Al comienzo es una onda que deforma el bullicio esponjoso del Centro. Cuando la vereda izquierda de Bartolo (Memitre) desaparece, reconozco que se trata de música. No sé qué es (el sonido de los cines-templos evangélicos es lo primero con lo que la asocio) ni de dónde viene.
Después de cruzar Diagonal –y Bartolo–, distingo la fuente: es un chabón que toca la guitarra eléctrica y que ubicó su amplificador junto al vértice del edificio que era del Banco de Boston, en Florida, donde cagan las palomas. El pibe, rapado, toca sobre una pista, y, a medida que me acerco, me gusta cada vez más lo que escucho. La imagen de enfrente es la de unas rejas, que tal vez protejan una estatua; a su pie, una pareja de empleados, sentados, charla y fuma. Entremedio, la gente no deja de pasar.
Camino lentamente para ver el show sin ser visto. Hay un sombrero en el piso y dos compacts en venta, a cinco mangos cada uno. No estoy en condiciones de dejarle ni un peso sin que me duela, y me da vergüenza blanquearme como espectador. Hago que miro algo en el kiosco de diarios de la esquina y escucho, y mi cabeza apunta a una revista, pero mis ojos, al violero. En un momento queda de frente a la pared, hasta que vuelve a girar, desconectado de todo, salvo de sí en la música. Me mantengo a distancia, y de pronto el sonido me recuerda al de la Mahavishnu, pero hace tanto que no la escucho que por ahí estoy flasheando cualquiera.
Termina la canción, y nadie parece haber reparado en ello ni en él. Quiero creer que le chupa un huevo, me gustaría que fuera así. Toma un sorbo de una bebida oscura que tiene en una botella de plástico, y como no empieza otro tema inmediatamente, me voy. Lo valoro más cuando Florida es un aquelarre incaminable de improbables músicos, y en especial cuando un grupo de varias personas con instrumentos de viento, e incluso con batería, toca una mezcla de reggae, ska o música pachanguera-brasilera y el líder arenga a la gente. Ahí sí hay un corro de público que disfruta de la alegría, el ritmo y el color.
El martes siguiente volví a pasar por Florida y Diagonal, pero en lugar del pibe este había unos cartoneros, o homeless, o ambas cosas. Más adelante, en cambio, los otros tipos seguían con su repercusión callejera entre oficinistas.
Además de la música, luego supongo que puede haber resonado en mí su actitud, a la que en alguna forma hallo similar a la de este blog.
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