viernes, 29 de abril de 2022

El chatarrero chorro de Chiclana

Cuando uno va al depósito a vender cosas por peso, no sabe cuántos kilos de cartón, papel, plomo, etc., lleva. Incluso si pudiera acceder a la balanza de una farmacia, tampoco tendría una certeza inamovible. Alguna vez descubrí que la balanza de la farmacia más cercana a mi casa decía que yo pesaba trescientos gramos más que lo que decía la de la farmacia que está más lejos. Tratando de desempatar, conocí la farmacia que está a diez cuadras, cuya respuesta nunca coincidió con ninguna de las dos anteriores.
Como sea, uno presume que las balanzas de los depósitos están tocadas en contra de los intereses del vendedor, y que, si así no fuera, te dibujan el número con un movimiento rápido de la pesa más chica. Esto último no sucede con las electrónicas, pero, de todos modos, no se puede descartar que algún toque tengan. Incomprobable, pero probable. Lo que sí es seguro es que siempre redondean en contra a la hora de pagarte.
Sin embargo, hay una situación donde sí se puede saber el peso que uno llevó. Cuando vende monedas de curso legal. Con la paciencia gastada por que en cada vez más lugares me rechazaban las monedas de veinticinco y cincuenta centavos cuando quería pagar con ellas, de que casi en ningún lugar me las aceptaran, y habiendo escuchado que se podían vender como metal, me puse en la búsqueda de un lugar donde las compraran. Pero no encontré. Ni en el lugar donde suelo vender papeles viejos, en el cual pregunté, ni en otros, donde covid y vergüenza mediantes, no pregunté, pero miré el cartel con los precios en la vereda.
Finalmente, di con uno en el que pregunté, me dijeron que sí, que compraban las que no se pegan al imán (es decir, toda la línea vieja de monedas, salvo las más modernas de cinco y diez centavos, reconocibles, a falta de imán, por tener el canto liso) y que pagaban seiscientos pesos el kilo. Entonces me puse a ordenarlas para saber cuántos pesos iba a vender. Como soy bastante idiota, omití sacar la cuenta de cuánto peso iba a vender. Así, llevé todas las monedas, en vez de llevar dos kilos justos.
El tipo de la chatarrera interrumpió su aburrimiento, me atendió en la misma vereda, entró al lugar con la bolsa, la apoyó en la balanza, la abrió y miró su contenido. Le dije que había pasado el imán una por una, pero él necesitó ir a buscar su imán y pasarlo someramente por la superficie. Luego hizo el malabarismo de las pesas, nunca me dijo qué indicaba la balanza, y cuando metió la mano en el bolsillo se le escapó un “no me alcanza”. Escucharlo me hizo decirle “tengo cambio”. Pero él ya había tomado la decisión de pagarme sólo dos kilos, porque me respondió “¿tenés ochocientos?”.
Me volví a casa con la duda, que era casi una certeza de que me había cagado. Más bien, la duda era en cuánto me había cagado. Googleé el peso de las monedas, lo multipliqué por las respectivas cantidades que había llevado, y eran dos kilos y cuarto. Me estafó 150 mangos, más del diez por ciento de lo que me pagó. Ojalá los tenga que gastar en la farmacia este hijo de puta estafador de pobres.

La gramática del GPS

Un sábado al mediodía camino por Córdoba, cerca de 9 de Julio, entre homeless y cartoneros que pasan con sus carros y sus pequeñas hijas mendicantes. De pronto escucho una voz española y sintetizada que dice: “Dentro de quinientos metros, gire a la izquierda hacia Talcahuano”.
Me llaman la atención en simultáneo la temeridad con que el sesentón de anteojos lleva el teléfono en la mano y la distancia que anuncia el sistema. No es mi zona, pero puedo enumerar rápidamente las calles que faltan para Talcahuano, y son cuatro. “Será que esas cuatro cuadras son quinientos metros”, pienso, y me queda la duda sobre si no sería más práctico que dé la info en cuadras, o en cuadras y en metros, porque nadie va contando los metros cuando camina por la calle. (Esas cuatro cuadras son 508 metros, me lo dice Wikimapia mientras escribo esto).
Caminamos más o menos a la misma velocidad y la repetición del mensaje, actualizando los metros, lleva mi atención a la frase, que registro textual. Y entonces lo que pasa a destacarse en mi cabeza es la preposición elegida por las personas que programaron el sistema. No doblás hacia Talcahuano. Doblás por Talcahuano. O doblás en Talcahuano hacia la izquierda, hacia el obelisco, hacia Tribunales, hacia el sur…
Repaso la frase y comienza a rechinar la locución elegida para iniciarla: “Dentro de”. Me fijo en el DPD, y sólo admite su uso en oraciones temporales (como “Dentro de diez minutos estoy allí”), pero no en oraciones espaciales. La forma correcta tiene también la ventaja de ser más breve: “En quinientos metros, gire a la izquierda…”.
No mucho más que eso, grandes tecnologías que fallan en la forma de comunicar su información. Lo cual, como vivimos en un contexto de cada vez mayor deterioro cultural, no implica un gran problema porque “nos entendemos igual”.

