jueves, 30 de septiembre de 2021

Mejor no existir

¿Puedo decirte algo? Nada grave, eh, porque la otra vez te hice una pregunta similar y vi cómo se te encendieron todas las alarmas; no me acuerdo de qué dijiste, pero era una traducción de “¿con qué me va a salir ahora?”.
Te quiero mucho –dentro de lo que puedo quererte–. O me hacés producir mucha dopamina. O algo así. Si existiese un medidor, sería más fácil y preciso decirlo: te muestro el número y listo. Habría que inventar algo como el afinador digital para estas situaciones.
Por si hace falta aclararlo, no tenés que hacer nada. Salvo, ojalá, ponerte levemente contenta. En la distancia que te quede cómoda.
Y, si preferís que no te quiera, no te quiero nada. Si querés, te digo que te odio, jaja.
O si querés no te digo nada, pero si lo mejor que tengo para dar es mi inexistencia, claramente no está bueno. Igual, es así desde que tengo 14 años, no sería novedad.
(Y, también, que me gustaría invitarte a oler jazmines en la vereda de la casa abandonada cerca de donde vivís, pero eso me parece que no da).

(Ah, si tu preferencia es mi inexistencia –lo cual tampoco sería una novedad–, valoraría mucho que me lo manifestaras de algún modo que no sea simplemente evitando responder cuando te escribo. Ojalá ahí sí haya una novedad. Igual, el año pasado, cuando no sabía si me había agarrado el bichochino, te pedí una palabra, un emoji si te daba paja escribir, y no me contestaste).

