Entonces volví al ascensor rumbo al baño de la planta baja. Retornar me llevó unos cuantos minutos de espera porque los ascensores no venían, porque se llenaban y la chicharra obligaba a descender a alguien, al último que pudo entrar, a mí; o porque me hicieron bajar de uno diciéndome que los alumnos tenían prioridad (?). Y cuando reaparecí en el octavo piso, la puerta estaba abierta y los pacientes ya tenían su orden.
Toqué el timbre, expliqué la situación, todo bien. Esperá un ratito. Me hacen pasar para que pague, el secretario me confirma el precio, cuenta la plata que le doy y me sugiere que le agradezca a la doctora su gestión. No me quedó del todo claro cuál fue la famosa gestión –no me pareció pertinente preguntarle a él y nunca se lo pregunté a ella–, pero creo que la mina decidió colocar un implante más caro sin cobrarme más, y, si fue así, quizá haya puesto la diferencia de su bolsillo.
El chabón termina diciéndome que van a tardar un poco, que tengo tiempo para ir a tomarme un café. Okey, un gusto. Gracias. Café no tomo, pero aprovecho para ir al supermercado cercano, al que recuerdo de cuando estudiaba a una cuadra de allí, y compro un jugo Ades porque el que llevé para mantener mi glucemia en condiciones ya está en mi panza. Trato de cargar la SUBE, pero los subtes de la zona norte me resultan desconocidos y busco la estación en el lugar equivocado, hasta que decido volver. Hago pis una vez más y me embarco de nuevo en el ascensor.
En uno de tantos minutos de la espera, la doctora abre la puerta y me acerco para preguntarle si tiene alguna idea sobre la hora a la que me atenderá. Me dice que a eso de la diez y cuarto (al final, fue a las diez y media: no le erró por tanto). Algo está bien en ese momento, ella está bien, tal vez, o lo que transmite, y una neurona me trae las palabras que hace un rato me dijo el secretario. Y le agradezco su gestión. "Me dijeron que te agradezca tu gestión, así que gracias". Algo así.
No hay video. Tristemente, allí no hay una cámara. Pusieron en la planta baja, con seguridad privada y molinetes para entrar y salir, pero no en la sala de espera. Sin cámara no puedo pedir ver la grabación, sin cámara no hay testimonios objetivos: solo la impresión que quedó, una desconocida e irrepetible fórmula química que explicaría ese estado de mis neurotransmisores, la narración de la narración (del recuerdo del recuerdo), este post, uno en el blog de Massey. Meras versiones.
La expresividad de su cara iluminó el lugar como nunca, agradeció con la palabra "gracias" y quizá con algunas más, y, cuando esa serie de palabras concluyó, me di cuenta de que nuestras manos se habían encontrado en el mismo punto del universo. Nunca conoceré la dinámica cabal del encuentro, quién movió centésimas antes, quién siguió. Sé que los dos nos quedamos un toque así (nunca sabré el tiempo exacto, tampoco) y sé que cualquier otro gesto, aun si incluía contacto físico –un beso, un abrazo–, no habría resonado tanto en mí.
Después cada uno volvió a su lugar, yo volví a hacer pis (esta vez en el baño del piso de arriba, cruzando de un ala a la otra del edificio, pero a salvo de demoras del ascensor), y seguí esperando hasta que me hicieron pasar al quirófano.
Tal vez en ese encuentro de manos cambió algo, o simplemente se consolidó la buena onda que había, porque nunca se equivoca mi nombre, por la cara que puso cuando hablamos de plata y mencioné el testamento inesperado que dejó mi padre y cómo me enteré, porque es nueva y se le nota y me sale decirle "tranqui, no pasa nada" cuando varias veces me pide que la aguarde y va a consultar algo, porque esa buena onda suena genuina.