Más mails sin respuesta

Breve consulta de –ocasional– ex paciente

Hola. Mi nombre es Olga y una vez me atendiste en la guardia del Alvear.
Yo había ido porque llevaba muchos días sin poder descansar, con el sueño interrumpido por factores externos (vecinos que discuten a los gritos a tres metros de mi cabeza, sus niños llorando, etc.) antes de que se consumase el descanso, y sin poder reconectarlo hasta la noche siguiente, cuando el ciclo volvía a repetirse.
De la charla que tuvimos me quedó una frase que no sé si fue tal. Yo dije que mi descanso se concreta en la parte final del sueño, en la última hora digamos; que no se va acumulando paulatinamente, como la batería de un aparato electrónico –o como algunas personas–, que si cargaron (durmieron) un 70% pueden funcionar un rato. Entonces, mi memoria grabó un gesto tuyo que interpreté como que yo estaba diciendo algo conocido, al menos no algo descolgado o insignificante.
En ese momento, por la propia dinámica de la situación o por algún motivo que no recuerdo, no atiné a desviar aunque fuera brevemente la conversación por ese lado y preguntar algo al respecto.
Pasaron los años, pasaron los médicos, y cada vez que menciono esa característica de mi descanso, nadie pone esa cara, nadie parece encontrar algo relevante en ese dato. Y siempre recuerdo aquella tarde y me digo “¿por qué no le pregunté?”.
El otro día, ordenando, encontré el papelito que me diste esa tarde, señalando una crisis de angustia y la palabra “urgente” para presentarlo cuando volviera a ese lugar y me dieran un poco de pelota.
En ese papelito figura tu nombre, el cual, lógicamente, no recordaba. A partir de eso pude googlear y llegar a esta dirección de email para hacer esa pregunta, con nueve años de demora: ¿Hay algo significativo en esa forma de que el descanso se realice? ¿Les pasa a algunos, les pasa a todos o simplemente flasheé cualquiera en mi decodificación de gestos faciales y palabras interrumpidas?
Con las disculpas por el atrevimiento y la extemporaneidad, te mando un saludo…  