Ningún hogar pobre en Arg… jajaja


En 2001, la CTA, que buscaba diferenciarse de la dirigencia sindical tradicional, lanzó el Frente Nacional contra la Pobreza, acompañada de personalidades como Carrió, Verbitsky y D'Elía, entre otros. Parte de la movida consistió en la realización de una “consulta popular” pocos días antes del golpe contra De la Rúa, con mesas de votación ubicadas en hospitales públicos, iglesias católicas, centros culturales, etc. Allí había que votar, por sí o por no, la propuesta de otorgar “seguro de empleo y formación” para “jefes y jefas de hogar desocupados” (380 pesos), asignación universal por hijo menor de 18 años para todos los trabajadores (60 pesos) y asignación universal para todas las personas en edad jubilatoria sin cobertura previsional (150 pesos). Con esos planes, según ellos, no iba a haber “ningún hogar pobre en la Argentina”.
Obvia e inverificablemente ganó el sí.
La financiación de esas erogaciones estatales quedaba reservada a la emisión, al endeudamiento o a la creación de nuevos impuestos que castiguen –merecidamente, claro– a los ricos. Como dijo Víctor De Gennaro en aquel tiempo: “Plata hay, pero hay que tener coraje para tomarla”.
De la Rúa ya había previsto planes asistenciales, que no se llegaron a implementar por su renuncia. Algunos presidentes después, el duhaldismo los concretó, y, promediando el primer gobierno de Fernández de Kirchner, se legisló la AUH. Sin embargo, recién en 2007 la pobreza bajó a niveles de 2001, y se debió esperar a 2012 para alcanzar los mejores registros del menemismo. Ese número se sostuvo dos años y luego pegó un salto sobre la barrera del 30%.
Con Macri –que aumentó el número de beneficiarios de planes y no los sacó de la órbita de las “cooperativas”, “organizaciones sociales” y demás encarnaciones de los punteros– hubo un descenso de la pobreza, que en 2017 llegó al mínimo del siglo, pero otra vez se disparó cuando tocó a su fin la posibilidad del endeudamiento externo. No subió al 40% que decían los esbirros papales de la UCA, operando para el peronismo por órdenes del Vaticano, sino al 35,5%.
Cambios en la metodología de medición y las manipulaciones del Indec kirchnerista hacen que los datos no sean plenamente consistentes y que haya que rastrearlos y confrontarlos por diversos sitios. En esa búsqueda, encontré que los miserables de Chequeado hicieron un post sobre el tema y no mencionaron el registro piso récord de 2017, ni que el nivel de indigencia de ese año fue más que duplicado en 2020 (4,8 entonces; 10,5 ahora).
La flamante medición del Indec para el primer semestre de 2021 da 40,6, bajando del 42,0 de diciembre de 2020 y del 40,9 de junio de ese año. Es llamativo que, con una inflación muy similar, en 2019 el PBI haya caído 2,1% y la pobreza haya subido ocho puntos, mientras que en 2020 una caída de 9,9% (!!) del producto haya sido acompañada por una suba de la pobreza de solo seis puntos y medio.
Como sea, los números oficiales son esos. Cada vez con más planes y AUHs y demás “ayudas” la pobreza no paró de crecer. Resulta bastante increíble ver cómo a Macri le siguen recordando, en tono de burla o de crítica seria, haber dicho lo de “pobreza cero”, que no era una promesa, sino una frase publicitaria vestida de objetivo a largo plazo. En cambio, a todos estos progresistas, aferrados a sus privilegios por más de veinte años, nadie les recuerda que cuando se implementaron sus ideas para aniquilar la pobreza, esta no paró de crecer, y, pari passu, el número de villas, de asentamientos, de calcutización.
(Increíble hasta que uno recuerda que todavía muchos siguen llorando la fantasía de Maldonado mientras no dicen nada sobre la docena de muertos y desaparecidos por motivos vinculados con el cumplimiento de la cuarentena, todos ellos en provincias gobernadas por el peronismo. Increíble hasta que uno recuerda que todavía insisten con que Macri dejó subir el dólar –hasta un valor razonable, según dijo el propio Fernández…– tras la derrota en las Paso para castigar a la sociedad. De tanto que quiso castigarla, puso un cepo para cuidar las reservas que quedaban y no dejar al Banco Central en rojo, tal como lo había recibido).
Hace unas semanas el zapping me llevó al programa de Marcela Pagano, y ella citaba un informe del FMI donde se afirma que, si hay un crecimiento sostenido del PBI (no dijo de cuántos puntos porcentuales, tampoco pude encontrarlo en Google), van a pasar cinco años para llegar a la pobreza pre-pandemia (35%) y diez años para alcanzar el nivel de 2018 (29%). Lo que Pagano olvidó decir es que todavía falta que se dispare nuevamente la pobreza, cuando suceda la devaluación que el gobierno viene postergando para después de las elecciones y cuando se actualicen las tarifas congeladas de servicios públicos.
Vamos a estar en 2033, va a haber pasado un tercio del siglo, y aunque muchos quieran desaparecer el dato, se va a poder seguir diciendo “la pobreza más baja del siglo, 25,7%, gestión Mauricio Macri, 2017”. Y durante todo ese tiempo, los de siempre van a seguir pidiendo más planes (y más impuestos o más emisión para financiarlos, claro). De hecho, algunos que hace veinte años pedían planes y otros más jóvenes, que parecen no registrar la realidad, no conformes con su logro de multiplicar la pobreza, ahora agitan ingreso universal, y desde el futuro escucho la versión 2026 de una Cristina riéndose y reformulando su frase “no van a poder pagar las jubilaciones y los van a echar de una patada en el orto”.
Por otra parte, y más allá de la insustentabilidad del ingreso universal, resulta difícil imaginar que tanto las “organizaciones sociales”, que crecieron distribuyendo planes, como el propio Estado, que con esos planes siempre apuntó a un sector específico de la población con el único fin de fidelizarlo electoralmente, renuncien al poder que les otorga tal mecanismo y decidan abrir el juego a una prestación que en principio se presenta como más igualitaria.
Porque está claro que al Estado no le interesa repartir clara y equitativamente sus mercedes. El Estado, a través de la puta AFIP, sabe cada centavo que cobrás, te recategoriza automáticamente si te pasás un peso del límite de ingresos, te rompe el culo si no pagás, pero no hace un carajo cuando sabe que tus ingresos en el último año y medio fueron cero. A los que cobran planes, les actualizan el monto de acuerdo con el aumento de los salarios en blanco; a los que no forman parte de esa oligarquía planera, no les dan un mango. Y si  no querés o no sabés cómo formar parte de ella, el Estado presente brilla por su ausencia. (A cierta gente que labura en blanco le hacen descuento con la “Sube social”, a la gente que labura en negro o que está buscando laburo no le descuentan un carajo, así de absurdo es todo).
El Estado sabe quién no tiene empleo en blanco, sabe quién nunca tuvo empleo en blanco, pero solo te da plata si conocés a un puntero, si tu contraprestación es en una “cooperativa” dedicada al mejoramiento barrial, la agricultura familiar o demás pelotudeces que deben leerse con el tono y la gesticulación del ex ministro ex denarvaísta Arroyo, y que no agregan un puto gramo de valor. Y que son eufemismos por “presencia en las marchas”.
Lo trágico, o gracioso, es que la Utep graboísta, que es una de las “organizaciones” a favor de la renta básica universal, propone un monto de un tercio del salario mínimo, vital y móvil para este ingreso, alrededor de diez mil pesos, y explícitamente admiten que la idea es morigerar la situación de indigencia. Hace veinte años los planes eran para que no hubiera pobres, ahora ni siquiera son para que no haya indigentes.
Demoré este posteo esperando alguna definición sobre el IFE 4, entre otras cosas para saber si me tocaba, pero eso se sigue postergando. ¿Se acuerdan de los anuncios económicos que iban a hacer el jueves post-elecciones? (¿Se acuerdan de cuando el impuesto a las “grandes fortunas” iba a ser para financiar el IFE 4 a fin del año pasado?). No sé si la demora es para anunciarlo bien cerca de las elecciones o si es porque se les quedó sin tinta la impresora de billetes.
Hay múltiples versiones sobre su alcance, pero nada claro aún. Veremos qué forma toma esta nueva imitación berreta de Arthur Fortune. Como sea, la platita que regalen nace desvalorizada y con el efecto retardado de la inflación que veremos en el verano, en una nueva cuota de la híper en cámara lenta que estamos viviendo hace años. Mientras, regalan heladeras vacías o regalan plata cuyo valor se desvanece en el aire. Mientras, siguen hablando de planes, como si estuviéramos en 2001; mientras, seguimos hablando de inflación –y padeciéndola–, como si estuviéramos en 1985; mientras, siguen mandando inspectores a los supermercados, como si estuviéramos en 1953. Mientras nos convertimos, sin prisa ni pausa, en un Estado fallido.