Tal vez cambió un poco más cuando por un segundo abrí los ojos en el quirófano y la vi de espaldas, buscando algo en la mesa de operaciones, y necesariamente reparé en el semicírculo inalcanzable de piel que se develaba bajo el pelo rubio recogido por la cofia y fuera del área de cobertura del delantal verde.
Cambió del todo un par de meses más adelante, cuando cometió un desliz en el procedimiento y se sacó los guantes dando por terminada su tarea, pero de inmediato –creo que fue el día que un colega la supervisaba y a instancias de él– volvió sobre sus pasos para repasar algo y me tocó con la mano desnuda: aún siento vestigios de la sensación de su dedo levemente frío en el cuadrante superior izquierdo de mis labios.
Como sea, algo poderoso sucedió en aquel momento.
Cuando terminó la cirugía, y después de darme las indicaciones postoperatorias, nuestras manos volvieron a encontrarse. De eso ya no me acordaba, pero aparece mencionado en un mail que le escribí a L. donde referí varios de estos hechos. Quizá fue ese gesto que reconozco tan mío de extender el brazo hacia la otra persona en la despedida cuando ya comencé a girar mi cuerpo para alejarme, cuando su eje ya está a más de noventa grados, y abrir la mano, buscando otra mano.
Esa vez, lo sé, la iniciativa fue mía, como las dos o tres veces que se repitió. No se trató de un gesto deliberado, no es que fui con la decisión de hacerlo, pero no creo que haya sido tan espontáneo como el primero. Tal vez mi inconsciente, con la certeza de la aceptación, lo buscó con más confianza.
Me acuerdo tanto porque fue uno de los highlights de 2016, por ese intercambio de mails con L. donde se cristalizaron algunos hechos que, sin él, se habrían diluido en el fluir de los neurotransmisores, porque estuve más de un año queriendo escribir algo satisfactorio sobre esto, porque durante todo ese tiempo me quedó la deuda de no poder decírselo –hasta que pude–.
Y me acordé de nuevo la otra tarde, frente al edificio de Bustamante y la del Konex, por cuyas inmediaciones pasé decenas de veces sin reparar en el remate, acaso de campanario, que presenta en lo alto de la esquina. Cuando lo descubrí, quise fotearlo, pero el sol del invierno no me ayudaba. Al pasar por ahí esta vez, noté que su desplazamiento hacia el sur había recorrido un trayecto suficiente como para iluminar esa vereda y permitirme intentar la foto.
Entre postes de luz, árboles y cables, busqué el ángulo acuclillándome y metiéndome casi adentro de la pared sucia de un negocio cerrado. Cuando me incorporé, con una relativa satisfacción por la toma, descubrí que me observaba una chica del gobierno de la ciudad que llevaba puesta una campera con la palabra "prevención". Me dijo que se había quedado ahí, interrumpiendo su camino, para no cruzarse en la foto, y le agradecí francamente, aunque muy pronto flasheé cualquiera: como ya tuve que afrontar situaciones con las autoridades (?) en las que debí explicar mi hobby, y como en esas ocasiones nunca me acordé de llevar adelante la pantomima del turista y responderles en inglés, "I'm taking pictures, beautiful buildings", le insistí en referencias a la foto y al edificio con la fantasía de dejar clara así mi afición.
Como tres veces le mencioné lo arduo que resultaba hacer entrar el edificio entero en cuadro, hasta que, por alguna palabra, por la continuidad del diálogo o, más probablemente, por algún gesto indescifrable desde lo consciente, percibí que me lo había dicho posta, que no era una excusa para aludir a su presencia vigilante sin demostrarla de manera más abierta y agreta. Cuando se estaban agotando las palabras y ya me iba, me descubrí haciendo ese gesto en busca de un último contacto. Estiré el brazo, abrí la mano y terminé tocando el aire.