Videleando

Qué despreciable la gente que tiene dificultades para explicitar una falta de reciprocidad en la comunicación y las soluciona bloqueando, silenciando, desapareciendo. No tengo por qué estar al tanto de tus códigos personales, grupales, de clase, tácitos, incluso de experiencia de vida: hay un código de comunicación común, la palabra, y vos lo evadís, y te refugiás en tu entorno, que te hace la segunda ridiculizando a la persona silenciada y justificando su silenciamiento.
En este caso, la gordintensa politizada que encontró en algunos circuitos de las redes sociales un espacio para su exhibicionismo (y no hablo de lo corporal) se queja allí de un tipo con el cual laburó diez años porque hace dos empezó a “tantearla por mensajes”. “Incomodísimo porque cuando no hay algo explícito, cortar los pelos es difícil. Pero fui dejando de contestarle al punto de ni clavarle el visto, borraba sin leer. Y seguía escribiendo. Yo, sin contestar. Me mandó sms! 0 answer”. Al final, se anticipa a la pregunta más probable y se exculpa diciendo: “¿Y por qué no le dije que no me escribiera más? Porque me parecía innecesario al dejar de contestarle”.
Ese procedimiento manipulador de responsabilizar al otro, que quiere comunicarse, porque no hace lo que vos querés –interrumpir la comunicación– es especialmente miserable ya que pretende que lleguemos al lugar que te interesa sin que te tomes ni un puto trabajo, aparte de jugar con el tiempo y la expectativa de la otra persona. ¿Cuándo tiene que darse cuenta de que no le vas a contestar más? ¿A la primera ausencia de respuesta? ¿A la segunda? ¿La tercera ya sería medio lenteja?
En realidad, no importa. Porque ustedes prefieren disfrutar el poder de robar tiempo haciéndole esperar al otro algo que ya decidieron que no va a suceder, o el de ocupar un lugar en la configuración mental de otra persona, y, sobre todo, el de continuar ocupándolo como consecuencia de esa indefinición.
Lo más gracioso en este caso es que en las respuestas a diversas seguidoras nuestra no-amiga revela que sabe la edad, el estado civil y dónde vive el señor. Y cuando alguien se refiere al estado civil de ella, separada en pandemia, según dijo, la silenciadora solo le dice “dm”.
La cantidad de gente que le responde, justificándola, me hace pensar en el tristemente enorme número de soretes que harían lo mismo. Los que tienen problemas de sociabilidad son ellos, pero, como los ladrones que gritan “¡se fue por allá!”, quieren hacer creer que es la otra persona quien tiene esos problemas, y entonces necesitan exponerla. Así las forras (y algún forro que NSLVAC) le comentan cosas como “No entiende porque no quiere entender”, “Se hace el boludo y cree que insistiendo va a lograr algo”, “Es un alto loquito”, “Psycopath alert” (y ella responde “YES”), “Un poco obsesionado el señor, no? Es casado?”, “Psicópata! Le dejé de dar bola y se me apareció con un ramo de 25 rosas rojas de tallo largo! Entendés que salimos 1 sola vez y ni sexo tuvimos!!!!”, “Eso te pasa x besha! (ojota que es vecino tuio) Avisame que le acomodo el comedor. Cualquier cosita, a tu servicio”, “Es un viejo cara de esmegma. No le des bola y si no mando a mis amigos de La Matanza”, “No entiendo qué puede estar pasándole por la cabeza para que te siga mandando mensajes” (y ella responde “es lo mismo que me pregunto”).
El que quiere mandarle a sus amigos matanceros se destaca especial y tenebrosamente porque días después se conoció la noticia de que justo en ese distrito cuatro tipos mataron a otro como consecuencia de que la ex pareja de la víctima les había dicho a sus compañeros de trabajo –a la postre, los asesinos– que el hombre este la hostigaba (googlear Miguel Emilio Michelle).
Y, por supuesto, sobresale el hit, que podría ilustrarse con el meme del hombre araña: “No registran al otro básicamente, es peligroso”. Los que desaparecen a una persona de su vida sin dirigirle ni una palabra dicen que el otro es el que no registra. Okey.
Este intercambio, además, muestra la matriz profunda de su pensamiento: “Decile si vale la pena, a veces el silencio genera obsesión porque el otro se hace una historia, vaya a saber cuál”, y ella responde “es que si me interesara, todavía”.
Si alguien no les “interesa” se sienten habilitados para proceder como replicantes de Videla y tirarlo al río del silencio eterno. Hasta que se ahogue y no los moleste más. Es gente que necesita vivir en un mundo donde sólo les dirija la palabra quienes ellos quieren para decirles lo que ellos quieren escuchar, un mundo donde no existan las disonancias ni las disidencias ni las asimetrías ni las faltas de reciprocidad: todo encaja mágica y perfectamente. Lo que no, recibirá un rayo pulverizador.
Más corta: si no le interesás, sos un psicópata peligroso obsesivo no sé qué, que no merece ni una palabra. Si le interesás, en cambio, vas a terminar garchándote a la gordi.
También es cierto que hay diversos tipos de relaciones que terminan de esta manera, no siempre se trata de alguien a quien se le quedó tildada una imagen ocasional, y la consiguiente combinación neuroquímica que esta le produjo, y cree que puede reproducirla años más tarde. Las relativas cercanías donde me sucedieron cosas así a veces me llevan a preguntarme si tan un monstruo soy, si tan todo eso soy, psicópata que no registra y no sé qué más, si tanto se nota lo que soy y lo que no soy, si doy miedo, si al principio lo disimulo bien y después ya no puedo sostenerlo.
Entonces, hay que recordarse todo el tiempo lo inútiles que son esas preguntas: es caer en la trampa del manipulador que te arroja a un lugar donde no hay respuesta posible. Más aún cuando una de las replicantes de Videla que conocí me decía “no sos espantagente, no sos alguien desesperado, ojalá pudieras verlo sin que yo (nadie, cualquier otrx) te lo tenga que decir”. Bueno, es la misma que después, pero bastante antes de la desaparición, me dijo “Ojalá no te quisiera (…), entonces no me importarías, no me interesaría nada de nada cómo estás o leerte o responderte. Sin embargo ser tan sincera también me vuelve cruel. Entonces es cuando creo que la mentira sería mejor o ignorarte”.
Igual, lo más triste y certero es entender que solo puede darme bola gente así de tóxica, irresponsable afectiva o, más simplemente, enferma de mierda. (Igual, esto no lo puedo decir muy fuerte porque hay otra categoría despreciable de gente, la que me responsabilizaría del asunto diciendo “fijate qué problema tenés que siempre repetís historias y te relacionás con ese tipo de gente”).
A veces pienso en la distancia total que hay entre la alegría que me daría recibir un “¿cómo estás?” y la sensación, a la cual prefiero no adjetivar, que enfrentarán algunas de estas personas a las que he escrito y decidieron no responderme más. Y me deprimo un poco (?). Y otras veces me gustaría encontrar la manera de, en esta vida o más allá, vengarme de todos estos desaparecedores, aunque sea en la forma de desmantelar su trama, o en la de desenmascararlos para que no usen a nadie más.
Igual, no creo que pueda hacerlo.

