lunes, 31 de agosto de 2020

Fantasmagoría

Una rubia en Goyena les propone a sus amigos hacer una parada estratégica en Bélgica. Conoce a la birrería de Centenera por su nombre y le gustan las rimas esdrújulas.
Una repartidora de Pedidos Ya se detiene en el semáforo de la bicisenda de Valle y aprovecha para decirle a alguien en el teléfono que después de entregar este pedido llega. La escucho y pienso en que un domingo a la noche hay alguien esperándola. Aparte de los que pidieron el delivery, claro.
Una de mis dentistas le responde a su colega y flamante compañera la pregunta sobre su vocación mientras trabaja en mi boca. Le dice que siempre quiso ser médica, pero que no se animó a anotarse en Medicina; que hizo el CBC de Derecho porque sus viejos trabajan en el Poder Judicial (dice eso, no dice "son abogados"), y que, mientras tanto, una amiga le consiguió laburo en un consultorio odontológico; que se enganchó con eso, y se cambió de carrera. Y que cuando cursó Cirugía supo que esa iba a ser su especialidad.
Caminando por las calles preencierro para hacer el mismo recorrido que hice alguna vez con alguien y traerme de nuevo algo de aquel momento, corriendo por la calle durante el encierro gracias a la dádiva que nos permiten los Amos que nos cuidan, con la boca abierta y anestesiada, las palabras que registro no están dirigidas a mí.
Y las que digo solo pueden surgir en diálogos que suceden en mi cabeza, como un mix entre la producción de una neuroquímica con la que busco mantener activas ciertas zonas cerebrales y la práctica de algunas palabras para que salgan fluidas si llega la chance. Que casi nunca llega.
A la dentista algo pude decirle cuando nos volvimos a ver después de la importante discrepancia sobre la exodoncia de unos de mis terceros molares superiores. "No lo sabés, pero esta semana estuve hablando mucho con vos". "Yo no me enteré", dijo, y me cayó bien la respuesta, aunque podría haber tenido un toque más de swing en los músculos faciales para darme la certeza de que estábamos en la misma frecuencia o para que yo me guardara esa risa con todas las otras risas suyas que tengo en la memoria.
Mientras este post madura como el nocaut en borradores, finalmente tengo en las manos los primeros ejemplares de un objeto producido autogestivamente. La gente a la que fantaseé con mostrárselo está en mi cabeza, hablo allí con ellos a partir de cosas que conversamos en la realidad; pero cuando saco las palabras de ese ámbito y les escribo, solo una persona responde.
Después, empieza a cosquillearme la nariz de un modo desconocido, y, otra vez, la tercera o cuarta en la doscientoscuarentena, voy a oler vinagre. Esta vez no percibo bien su aroma. Estoy perdiendo el olfato. Y siento un poco caliente el cuerpo, y no confío en el termómetro digital chino, y me empiezo a preocupar bastante. Ya lo dijo la viceministra que no quiere que nos riamos: todo resfrío es covid hasta que se pruebe lo contrario.
Cuando me despierto una madrugada y las piernas me duelen y me pesan, cuando me despierto una tarde por un dolor intenso en la nariz, cuando esa madrugada me temblequean las piernas, me preocupo más. No tengo a quién decírselo, no quiero decirlo en casa, no quiero contagiar a nadie ni quiero que me hinchen las pelotas con reproches, ni que me insistan para que tome la "medicación" que publicita Claudio María Domínguez. Ni terminar en el leprosario de Costa Salguero. Pero de algún modo tengo que sacarlo de mí, para pedir consejo o simplemente para existir.
Y, de nuevo, les escribo a algunas personas, haciendo el ajuste entre lo que pasa en mi cabeza cuando las traigo a ella -cuando recuerdo algún gesto, alguna palabra, alguna mirada que me dieron- y el mundo real. Chequeo los puntos de contacto con la realidad, y me parece que están bien. Pero no: en el mundo real, cuando las papas empiezan a tomar temperatura, la gente a la que sentía más cercana no responde. (La única respuesta es la de alguien a quien no le conozco la cara, alguien a quien le escribí porque un familiar se pescó el bicho chino. PD: gracias).
A una de esas personas le pedí específicamente que, si no tenía tiempo para responderme o si le daba "fiaca" (usé esa palabra que resucitaron los milenials como ella cuando les da vergüenza decir "paja", y seguramente la usé como una forma de producir un poco más de dopamina), me mandara una carita. Ni eso. Ni una puta carita.
Gracias por tanto desprecio.
Me puedo morir, literalmente, que no les importa. Ni a la persona que más sabe de mí, ni a la persona a la que más veces vi en estos años, y que tuvo un par de gestos inequívocos de afecto hacia mí les importa lo que me pasa. Todo lo generado al traerlas a mi cabeza, todo ese recurso para sentirme en contacto se revela inútil. Es una fantasmagoría que lleva siete años en un caso, más de cuatro en el otro.
Las cosas con las que uno intenta sentirse atado al mundo, atarse al mundo, no son tales. Nada externo me ata.