El antebrazo expuesto por la campera arremangada no se movió. Su quietud es la foto de ese momento, que permaneció aturdiéndome varios segundos, como queda la última imagen en la pantalla del televisor un rato después de haberlo apagado. Hasta que doblé por Bustamante y a los pocos metros se disgregó de pronto, en el instante en que me acordé de mi odontóloga del año pasado y de aquel gesto en el límite de la sala de espera. Y, ya sin el temor que a veces me asaltaba de estar exagerando las cosas, los valoré aún más.

martes, 2 de enero de 2018

Como siempre (salvo en 2010)

2045 está más cerca que 1990

Una vez que alcancé el límite etario que me había inventado como una (tenue) protección ante la desenfrenada arbitrariedad policíaca de entonces, empecé a ir a recitales. Nunca sabré si fue por la efectividad de ese talismán imaginario o por mera casualidad, pero en aquel tiempo en que todos pudimos ser Bulacio me pararon muchos ratis del orto, incluso a las tres de la tarde en la esquina de mi casa, y nunca me llevaron.
Así, fui a ver a Patricio Rey algunas veces. Iba sin compañía, claro, porque no tenía con quién ir. Y volvía sin compañía, claro, porque mi escasísima capacidad de sociabilización se manifestaba en plenitud (o por alguna otra razón que no identifico, y entonces se la cargo a lo que más o menos tengo identificado).
Una de ellas fue cuando tocaron en Halley. Era invierno, pero, como siempre, fui caminando. En el trayecto pasé por un hospital donde me quedó grabada la imagen de una señora con un embarazo a término bajando de un taxi. Si fuerzo la memoria, hasta podría decir qué buzo me había puesto: el gris y blanco de Cacharel, que, bastante roto, aún uso debajo de otro algunos días de frío. No recuerdo si llevé campera (no recuerdo qué campera tenía), no recuerdo que hiciera mucho frío, aunque las palabras de un asistente al show, inmortalizadas en la grabación que encuentro en Youtube, me dicen que sí.
Llegué y rápidamente me enteré de que la hiperinflación que campeaba por esos días había puesto el valor de las entradas más allá de mis previsiones. Entonces hice lo que había aprendido por observación en la puerta de Cemento: pedí. (Bueno, más que por observación, lo había aprendido por ser sujeto paciente de la acción). Una, dos, tres veces me acerqué a una, dos, tres personas con las que compartía esa vereda colmada de Corrientes y les pedí plata explicándoles que no me alcanzaba para la entrada. Todas las veces me dijeron que no. El chabón que estaba con dos minas vestidas de negro, una linda y la otra no, pero ambas inaccesibles, medio que dudó, que no fue taxativo en su negativa, y le insistí. Y ahí sí fue lapidario. No.
Doblé la esquina, buscando no sé qué, tal vez ya habiéndome dejado vencer por la resignación y emprendiendo el regreso. O tal vez no. De tanto no me acuerdo. Lo que recuerdo con patente claridad es que pasó una mujer de unos treinta años caminando por Junín, a la cual seguro habré sobresaltado en la desolación nocturna de las calles laterales cuando me acerqué para pedirle. La mina claramente no iba al recital y, por supuesto, también me dijo que no.
En esa época no sabía que yendo en grupo podía arreglarse el ingreso en algún lugar y de alguna forma que aún hoy sigo sin conocer. Me enteré décadas más tarde, escuchando el programa que sigue la campaña de mi equipo de fútbol, cuando el comentarista contó que alguna vez él y sus amigos fueron a Cemento y negociaron con la mismísima Poly entrar seis y pagar cuatro. Pero, claro, yo no iba en grupo, y entonces eso quedaba fuera de mi alcance por no saberlo –porque no había sucedido ante mis ojos, porque nadie me lo dijo, porque en el Sí de Clarín nunca lo mencionaron– y, sobre todo, claro, porque iba por mi cuenta.