domingo, 24 de abril de 2022

Las doctoras siete minutos

Después de quince años visito a una médica en contexto de cobertura prepaga (que me prepagan, porque no tengo ingresos). Me recibe detrás de su máscara y su barbijo, y luego del ida y vuelta de saludos dispara un “¿qué te pasa?” (sic). Le digo que hace tanto que no me hago un chequeo, y me manda un hemograma. No un análisis de orina (tampoco una radiografía de tórax). Como en ese lugar todo es muy moderno y digitalizado, la orden no va en papel, sino que es virtual. Pero anotaron mal mi correo electrónico y aún no me habilitan el acceso a la página web. Entonces, sin soporte virtual ni tampoco físico donde fijarme, lo di por descontado, y fui con el frasquito lleno del primer meo matinal, para que al llegar me dijeran “no te pidió análisis de orina, tiralo en el tacho”.
Eso sí, insiste con el análisis de HIV y de hepatitis, y suelta un “ajá” de entonación planísima cuando le digo que lo ponga si quiere, pero que sé el resultado; y lo repite cuando hablo de más y menciono la situación de riesgo de hace unos años, en la que me hice esos análisis y me dieron esa vacuna.
Lo que me convoca, además, y sobre todo, es la búsqueda de una derivación para neurología por el asuntito este que me llena las extremidades de sensaciones raras, dolores, calambres y demás. Se orienta a una anamnesis psicologicista cuando le digo que me duele la gamba como si me tiraran ácido (bue, ácido nunca me tiraron, no sé cómo es; bue, no le dije eso porque la comparación se me ocurrió tiempo después): “¿De ánimo cómo estuviste?, ¿con quién vivís?, ¿estás en pareja, tenés hijos, trabajo?, ¿tenés amigos?, ¿y ahora en cuarentena estás haciendo algo?, ¿algo que te interese?, ¿estuviste muy angustiado?”…
Me pregunta si tuve fiebre o pérdida de gusto y/u olfato, y mi respuesta negativa es más tajante de lo que debería haber sido. Me revisa un poco, me toma la presión, me escucha el corazón; luego me hace extender los brazos, tocar la punta de la nariz con los ojos cerrados, cosas así. Pero, comprensiblemente, elige postergar la derivación para cuando tengamos los resultados de los análisis.
Sobre el final de la consulta logré mencionar mis posibles hipoglucemias que, lo sean o no, me obligan a andar por la vida pendiente de cuánto como y con una bolsa de pasas de uva en el bolsillo y el radar activado para saber dónde hay un kiosco cerca por si las pasas no alcanzan para mantenerme en condiciones. Lo único que dijo sobre el tema es: “Te pido análisis de sangre completo, si algo viniera raro por ahí hay que repetir algo, pero, bueno, no creo”, y dio por terminada la consulta a los exactos veinte minutos.
No hay tiempo ni respuesta pronta en mi memoria para decirle que me hice análisis de todos los colores, incluyendo esos que consistían en seis extracciones en tres horas, y nunca mostraron nada “raro”. Veintiún años así, y otr@ médic@ que no lo va a cambiar.
(No hay forma de saber en el momento que tan “completo” no es porque no incluyó análisis de vitamina D, al cual mencioné explícitamente diciendo que había hablado con una médica amiga de mi madre y lo había recomendado).
Quince días más tarde la veo con los resultados. Los anticuerpos de hepatitis B son lo único que le llaman la atención y lo menciona en voz alta, como buscando ratificar lo que le dije la vez pasada: que me dieron esa vacuna. Se preocupa por eso, pero no por los 102 de glucemia que le encendieron una luz amarilla a la amiga de mi madre cuando le mostré los resultados. Más aún: dice que están perfectos. Nadie menciona de nuevo el asunto hipoglucemias, yo le tiro un “viste que tenía razón sobre el HIV”, tratando de decirle que conozco mi cuerpo y que por eso me preocupa lo que me está pasando.
El resto de los nueve minutos y medio lo ocupa un interrogatorio sobre mis cuestiones en las extremidades, que no sé si atribuirlo a una gran torpeza de mi parte para hacerme entender o una vocación policial de su lado. En algún momento, tratando de no mostrarme alarmista, le digo que tal vez no sean más que varias cosas sueltas, pero que todas juntas me llaman la atención.
Igual, me voy con lo que quería: la derivación –porque ahí todo funciona con derivación del clínico– y su mención explícita de un electromiograma, que es lo que me había indicado la médica del Álvarez, lugar en el que fue imposible hacerlo, tanto como en todos los otros hospitales públicos donde consulté.
Consigo el turno, es dentro de seis días, ¡bien! La sala de espera es enorme y está atiborrada. Por suerte puedo sentarme, ya que tengo un cansancio llamativo y el aductor derecho como trapo de piso, agujereado y chorreando mala química. O la mala química viene de otro lado y se aglutina ahí, y luego viaja al resto del cuerpo, no sé.
Diez minutos después de la hora convenida me llama. Creo que abundo en datos hasta ser contraproducente. Quizá aquella frase de la neuróloga del Álvarez, “estemos atentos”, y mi forma de llevarla a cabo, anotando cada síntoma raro que tuve día por día, no haya sido lo mejor. Igual, abandoné a las dos semanas porque me alienaba… Cada tanto volvía al papel y trataba de retomar el método, pero siempre terminaba resultándome imposible sostenerlo.