jueves, 2 de septiembre de 2021

Capital sexoafectivo

Mucha gente habla con toda liviandad del capital ajeno, proponiendo reducir el capital económico o financiero de otros, o simplemente quedarse con él, como hacen los delirantes que militan “ni un departamento vacío”. O buscan socavar el capital social o cultural de otras personas, por ejemplo cuando minimizan el valor de escribir sin errores de ortografía, porque la ortografía, ya sabemos, es una herramienta del poder. Todo muy lindo, total, es ajeno. Pero me gustaría saber qué dirían si alguien decidiera sobre algo que, aun en módicas cantidades, todos tenemos: el capital sexoafectivo.
Capaz apoyarían la propuesta de cobrarle un impuesto a Nicolás Cabré por coger tanto y a minas tan lindas (o cobrarles a las minas que cogieron con Cabré), pero seguro nadie querría que, luego de una inversión en dinero y expectativa que se torna fructífera y termina en un telo, en ese momento y lugar aparezca el Estado y te diga: “El 35% del tiempo del pete se lo tenés que dedicar a petear a alguien carenciado sexoafectivamente”.
Ahí, que se jodan los carenciados. Si no consiguen que alguien se interese en ellos, es culpa de sus limitaciones. Es en ese terreno donde las buenistas se convierten súbitamente en meritócratas y quienes hablan de igualdad, de que todos somos iguales, no eligen a cualquiera para coger: eligen al que las coge bien –o al que presumen que puede hacerlo bien–, al que tiene auto, al que les consigue flores o pepa, al alto, tatuado y músico… Para no hablar de lo que todos conocemos, de que los tipos elegirán a la tetona, a la gauchita, etc.
Si les parece joda la intervención estatal, tengan cuidado: académicas y funcionarias como Dora Barrancos postulan desde hace tiempo que el Estado debe garantizar el derecho al goce. Aunque, teniendo en cuenta de quién viene la idea, seguro que habla de su derecho al goce, porque ella también cultiva una hipocresía y un doble estándar que me hace recordar a los de la “fábrica recuperada” (y subsidiada) Impa, que pintaron murales en las fachadas del edificio. Una de las consignas llama a “ocupar, resistir, producir”. A no más de diez metros otra dice: “Los murales son propiedad de la fábrica. No pintar”.

Recuerdos de la fuck (IX)