El recuerdo siguiente me encuentra volviendo, otra vez a patas, por la avenida Rivadavia, vacía de madrugada de invierno. La foto mental se ubica en la vereda derecha en el sentido del tránsito, donde había un negocio de venta de mascotas, seguramente en la cuadra previa al ominoso edificio de Sanidad Escolar. Ahí pasó algo. Tal vez ahí, a esa altura, me prometí que nunca más iba a vivir una situación igual. Al menos, de eso es de lo que me acuerdo.
Si la memoria no me falla, lo que falló fue mi determinación, porque unos meses después fui a verlos otra vez. Tocaban en un boliche de Constitución. De nuevo, el tiempo puede superponer recuerdos, pero me viene una imagen que parece corresponderse con esa noche, saliendo de casa, pasando por la calle de acá al costado, donde ahora está el garaje y antes había una especie de conventillo, con gente exaltada en algún balcón de la planta alta.
La híper había cesado, pero otra vez no me alcanzó la guita. En las cercanías del colectivo escolar donde se vendían las entradas, de nuevo pedí en vano. Ahora el rechazo fue más hostil. Un pelotudo grande, medio lumpen o medio colocado, me dijo con tono burlón que me iba a dar "un plomo". De esta vez no me acuerdo a cuántos les pedí ni qué camino tomé para volverme. Porque, sí, me volví. Seguramente más pronto que la noche de Halley.
A la mañana fui de nuevo al lugar –¿una consecuencia de mi habitual desfasaje espaciotemporal?–, y las veredas daban cuenta de la batalla. Luego, la radio o el diario hicieron lo propio y confirmaron una cantidad de detenciones lo suficientemente importante como para romper el estándar y ganarse un lugar en los medios.
En esa época, los Redondos (bah, el Indio) no hablaban con Pergolini, hablaban en Piso 93. En una de esas entrevistas, que habrán sido tres o cuatro, una oyente llamó y dejó un mensaje quejándose de lo mal que la había pasado en uno de esos shows por todas las veces que le tocaron el orto. La respuesta no corrió por parte de Solari, sino que el Rafa Hernández dijo "al que le guste el durazno que se aguante la pelusa". Textual. Por ahí deben estar los casetes. Por ahí alguno lo subió a Youtube.
La justificación del maltrato saliendo de los parlantes del radiograbador se imprimió en mí tan indeleble como la percepción de la hostilidad imperante, que no se limitaba a la presencia de los sujetos de azul en las calles, sino que también se encontraba en el público redondo. En esas palabras suficientes, casi socarronas, del locutor elegido, y en el silencio aquiescente del cantante confluyeron la imagen del rechazo vivido por mí y la del desprecio por el público en general.
Esa mística, en pleno proceso de crecimiento exponencial, y la presunta pertenencia y solidaridad que conllevaba, no eran más que verso, una vulgar y estúpida (?) mentira que muchos necesitaron creer por años, que muchos creen aún hoy. Somos todos redonditos, redonditos de ricota, pero, si no te alcanzó la plata y pedís, nadie te da. (Bueno, yo sí: cuando me pidieron, yo di; cuando yo pedí, nadie me dio). Y, de paso, bancate que el show empiece a cualquier hora, como se queja uno del público en el pirata de Halley. Y bancate, si sos mina, que te manoseen, y bánquense, todos, que sea un quilombo afuera y que sea cada vez más quilombo adentro porque rocanrolnenen.
Entonces, sin una decisión tan drástica como aquella de la avenida Rivadavia, nunca más fui a verlos. Fue mi manera instintiva de cuidarme el culito un par de años antes de que el Indio lanzara esa frase tan tristemente darwinista.
De hecho, nunca más fui a un recital. Por casi veinte años. Aunque seguí teniendo ganas y haciendo planes que se frustraban a último momento: Zitarrosa en el Club Oeste (error: me fijo y eso fue antes), Malrecetado compartiendo una fecha quizá con El Lado Salvaje quizá por San Telmo, Don Cornelio en La Mosca Porteña, el primer Clapton en River… No fui a ninguno. En cada caso, algo pasó, no recuerdo qué –tal vez solo una falla en la conexión de los cables mentales que debían llevar el entusiasmo a la acción–, pero al final no fui, pese a que la manija habrá sido lo suficientemente intensa por que los recuerdo a tantos años de distancia.