Nos perdemos en cuestiones semánticas sobre qué es contractura y qué es calambre –diferencia que ya había mencionado la clínica–, y en menos de tres minutos prefiere dejar de escucharme y pasar a la observación, consistente en diversas pruebas de fuerza y coordinación, que duran menos de dos minutos, tras los cuales dice que está todo normal.
Si yo no hablaba más, la consulta terminaba ahí, pero le comento que siento que debería haberle opuesto más resistencia. Me dice que me quede tranqui, que la fuerza está bien, a diferencia de la otra neuróloga, que, luego de unas pruebas similares, dijo notar menos fuerza en mi brazo derecho (justo en el derecho que, no sé por qué (?), es el que más desarrollado de los dos tengo) y mandó a hacer el EMG. Aunque nunca sabré si fue por eso o porque vio en vivo y en directo el temblor localizado (digo yo, evitando la f-word) cerca de mi rodilla.
Menciona, como si pensara que tiene alguna relación, que hay gente que por la cuarentena dejó de hacer actividad física o subió de peso. Lo de subir de peso me cabe; lo otro no, y se lo dije. De todos modos, subir de peso no tiene nada que ver con despertarte con un dolor como si te estuvieran apuñalando el muslo. Repite que encuentra todo normal y propone un nuevo encuentro, en un mes, para un control, “a ver qué pasa”, y me despide cuando estamos llegando a los ocho minutos de consulta, menos de la mitad del tiempo que me dedicó su colega del hospital público.
Del electromiograma, ni noticias. Entonces me pongo nuevamente en campaña para hacerlo por mi cuenta. No como antes, rehén de la salud pública y sus empleados, sino en un consultorio médico para pobres. Hay que pagar en un lugar un viernes e ir a otro lugar el lunes a hacerlo. Y el resultado se busca en un tercer lugar. El extranjero a cargo de la picana se ortiba cuando le pregunto si podemos suspender un minuto porque tengo ganas de hacer pis o se enoja por mi reflejo de sacar la pierna cuando me da electricidad; pero ese sería otro post.
Lo importante es que da bien, y qué bueno que tengo esas palabras escritas en el informe cada una de las veces que se repiten los dolores, los temblores localizados o los calambres, como esa tarde que volvía de ver a la banda que tocaba en el parque y de la nada se me acalambró el anterior izquierdo en el medio de Díaz Vélez y llegué rengueando a la otra vereda.
Pasa el mes, y tengo que esperar casi media hora para que la neuróloga me atienda menos de siete minutos, para que me pregunte cómo estoy (un poco mejor), para que repita las pruebas de fuerza y coordinación, para que lo más relevante sea el tono con que dice “perfecto” cuando las realizo, intraducible como todo tono, pero interpretable primero como ratificación de lo bueno, y después, al reiterarlo, como filtrando cierta incredulidad sobre mi presencia allí, una forma de decir sin decir “¿qué hacés acá si no tenés nada?”. Al final, como una concesión a mi presunta hipocondría o como parte del protocolo, me dice que nos veamos en dos meses.
Llega la fecha y otra vez el tiempo de espera es superior al de la consulta: quince minutos por menos de diez. De nuevo me pregunta cómo estoy (algunas cosas mermaron o desaparecieron, otras continúan, hay alguna nueva), pero esta vez no hay pruebas de fuerza y coordinación, ni siquiera cuando le digo que un par de días antes fui a la posta aeróbica de la plaza a hacer dominadas y cuando quise hacer las abiertas no podía despegar del piso ni con el saltito inicial.
Yo venía diciendo que “sea lo que sea, hasta ahora esto no me impide hacer nada”, y ese viernes me lo impidió. Dos veces. A la mañana y esa misma tarde, cuando volví a intentarlo. Ella otra vez lo atribuye a falta de entrenamiento, pese a que claramente le dije que hacía actividad física aun durante el tiempo en que el gobierno de los infectólogos la prohibía. Y pese a que conozco mi cuerpo y nunca tuve este tipo de dolores y malestares, ni por falta de entrenamiento ni por exceso de entrenamiento.
Repasa un poco lo que le dije, dice que estoy mejor, que muchos síntomas desaparecieron. Ahí me pregunta cuándo empecé con esto, y trata de asociar la fecha con mi ingreso al plan de salud. Agrega que “tenés tu clínica de cabecera”, y, como siempre, mi necesidad de demostrar no sé qué mierda me hace hablar por los demás y le digo “querés que vuelva con ella”. Me responde que sí, que por ahora sí, ya que los síntomas son muy inespecíficos, no una enfermedad neurológica.
Le digo, casi como justificándome, que llegado el caso se vive con esos dolores, aunque son incómodos, pero que también está la cabeza, que va rápido y se pregunta si no será el comienzo de algo. Contesta que “no, no es el comienzo de nada, de ninguna enfermedad, de nada”, y desde el tono de ese primer “no” suena terminante.
Agrego que también afecta mi relación con los demás, que me dicen “otra vez con esos dolores, hacé algo”, y lo que me sugiere es que no les diga nada (!). La cita no es textual, pero encaja con lo que pude replicar: que, aunque no diga nada, me ven con gesto de dolor o de preocupación. Sigue scrolleando la historia clínica en la pantalla, y, sin volver a mis palabras, de golpe –como si la otra médica hubiese escrito algo sobre el EMG y ella acabara de encontrarlo–, dice que lo que podemos hacer es pedir un electromiograma.
