lunes, 13 de septiembre de 2010

Sala de espera

El pasillo del edificio tiene un metro de ancho. Lo mido extendiendo mi mano sobre una de las cuatro baldosas mientras espero a la recepcionista. Cuando estamos a punto de subir, el médico ruge el “¡ya bajan!” por el portero eléctrico, y, obligada a hablarme, me pide que la espere y vuelve a la puerta. Abre, y retorna con el nuevo paciente.
El ascensor no tiene más de un metro cuadrado de superficie. Cuando viajan dos personas, es difícil no rozarse. Cuando viajan tres, la promiscuidad produce rechazo. El paciente es grandote y respira por la boca. Fuerte. Siento su aliento de soplete, obligadamente respiro el aire que expulsa con vehemencia.
Yo subí último y quedé junto a la puerta, dándoles la espalda. Se oyen el sonido del ascensor subiendo y el de la poderosa respiración del señor. Trato de acomodar mi nariz en el punto más alejado del tipo, en la arista donde se juntan la pared lateral con el marco de la puerta. Respiro bien cortito para evitar su aire. Un par de veces acerco la nariz a la ventanita del ascensor, simulando un improbable interés por el paisaje, y aprovecho ese momento para inspirar un poco más.
Llegamos al piso ocho. En el consultorio, como siempre, está la puerta abierta y hay música de fondo. No tan de fondo. Bastante fuerte. La vez pasada descubrí el porqué. En un silencio del disco se escuchaban las voces del médico y su paciente, y quedaban de nuevo ocultas cuando empezaba la canción siguiente.
La octogenaria recepcionista a veces canturrea los tangos. El señor de la respiración fuerte también. Comienza marcando el compás con el pie, con su zapato negro, y luego se libera y habla. Encuentra en otra de las señoras que espera no sólo una oreja, sino una boca que le contesta y le pregunta. Dice que tiene 84 años. Al principio lo da a entender y luego lo dice claramente. Agrega que estaba en el club conversando con alguien más joven y que lo desafió a jugar a las bochas y a levantar pesas.
Se le escapan la vitalidad y el relato orgulloso de su vitalidad. En un momento se rescata de su vozarrón y de cómo suena. Reconoce que tiene la voz fuerte, que se lo dicen a menudo, pero el descenso del volumen no dura ni dos frases. La dinámica de la situación lo hace sentir cómodo, y se suelta. Cuenta que está casado por tercera vez, que su mujer tiene 41 años. La mina confesará 72 y también tiene ganas de hablar. Hay otra mujer, más joven, que de vez en cuando mete un bocado. Una más, en la punta del sillón donde se amuchan las tres, se mantiene al margen de la charla.
Le toca a ella, y entra al consultorio cuando sale el paciente anterior. El doctor te despacha en un toque, no más de cinco o diez minutos por consulta. Sin embargo, esta vez se va a demorar.
El señor verborrágico habla de sus hijos, y la conversación rápidamente llega a sus matrimonios. Él quería tener muchos hijos, “un equipo de fútbol completo, y si hay lugar uno más”, y se lo advirtió a su primera mujer. La llevó al ginecólogo de la familia de él, y el médico le dijo que “los cinco primeros partos se los cobro: a partir del sexto pago yo”. Y después del quinto… le ligó las trompas. Explica que ella era menor cuando se casaron y, entre las paredes que le devuelve la mina, está a punto de hablar mal de su ex, pero finalmente le echa la culpa al médico: no fue a pedido de ella, lo resolvió el ginecólogo, inconsultamente parece… Ahí tomó la decisión: “Cuando se case el último de los chicos, me separo”.
Después se casó con otra, a la que conoció cuando tenía 15. Y él, 49. Tuvo tres hijos con ella. Con la actual hace once años que están juntos y no tuvieron hijos. Al principio ella quería viajar y más tarde logró esquivar su destino de coneja.
Ahora quiere contarnos de sus viajes, y habla de que tiene varios tiempos compartidos: en Brasil, en Estados Unidos, en Biarritz… Aclara que Biarritz queda en Francia, y estoy a punto de romper mi mutismo para decir que Miarritze queda en Euskal Herría ocupada. Pero no da. Menos aún da cuando sigue enumerando y dice que tiene otro tiempo compartido en Israel (¡en Palestina usurpada!). Y que no llegó más temprano porque estuvo una hora hablando con la mina de la agencia de viajes.