Después volvió el pánico, y, cuando le gané, las que no volvieron fueron las ganas. Y ni planes hubo ya, apenas una fantasía borrosa que no cuajó cuando vinieron los Stones o AC/DC por primera vez.
Sin decidirlo explícitamente, me bajé de esa dinámica, dejé de tratar de integrar algo de lo que no formaba parte y con cuya evidencia me encontré, sobre todo, esas dos veces en que no hubo intersección posible entre la realidad y el mundo de mi habitación y la radio. Seguramente lo que sentí fue que me hicieron notar de manera irreductible que no pertenecía, algo que antes había quedado disimulado con el falso positivo que implicaba entrar.
Me bajé, aunque no del todo, porque seguí escuchando la radio y grabando casetes y, enseguida, comprando CDs, y no pudiendo no acumular en la memoria esos datos al pedo sobre discos y músicos y hasta productores, casi como uno recuerda, sin querer, formaciones de equipos de fútbol. (Fillol; Vázquez, Fabbri, Costas, Olarán; Acuña, Ludueña, Colombatti, Rubén Paz; Catalán o Medina Bello y Walter Fernández). (Pereira; Clausen, Monzón, Rogelio Delgado, Luli Ríos; Bianco, Ludueña, Insúa, Bochini; Reggiardo y Alfaro Moreno. Menos en el caso de Ríos, podría agregar el nombre de cada jugador; es más, el nombre completo, salvo los de Pereira y Reggiardo, cuyos segundos nombres he logrado desalojar de mi memoria). Pero siempre desde afuera. Alguien que no va a la cancha, que no juega al fútbol, que lo vive a través de la radio, El Gráfico o la tele. Alguien que solo acumula datos y objetos y recuerdos en la memoria, alguien que debe disimular para no quedar como muy freak tirando demasiados de esos datos en alguna charla.
Después de ese largo intervalo, logré reconstruir las ganas de ir a un recital, que pronto, y vencido el breve tiempo de los recis compartidos (ey, gracias; sí, a vos, que no leés –ni escribís– más, te lo digo: gracias), fueron menguando. De todos modos, alguna que otra noche, cada vez menos, todavía lo intento y voy. Pese a la falta de compañía, a la poca plata y al operativo que implica ir por los condicionamientos que me imponen mi mal descanso y mi glucemia o lo que carajo sea, voy.
No sé para qué voy cuando voy ni para qué fui cuando vuelvo. Y tampoco sabía del todo por qué me volví sin entrar la última vez, la única de este año, cuando llegué hasta la puerta del boliche luego de usar tres medios de transporte y, después de esperar un rato, dije "ya fue". No sé si por la incertidumbre sobre la hora del comienzo –y sobre la hora del final, porque después hay que volver, hay que esperar a las dos de la mañana un bondi que me deja a veinticinco cuadras y hay que caminar esas veinticinco cuadras–, por la falta de certezas respecto de la respuesta de mi cuerpo o por no tener ganas de explicar lo que me pasa, pese a todos los preparativos (a consultar en vano el horario posta en el Facebook del lugar, a explicar o no el porqué de la consulta insistente, a las cinco empanadas comidas en el tren y caminando por la calle, a los alimentos para la vuelta por si el cuerpo pide y ya es tan tarde que no hay kiosco donde comprar), giré sobre mis pasos y me volví cuando Gaona ardía de expectativas en el lenguaje corporal de los que la habitaban.
No lo sabía hasta que recién me di cuenta de que me volví sin entrar para no volverme de un recital sin compañía otra vez más. (Y para no gastar y aumentar el monto de mis deudas). Para darme cuenta de cosas así (me) sirve este blog.