Me advierte que es “un poco molesto, te pinchan y te hacen un estímulo eléctrico”, y elijo no decirle que ya me hice uno y que el doctor Google me contó que hay que esperar dos meses desde que comienzan los síntomas para que se vea algo anómalo en el estudio. En mi caso, pasaron dos meses y diez días desde el primer síntoma hasta el primer EMG, pero, más que las fechas, me intranquiliza que algo funciona mal. O, en todo caso, que algo se siente mal. Que lo siento mal. Que me siento mal.
Agrego, como para congraciarme, “si da bien, vuelvo con la médica y le digo ‘¿qué hacemos con estos dolores?’”. Asiente, y dice que le avise por la mensajería del portal cuando tenga el resultado. Dale, buenísimo, quedamos así.
Pienso en que ojalá tenga razón, pero las boludeces que dijo socavan cualquier confianza que pudiera haber construido en estos tres breves encuentros y dejan sus palabras cerca del pantano de la falacia de autoridad.
Como mi cuerpo suele cagarse de risa de mí, después de decirle que ya no tenía más esos temblores localizados, estuve días con un temblor persistente cerca del glúteo derecho, del cual ella no se enteró. Tampoco se enteró de todas las cosas que no le dije, porque pude haberla abrumado con referencias a síntomas inconexos, pero ni por asomo fueron todas las cosas raras que me pasaban en ese tiempo.
Pido el turno para el EMG, me dan para dentro de cuarenta y un días. Me pregunto, sin respuesta, si tanta gente se hace electromiogramas o si el prepago este es una cagada. El tiempo, como siempre, pasa, y llega el día, que me encuentra con un poco más de tranquilidad que la primera vez. La imbécil que me pincha está para hacer una sola cosa, pinchar, y lo hace mal: o muy profundo o en el lugar equivocado, y hasta el día siguiente no podré pisar con la pierna derecha. Ni quiero imaginar cómo sería si tuviera que clavarme esa aguja en la lengua.
En un par de días tengo el resultado. Normal, según descifro de las palabras rebuscadas del informe y, antes, de la naturalidad con que se manejó la médica al ver la onda en la pantalla. Como habíamos quedado, le escribo a la neuróloga para contarle. Ella tarda un mes en contestar. Esta vez se convierte en la doctora Siete Palabras, y toda su respuesta es: “Hola! Si, el estudio es normal. Saludos!”.
Postergo la visita a la clínica por el invierno, por la segunda ola, porque no empeoran los síntomas –más bien, pierden intensidad–, porque tuve una infección respiratoria, porque paja, porque quiero ir con poca ropa, a ver si es más fácil que me mire cuando le diga que a veces flasheo que tengo menos masa muscular en los muslos… Hasta que calambres y pinchazos varios o la sensación de que se me afloja la pierna mientras corro y el consiguiente miedo de caerme hacen que pida turno. A ver qué hacemos con estos dolores.
Finalmente, un año después de nuestro último encuentro, voy para consultar por dos cosas y pedir dos derivaciones, que deberían ser apenas dos clics en la computadora. Como el día antes tuve un incidente con una ventana, que requirió sutura en el hospital público de acá cerca, también le pregunto a dónde tengo que ir para que me saquen los puntos y cuándo.
Me mira la herida y me dice que no le gusta, que vaya a la guardia (al día siguiente voy a la guardia y me dicen que está perfecta). Ahí vuelve su lado policíaco y me pregunta cómo me lastimé. Mi respuesta es deliberadamente vaga y la mina insiste, quiere saber si le pegué una piña a la ventana o no. “Calculé mal el movimiento”, digo sin mentir y sin explicitar lo que sospecha.
Me revisa por las apneas nocturnas, flashea cosas cardíacas, propone una polisomnografía, pero para hacer eso hay que pasar la noche en el hospital, y no, gracias. No propone una endoscopía, que presumía razonable, aunque para ello tengan que dormirme, y, de nuevo, no, gracias. Sin que se lo pida, encara la orden para un nuevo chequeo y otra vez me pregunta si pone el análisis de HIV. Dudo, pienso que no vale la pena, pero me acuerdo de un garche sin forro en el verano y le digo que sí, que lo incluya, porque tuve “un desliz”.
Me contesta algo que no tengo ganas de volver a escuchar –tal vez más adelante lo haga y edite esta parte–, tipo que no hay tener esos deslices. Más que las palabras, es de nuevo, el tono agreta lo que resalta. Le digo que mi cuerpo no responde como antes, y se pone definitivamente desagradable, corriéndome con el versito prefabricado de que usar forro no afecta el rendimiento. No pude decirle que está hablando de cosas que suceden en lugares donde nunca estuvo y que, por lo tanto, no sabe cómo funcionan. No sé qué alcancé a decirle.
Quiero empezar a hablar de lo más importante para mí, pero me frena y dice “vamos a fraccionar la consulta”. Me deja sin reacción porque la única reacción posible es mandarla a la mierda y no pagar más.
Parte de este post estaba fundado en lo poco que me había atendido. Sin embargo, me fijo y descubro que, tras veinte minutos de espera, hubo veinte minutos de atención. La sensación es que fueron muchos menos. No sé cuánto tiempo perdió interrogándome sobre la herida, bajando línea sobre cómo coger o haciendo las derivaciones, lo cual le costó más que dos clics. O en todo caso, le costó encontrar dónde cliquear.
Cuando le hablé de ver a una nutricionista por mi sobrepeso post-cuarentena, no me pesó. Tampoco me preguntó cuánto peso ni cuánto pesaba. Lo único que tuvo para decir es que “hay que comer menos y hacer actividad física, no hay magia”, pero al final me hizo la derivación.