No sé qué trámite tenía que hacer en la facultad después de terminar el CBC. Lo que recuerdo es haber ido una tarde-noche, seguramente después de trabajar, a averiguar cómo era el asunto, en qué horarios, etcétera. La persona a la que le pregunté, supongo que en alguna ventanilla de atención al público –no creo haber tenido el arrojo de hablarle a cualquiera que pasaba por ahí para preguntarle–, me dijo que hablara con Rodrigo, que era el presidente del Centro de Estudiantes, que estaba “ahí, bajando la escalera”.
Seguí su indicación y antes del pisar el último peldaño lo vi a Rodri (?), que estaba sentado a una mesa jugando a las cartas con algunos compañeros. La imagen, que puede estar deteriorada por el paso del tiempo, muestra un lugar oscuro y el color azul de un cajón de Quilmes. El presidente interrumpió su partida y amablemente me dijo que ese trámite había que hacerlo en Ciudad, pabellón tres, ya tú sabes. Qué considerado el capo de tutti i capi dedicándole atención a newbies como yo, pensé mientras volvía a casa…
Había que levantarse más temprano, cruzar toda la ciudad hasta Ciudad y después volver rápido a mi trabajo, a donde tenía que llegar antes de las dos de la tarde. El viaje de ida se hizo largo y cuando por fin el colectivo pasó el hipódromo pensé “ya está, en un toque llegamos”. Pero no. Todavía faltaba un trecho que se hizo tan largo que aún me acuerdo. Una vez en el destino fui preguntando y rebotando por lugares hasta que me dieron la inapelable noticia: “Acá no es, es en la facultad”. No puede ser, si Rodrigo me dijo… Nop. Es allá.
El 37 también tardó más de lo pensado y llegué tarde a mi laburo, donde me recibieron con una marcada cara de ojete gracias al pelotudo de Rodrigo Cortés, que ahora forma parte del Consejo Directivo de la fuckultad. Y nunca sabré si fue una equivocación suya o una forma deliberada de hacerme pagar un derecho de piso convirtiéndome en alguien de quien podían reírse un rato, entre mano y mano del truco, al cagarle una mañana.
No recuerdo cómo averigüé la posta sobre el lugar del trámite. Escribiendo esto me viene la imagen de una tarde en mi trabajo, aprovechando que no había nadie para llamar por teléfono a la fuck y preguntar: un diálogo que incluyó los sintagmas “secretaría académica” y “secretaría de alumnos”. Tal vez haya sido así, entonces, como obtuve el dato cierto. Y si fue así, ¿por qué mierda no llamé por teléfono antes? No sé, pasaron muchos años, tal vez no haya sido exactamente así, tal vez sí y simplemente no se me ocurrió. Andá a saber.
Fui otra mañana, cerca del mediodía, quizá para empalmar con el viaje al laburo, que esta vez no quedaba tan lejos. Encontré el lugar, junto a la misma escalera, pero ahora había que subir, no bajar. Todos en silencio y sin poder mitigar el aburrimiento con facilidad, porque estoy hablando de una época en la que no había celulares con pantalla, seríamos una decena los que esperábamos, aunque nadie atendía. Con el correr de los minutos, alguien dijo que había asamblea de trabajadores y que por eso no estaban atendiendo, pero que en un rato tal vez comenzaran a hacerlo.
Todos en silencio, salvo dos personas, un chabón y una mina, que no eran recién egresados del colegio, no tenían 18 o 19, sino algunos –pocos– más. Él laburaba en medios y creo que ella también, o al menos pretendía, y hablaban de eso, pero la charla en realidad era un juego de seducción donde el macho alfa le contaba que trabajaba en una productora, haciendo entrevistas, y que era tan capo que las preguntas a una sola persona le servían para dos o tres programas sobre diferentes temas, cosas así.
En un momento me asomé a la ventanilla buscando alguna señal que me revelara si era posible que nos atendieran pronto. No la encontré. En cambio, vi sobre el mostrador una pila de papeles que me parecieron que podían ser los que teníamos que completar para el trámite. Traté de pasar la mano por debajo del vidrio para alcanzarlos y, llegado el caso, repartirlos entre quienes esperábamos, de modo que pudiéramos ganar tiempo, pero no lo logré. Entonces habrá habido algún contacto visual con alguien, tal vez con este chabón, comenté mi intento, y el pelotudo me respondió agresiva y/o descalificadoramente. No recuerdo las palabras, aunque sí, con toda nitidez, la sensación de mierda que sucede cuando te zampan una agresión descolgada. No sé si logré responderle algo, pero, si pude, seguro no fue lo que habría querido: ni una explicación contundente que lo dejara en offside ni una buena puteada.
Tampoco me acuerdo de cómo siguió el asunto, si finalmente nos atendieron ese día o si tuvimos que volver otra vez. Tampoco si llegué a tiempo a mi laburo. Sólo quedan la imperecedera energía de mierda del anónimo sorete ese y la anécdota de que reconocí de toque a una de las empleadas porque la señora esta a veces iba al lugar donde yo laburaba. Y lo más claro, que aparece tratando de encontrar un final para este post. Es mi insistencia –obcecada, absurda, ajena– en querer entrar a ese lugar que todo el tiempo me estaba advirtiendo: “Salí de acá, Maravilla”.