Pasó una vida, la vida de la criatura esa que habrá nacido alguna de las noches de Halley o la de mi (ex) dentista, que tiene la misma edad, y yo sigo igual. Me lo recuerdan de modo insoslayable las calles, que siguen igual de vacías. Rivadavia en 1989 o Bulnes en 2016 (cuando vuelvo, siempre caminando, de ver a SMM en un sótano que con una chispa sería una trampa mortal) sólo podrían diferenciarse por los modelos de los autos que pasaban, pero el vacío que me envolvía no me permitió reparar en ellos. Y esa sensación imprimió mucho más que la de haber visto, diez minutos atrás, un recital de una banda que me gusta.
En realidad, se trata, apenas, de una, ¡de otra!, manifestación de que todo sigue igual, algo sólo disimulado por una frágil puesta en escena que aprendí a hacer con el tiempo, aunque en el fondo soy la misma persona de entonces (y con un cuerpo que responde tanto menos): el personaje de un dibujo animado superpuesto sobre un fondo fijo, que parece integrarse con él, pero que, más pronto que tarde, revela que son de mundos diferentes. Ese hiato insalvable es todo lo dicho en este blog y algunas cosas que callo porque no sé cómo decirlas, por pudor o porque la lista sería infinita. A veces se dan cuenta los demás, a veces me doy cuenta yo, a veces, todos: lo identifiquemos con precisión o lo percibamos vagamente, algo falta, como el alma de Bart, y se revela. Algo no aprendí, algo no me pertenece, algo no puedo activar, algo me es ajeno aunque esté en el lugar y tenga la plata para entrar. Y aun adentro sigo outside.

La anestesia es total

Cuando Barack Obama asumió la presidencia de Estados Unidos, cuando era enorme la expectativa por el negro pluricultural de padre musulmán que llegaba para cerrar Guantánamo (jajjaja), dijimos aquí que nada nuevo podía esperarse de su gestión en lo referido al conflicto israelí-palestino.
Pasaron ocho años, ganó el Nobel de la Paz, tuvo algunas rispideces con Netanyahu, supervisó el operativo que terminó con el asesinato de Bin Laden y la desaparición de su cadáver, vino a Buenos Aires y se emocionó en el monumento que recuerda a otras personas asesinadas y tiradas al mar, flexibilizó la relación con Cuba, pero nada cambió entre Israel y Palestina.
Durante ese tiempo, no hubo ni un mínimo acercamiento entre las partes, lo cual eleva la figura de Rabin, el único tipo que del lado israelí dio un paso hacia la paz, firmando con Arafat y Clinton los acuerdos de 1993. Así terminó Rabin, asesinado por un fundamentalista judío…
El conflicto fue perdiendo lugar en los medios, cortesía de la guerra en Siria (donde la dinastía genocida de Assad salió airosa gracias a su alianza con el neozar Putin) y de la oportunísima aparición de Isis con sus decapitaciones, sus masacres cinematográficas y otras más pragmáticas y menos difundidas. Ahora, ante la caída del califato, el asunto que concita la atención en la zona es la escalada de la pugna entre Irán y Arabia Saudita, que no se limita al lejano Yemen, sino que se acerca al hipersensible Líbano.
Palestina y la ocupación israelí quedaron ya no en segundo plano: quedaron más atrás. Solo las sacó del olvido la operación "Margen protector", que en 2014 dejó más de 2100 muertos de un lado y 71 del otro, o los asesinatos de un bebé palestino de 18 meses y su padre, quemados vivos en su casa por colonos israelíes, como también fue quemado vivo un adolescente palestino en otro hecho, una venganza por el crimen de tres adolescentes israelíes supuestamente asesinados por palestinos.
Se cumplieron cincuenta años de la ocupación de Cisjordania (que incluye la de Jerusalén Oriental) y ni siquiera el poder de los números redondos movió el amperímetro. Todo fue quedando cubierto por un manto inquebrantable de quietud, un equilibrio desequilibrado (siempre para el mismo lado) que nadie parece interesado en sacudir.