“Comer menos” pone la pelota de mi lado, del lado de mi conciencia y mi voluntad, callando toda referencia a la otra variable, la de mi cuerpo y cómo procesa lo que como. Seis meses después puedo darme cuenta, y entonces tengo que venir y editar esta parte. Qué forra que sos, Dr4. Dr1m3r.
La nutri tiene sobrepeso, me trata de usted y me recibe con saludo de puñito y un “¿cómo estamos?”. Me dice que vio la historia clínica, donde quedó registrado mi posible reflujo gástrico, y abre el juego por ese lado. Le cuento un toque, y empiezan las preguntas: si hago actividad física, mi peso habitual (ahí abundo en números y, como siempre, mi afán de dar la mayor cantidad posible de información quizá sea negativo), si tengo alergia a algún alimento. Le digo que no y que no como carne, pregunta si huevo o leche sí, “leche no, huevo a veces”, y agrego que si pudiera elegiría el veganismo, pero que el cuerpo no me deja. Dice que sí o sí hay que tomar vitamina b12 si uno es veggie, pero no hace la orden (?), y habla de pedir análisis, que ya están pedidos y hechos, y con el resultado en la historia clínica (??). No me pregunta si tomo agua o gaseosa.
Van tres minutos y me dice que me saque las zapatillas para pesarme, bromeo con que sé cuánto pesan, le digo que corro menos que antes, o, mejor dicho, lo mismo pero teniendo que parar más veces a recuperar. Entonces dice lo más interesante: me pregunta si tuve covid. “Que yo sepa no”, respondo, y menciono algún día de fiebre leve el año pasado. Ella lo deja ahí. No me pregunta si me “hisopé”, y así no pude decirle que no estaba en mis planes hacerlo porque significaba la privación de la libertad a manos del gobierno porteño. Pero me queda rebotando si eso no podría explicar también el “asunto extremidades”.
Cincuenta segundos después termino de pesarme, y me dice que la espere mientras va a buscar algo que hizo “imprimir para mí”. Tras dos minutos y medio vuelve con papeles que incluyen recomendaciones y “un plan alimentario para guiarte”. En el momento outro de la consulta, encuentro las palabras para filtrar una referencia a mis bajones de azúcar, ya que eso también hace que coma más de lo que querría. “Bueno, pero podés comer fruta”, responde. Agrego que voy por la vida con una bolsa de pasas de uva, y ella retoma el speech prefabricado: me pregunta cuánto mido, me deriva a la especialista en veggies y chau, que la pases bien. Veintidós años así, y otr@ médic@ que no lo va a cambiar.
En la despedida no ofrece el puñito, yo sí, y ese es otro momento de desencuentro. Igual, ella no es la doctora siete minutos, fue la licenciada ocho minutos. Diez minutos de espera, por ocho de atención, cinco y medio netos.
Vuelvo con la clínica una vez más, para hablar de lo que había quedado pendiente cuando decidió dejarme con la palabra en la boca y la preocupación en el cuerpo. Espero veintiséis minutos para que me atienda ocho. Si llegás quince minutos tarde, no te atienden, pero ellos se demoran casi media hora y es todo pelota. Irse implica un mes para conseguir otro turno en el mejor de los casos (o tres meses, en un par de casos).
Me pregunta cómo sigo con las apneas, le digo que un poco mejor, atribuyéndoselo a la medicación más de lo que realmente creo. Sugiere hacer la endoscopía de la que no había hablado la otra vez, y, aprovechando que me van a dormir, también una colonoscopía, para control, por la edad (?). Con un “vemos cómo sigo con el omeprazol” trato de patearlo para adelante porque no tengo ganas de que me duerman. Insiste con el tema, me pregunta si pude dejar de dormir sentadx, le digo que tanto no, pero que también puede ser por todo lo que me cuesta dormir, los tapones en los oídos, etc.
Antes de que pase el tiempo, logro hablar de mis piernas. Le digo que a veces flasheo que tengo menos masa muscular, sobre todo en los muslos, y no se levanta de su silla para mirar. Hicimos el EMG, dio bien, ya fue. Lo limita al asunto calambres, en parte porque el ejemplo que puse es el del día de las elecciones, cuando volvía de votar y de la nada se me endureció el anterior en la calle (aunque también hablé del día que corría por ahí cerca y tuve un pinchazo que me estremeció la pierna y me dio miedo de caerme).
Resuelve todo con una receta de Total Magnesiano y listo. Cuando la consulta ya está muerta, después del “bueno” que preludia la despedida explícita, recuerdo preguntarle, aunque sea retóricamente, por el resultado de los análisis, porque si no ni los menciona: “¿Los análisis dieron bien, no?”. “Sí, dieron bien”, es todo lo que responde, pese a los 243 de colesterol. Y entonces sí, chau.
(Tiempo después leeré el prospecto del Total Magnesiano y resulta que es para el magnesio en sangre, algo que no me pidió en los análisis. ¡Qué ganas de hacerme gastar plata al pedo!).
Gasté la ficha con la neuróloga y no puedo volver porque me va a sacar cagando, aparte de que tendría que pasar el filtro de esta boluda, que, como no puede sacarme cagando, me forrea así. Ojalá no tenga que poner sus nombres acá. Mientras no me caiga en la calle (ni en ningún lado) y pueda hacer trompita y abrir cajones con el dedo meñique, vamos para adelante, aunque la pierna ¿flaca? en la zona del aductor vuelva a convertirme los pelos del culo en un pararrayos de dudas. Y si en algún momento eso cambia, quizá sea al pedo ir al médico.