“No hay nada más lindo que viajar”, acota la señora joven. Y él asiente. Cuenta que en un lugar turístico iban subiendo una cuesta, y le dijo a su jermu: “Ahí arriba hay un bar con unas mesitas”. Cuando llegaron arriba, ella, deslumbrada, le preguntó cómo sabía. “Porque yo ya estuve acá”, respondió, y afirma que eso es lo bueno de viajar para él, poder conocer más que el otro.
De ahí deriva a sus hijos: cuatro viven acá y cuatro en el exterior. Apenas menciona a los nietos, y vuelve al menor de los cinco primeros: habla de él con un tono que de condescendiente tira a despectivo, como si fuera el menos avispado de la prole. Dice que un día fue a la casa de la novia y pasó a la habitación, donde había una cama de una plaza. “¿Dónde duermen ustedes?”, le preguntó a la chica. Y cuando ella le contestó “acá”, el señor se ofendió: “Para ir a un bulín, voy al bulín de mis minas, no al de la mina de mi hijo. Yo acá no vengo más”. Dice que la chica le explicó que no tenían a dónde ir, y él se sorprendió porque le había comprado un departamento a cada hijo.
Las señoras, tan comprensivas como perspicaces, coinciden en que “el pobre” no quería casarse para que no se separaran. Él sólo dice que finalmente se casaron. Los tangos de la radio siguen sonando, y, cuando el locutor anuncia las canciones, al señor le llama la atención que sea la radio y no un disco, como siempre. Ese es el puente para pasar a hablar de música, de lo conocido que es Atahualpa Yupanqui en Israel. La señora locuaz habla de Cafrune, estoy seguro, pero no recuerda el nombre. Nadie lo recuerda, salvo yo, que sigo en silencio.
Unx de los ocho hijxs trabajaba como traductor en una embajada, en la israelí acá, o en la argentina allá, y después de la bomba no sé qué pasó. La vieja encuentra un espacio para tomar la iniciativa de la conversa, y habla de un Fulano que laburaba en la embajada: “Era altísimo Fulano, y sólo encontraron el pedazo de acá”, dice señalándose la cadera. La mujer joven, digamos joven, de cuarenta y tantos, exclama un gesto impresionado, y propone no hablar de eso mientras la señora repite “cómo nos juntamos y ayudamos a la familia de Fulano”.
La larga consulta llega a su fin. La paciente se va, y la recepcionista pide permiso para irse: hace casi media hora que terminó el horario de atención. El médico se sienta en la sala de espera y, seguramente agobiado, se pone a charlar.
Él también tiene la voz poderosa, como si fuese levemente sordo y necesitara hablar fuerte para oírse. Sin embargo, nunca me pidió que elevara el tono pese a que mi volumen es en general bajo. Cuenta que renunció a PAMI. Que le cayó una inspección, o algo así, y que le hicieron quilombo porque no lleva historia clínica de los pacientes (“yo no estoy para hacer caligrafía”), porque no da turnos (“si doy turno, lo atiendo el mes que viene”, dice, y esta vez le doy la razón), por no sé qué más. Que en treinta años nunca tuvo un problema, pero que ahora sí, y que fue a reclamar y terminó presentando la renuncia; que se jugaba a todo a nada, que estuvo una semana juntando papeles… A la señora locuaz se le ocurre “que les pregunten a sus pacientes” qué opinan. El señor hipervital no acota nada. La señora joven se pone de pie y exhibe un culo ferroviario encajado en un jean negro: explica que solo vino por la receta y promete que no va a estar más de cinco minutos. Al final, no me queda claro si la renuncia se hizo efectiva o no.
Fácil, hace cincuenta minutos que esperamos. Me hace pasar a mí antes, compra lo que le llevó mi encarnación delivery y, luego de un intento de regateo, me paga los cien mangos. Me habla de lo complicada que fue su semana pasada, de la renuncia, y sigo sin saber si sigue en PAMI o no. Supongo que entonces recuerda que hay gente esperando, porque noto cómo contiene de repente sus ganas de hablar, y me despide.
Bajo solo, y en la puerta me abre una vecina. Ya es de noche. Algunas gotas se hacen garúa y otras, neblina. El sueño que me apremiaba en el bondi se disipó asistiendo a la conversación. Entonces no me cuesta nada volver caminando.

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