El bipartidismo israelí ha desaparecido (tanto como ha desaparecido la izquierda pacifista israelí), los partidos que siguieron a su desaparición no se consolidaron, y el Likud se irguió en esa situación unipolar, aliado con racistas como Lieberman y Shaked, que serían intolerables en cualquier país occidental y que en Israel son ministros de Defensa y de Justicia…
Del otro lado del muro, contribuyen la conveniente pasividad de Fatah y, últimamente, también de Hamas. Seguro no fue casual que dos de sus líderes políticos más proclives a un acercamiento con Israel fueran asesinados por el estado sionista: Ahmed Jabari fue bombardeado en 2012, cuando procuraba un cese de hostilidades, como antes, en 2003, habían matado a Ismail Abu Shanab, uno de los fundadores de Hamas, que se había manifestado contra los atentados suicidas y era partidario de una tregua a largo plazo.
El único gesto significativo de rebelión lo realiza una chica de 16 años, Ahed Tamimi, que increpa, provoca y abofetea a los soldados ocupantes. El resto está petrificado: Abbas va camino a ser presidente vitalicio; Haniya trata de hacer buena letra para no ligarse un misilazo en la cabeza, Marwan Barghouti continúa preso… El Mandela palestino va a cumplir dieciséis años en la cárcel y nadie reclama por su libertad.
Mientras el tiempo juega a favor de la potencia ocupante, que cada día consolida un poco más el statu quo que pretende eternizar, los hechos consumados, a la velocidad del fuego que resulta imperceptible para la rana en la sartén, siguen su constante avance sobre cualquier posibilidad de un Estado palestino. Ni siquiera cuando el presidente Trump le da gas y decide trasladar la embajada de su país a Jerusalén, en un explícito respaldo a la idea mitológica de que esa ciudad es la "capital única, eterna e indivisible" del reino de Israel y, ahora, del estado sionista, se producen consecuencias significativas. Un par de "jornadas de ira", media docena de muertos y poco más.
Esta vez no tengo una intuición que me permita hacer un pronóstico con una certidumbre como la de hace nueve años. O quizá no hago un pronóstico no por carecer de intuición y no saber qué aventurar, sino porque, de hacerlo, sería más desfavorable que el de entonces: porque buscan postergar todo indefinidamente, hasta que no quede con vida nadie que haya nacido en la Palestina británica (ey, los más jóvenes de ellos, los que nacieron en el año de la Nakba, este año cumplen 70), hasta que no quede nadie que haya visto la firma de los acuerdos de paz… Hasta que puedan decir que nada de eso existió y lo borren de la memoria como borraron decenas y decenas de aldeas palestinas. Hasta que puedan decir que los palestinos no existen.
¡Ah, no, pará!, eso ya lo dijeron (hace casi cincuenta años que lo dijeron).
La única forma de ser optimista parece ser la de aferrarse al apotegma "cuanto peor mejor". Desde ese lugar podría ver con buenos ojos la decisión de Trump porque expone de modo palmario, aun para el más "coreano del centro", que Estados Unidos no es imparcial y que nada justo podrá ocurrir a partir de su mediación, y porque socava gravemente la idea de los dos estados, que se ha transformado en un cliché del bienpensar, pero que, al no poder resolver asuntos decisivos, resulta funcional a los ocupantes, que no quieren dos estados, sino estirar este limbo hasta que lo consideren irreversible.
Así, tal vez pronto alguien comience a gritar al pie del muro su propuesta de un solo estado, una verdadera democracia con su principio más básico: una persona, un voto. No para que suceda, porque no sucederá, sino para dejar en evidencia que los israelíes sólo pueden ser mayoría en esa región (considerando los límites del 67, los del 48, los previos, los posteriores, no importa) por la fuerza, por la impunidad y por la limpieza étnica.
O quizá la generación de Ahed Tamimi haga cosas que no se me ocurren.