viernes, 1 de abril de 2022

El Ponzi de los talleres

Uno da el paso de mostrarle lo que escribe a un Escritor para que diga algo sobre eso, para comprar un número en la rifa de la existencia, no sé para qué, y la respuesta, que puede ser buena, mala, regular, también puede ser diametralmente opuesta a la que te da otra Escritora, a la cual acudís porque siempre es mejor tener dos opiniones. Y como algunas cosas quedaron uno a uno, termina siendo irresistible la tentación de una nueva mirada, que desempate… Así, la tercera Escritora, muy prestigiosa y aún más amable, me dijo al final de nuestro intercambio que ahora mis poemas estaban más maduros, mejor peinados. Me gustó la analogía, pero –esto no se lo dije– uno se peina cuando va a salir. Para estar en mi casa no me peino. Y claramente no me invitó a salir. Ni siquiera me habló de presentarme a una amiga (?).
Entonces, quien solo conoce este recorrido, porque es el que trazó el único profesional que me dijo algo al respecto, queda a merced de que la persona con la que más me gustaría repetir vuelva a hacer clínica de obra, lo cual no sucedió en los últimos dieciocho meses. O del azar de justo ver el aviso de algún Escritor ofreciendo sus servicios, de que ese Escritor responda el mail que uno le manda, de los tiempos ajenos, de las formas de trabajar ajenas, de las expectativas ajenas, de la conexión o no que el Escritor tenga con lo escrito y con quien está detrás de lo escrito, de que me alcance la plata (porque si no tenés plata, no podés existir).
En el camino te podés encontrar con un enfermo Escritor maltratador que, desde atrás de un teclado, compara lo que escribo con basura o con la nada misma. También con gente amable, o con gente que tiene el signo pesos tatuado en los párpados y corta abruptamente el diálogo cuando le decís que no cambiaste de opinión y no vas a pagarle más que las cinco devoluciones que ya le pagaste, las cuales son proporcionalmente más caras ya que hace “descuentos” por bloques de cuatro, como la cuponera de un lavadero de autos. Y con Escritorxs que pretenden cartelizar sus servicios y establecer tarifas mínimas para que nadie cobre demasiado barato. O con Escritoras que discriminan por nombre del DNI, por orientación sexual, por no uso de Whatsapp, etc.
Una vez en el viaje, vas a tener que cambiar lo que escribiste para gustarle a la primera persona profesional a la que le mostrás el texto, y vas a tenés que volver a cambiarlo porque a la segunda persona no le gustan la versión original ni la que consensuaste con la primera. Y si se lo mostrás a una tercera persona, es posible que tengas que revertir esos cambios y/o hacer otros nuevos para gustarle. Y si llegás a donde yo no llegué, a tratar con un Editor, no descartemos que debas hacer más cambios. Si no te encandilan el renombre de esa gente o la supuesta cercanía de la edición, tal vez en un momento te preguntes “¿dónde mierda estoy yo en todo esto, en estas palabras nuevas, que no son mías?”, tal vez en un momento te des cuenta de que no tiene sentido estar corriendo detrás del deseo ajeno.
Con el paso del tiempo vi que todas esas diferencias confluían tácitamente en el mismo punto: lo mío no mueve el amperímetro lo suficiente. Y a veces me quedó la sensación de que no me lo dijeron porque eso les implicaría quedarse sin un ingreso, o porque no quieren dar malas noticias y prefieren que la realidad y el tiempo se encarguen. “Poné la energía en un lugar que te la devuelva más fácil” puede ser un gran consejo. Que nunca recibí.
Así como al comienzo nadie me preguntó cuáles eran mis expectativas al mostrar esos textos, ni nadie me advirtió que hay miles de personas en la misma, y que no hay lugar para todas, al final nadie me dijo qué hacer con ellos, con cuáles se puede hacer algo o si se puede hacer algo que los saque de esa versión del encierro que es el ida y vuelta en un mail.
Uno va al colegio, o a la facultad, por ejemplo, y, luego de pasar criterios de evaluación más o menos estandarizados, sale con un papelito que dice “servís para tal cosa”. Acá no: no sé nada de boca de ellos. Una vez que te drenaron la billetera, ya fue, ya fuiste. Y si nadie dice nada… te están diciendo algo.
Y a veces refluye la sensación de que la respuesta inicial, rectora de este camino, no fue la apropiada, que pecó de optimista. O que yo pequé de optimista al interpretarla.
Todo esto porque encontré que una persona que conozco, que es puanner full full (I mean, se recibió), y tiene más lecturas y teoría y palabras y vida que yo, le respondió a la cartelizadora antes aludida el posteo de Facebook donde convocaba a gente que quisiera publicar en su editorial. En vano.
Y si no la publicás a Laura, mucho menos va a haber lugar para mí.
Y menos aún lo habrá (o más me doy cuenta) al responder a convocatorias donde seleccionan a tres o cuatro o cinco de los cientos, y hasta miles, que participan, escaso número en el que no me imagino cómo podría formar parte.
Todo esto para decir que podría haber salido mejor, podría haber tenido más apoyo, más sugerencias, más referencias, una tapa linda, etc., pero fue la mejor decisión posible hacer esa autoedición que hice y no esperar nada de los Zoe de la literatura.