Urgida por las señales desesperadas que me dio mi cuerpo en pocos días (un episodio de desorientación en la calle, un despertar en un grito aterrado a raíz de una andanada de ladridos), que se suman al habitual cansancio, continué mi peregrinaje por/ante profesionales de la salud para saber cómo soluciono, o, al menos, sobrellevo mejor, la sensación de agotamiento físico y mental debida a no poder descansar por los innumerables ruidos y voces (y ladridos) que proliferan en esta fucking noisy city, en este fucking noisy building.
En un hospital público consulté a una psicóloga, muy atenta ella, a la que no le quedó claro si mi mal dormir y mi cansancio se debían a un “factor externo” (verbigracia, los vecinos ruidosos) o a problemas míos solo coronados por estos hechos. Tres o cuatro veces me lo dijo, cuando la entrevista nos llevaba de nuevo al mismo lugar, y cada vez le di mi certeza de que era por el susodicho factor externo, ya que nada de esto me pasaba antes y no ha habido cambios significativos en mi vida, salvo la llegada de los vecinos en cuestión.
Después de responder las preguntas de rigor, de verme examinada bajo un microscopio, como si en vez de alguien que pide ayuda fuese la sospechosa de un delito (“¿Toma alcohol? ¿Cuántos litros por semana? ¿Se emborracha? ¿Se droga?”. “Sí, con clonazepam. Por prescripción médica, ¿eh?”), trato de explicarle la situación lo más objetivamente posible para mí en esta sazón, pero fracaso. Trato, entonces, de explicárselo con ejemplos: le digo que siento una profunda angustia al irme a dormir debido a que tengo la seguridad de que la mañana siguiente seré despertada innúmeras veces a horas que desconozco. Le digo que si quiero salir una noche, tengo que pensar en la hora a la que voy a volver porque me van a despertar antes de las 9 aunque sea un fin de semana. Le digo que si escucho a la vecina hablar por teléfono y decir “vení en una hora”, en esa hora no me voy a poder dormir porque sé que me voy a despertar sobresaltada en una hora, cuando toquen el timbre y ese perro del orto ladre sin que nadie lo contenga. Así, ya no puedo dormir a la mañana porque, de algún modo, mi cuerpo se autoprotege y trata de evitar las sensaciones desagradables. Le digo que a veces estoy quince horas en la cama: dos para dormirme, nueve o diez durmiendo con interrupciones que pueden durar más de una hora, una más para levantarme, dos más intentando siestas varias y vanas. Le digo que la última semana pasé cuatro días así, hecha bosta.
Le digo que no me siento dueña de mi tiempo ni de mi cuerpo… ¡y la mina me pregunta por qué!
Luego, despliega sus recursos de tergiversación bien aprendidos en la fuck: encara para el lado de la depresión y sugiere que estoy tanto tiempo en la cama debido a un desgano, a no querer hacer cosas. Hago un gran esfuerzo para no mandarla a la psicóloga que le enseñó y le digo que quiero hacer cosas, aunque sea dar una vuelta por acá, ni hablemos de coger, pero que NO PUEDO. Dos veces la conversación llegó a ese lugar y otras tantas insistió en que consultara a un médico para descartar que mi malestar se debiera a un problema físico. (“Sí, mañana tengo turno con un clínico”, le dije, y nos perdimos hablando de quién era y cómo había dado con él al no tener prepago).
Ninguna vez, sin embargo, se le ocurrió pensar en que esos hipotéticos problemas físicos podrían ser la consecuencia del pésimo descanso, aunque le pedí que se imaginara despertando sobresaltada seis veces por día todos los días de su vida, y no por una Carla Conte deseosa de amamantar, sino por una banda de miserables que se cagan en los demás y, a veces, no tengo dudas, lo hacen adrede. No recordó, tampoco, que EE. UU. usa la privación del sueño como forma de tortura, ni por qué lo hace. No solo no pudo imaginar cómo repercute en lo físico el mal descanso, sino que tampoco le vino a la mente la consecuencia psicológica, ni la realimentación entre ambas.
Y cuando le hablé del hostigamiento que implica que la vecina ponga una colección de elementos de superchería en el balcón, bien a la vista, dijo: “Es su balcón”. No dijo nada, en cambio, cuando repliqué: “Imagínese que Ud. viene a trabajar y en el escritorio encuentra siempre un muñequito pinchado”.
Porque me la soba bien sobada toda esa sarta de forradas, y no creo en ellas, pero es fija que la gorda conchuda esta me hizo “un trabajo”. Y si creyese, estaría, además de extenuada, hiper paranoica (si tuviese algún poder no sería ese golem fecal que es, que “no puede levantar ni una bolsa”, pobrecita, y llora ante la vecina del 1° C porque la mala soy yo).
Al final de la consulta repitió lo que ya había dicho al menos dos veces: que no me podía medicar, que como mucho podía hablar con la psiquiatra para que me diera una pastilla para pasar la noche, y se lavó las manos con obviedades varias: que primero descartara lo físico y que fuese a un médico (ya te dije que voy mañana), que desde lo legal no me podían ayudar y que fuera al CGP (y no, no vine a pedir ayuda legal acá…).
¿Solución? Ninguna ¿Alivio? Nessuno. Lo que sí fui a buscar, un recurso químico o intelectual para afrontar la borrasca, tampoco. Apenas si deslizó la posibilidad de comenzar un tratamiento (que lleva tiempo, y yo me estoy quemando ahora). Apenas si hubo un instante de empatía, y dijo que tener vecinos molestos es complicado –no usó esa palabra–.
La charla, ya circular (tal vez porque con la experiencia del psiquiatra anterior estaba veloz de reflejos y le atajé unos cuantos tiros), nos lleva nuevamente a su descreimiento de mi relato, a hablar de si es el “factor externo” o no. Recuerdo en ese momento, y se lo digo, que, cuando mi padre tuvo un accidente casero y estuvo cuasi postrado un tiempo, ni por asomo me sentí tan desbordada. Ella corona la entrevista con una frase bien de psi: “Su padre se fracturó un hueso y Ud. tiene el sueño fracturado”. Me hizo recordar las asociaciones del clon de Emanuel Horvilleur que me atendía el año pasado.
(¿Y a quién me cruzo cuando salgo, a unas cuadras de allí? A un clon de EH con anteojos oscuros y Havaianas, comiéndose un cuarto de helado. Bien probable es que fuera el mismísimo clon que yo conocía, porque vivía por esa zona).
Mantengo la compostura ante semejante boludez, y nos despedimos. Antes y después de cruzarme con el clon de EH me pregunto cómo me habrían tratado en ese hospital si en vez de consultar por esto fuese a la guardia general con un dolor en el pecho: ¿también me patearían para adelante, me hablarían de un tratamiento, me despacharían no en dos minutos, pero sí sin algo que cambie mi realidad?
Luego, no el clínico mencionado, sino el siguiente al que consulté, cuando le referí este cuadro, me dijo que tenía, entre otras cosas, pánico. Y entonces me pregunto si ese diagnostico no debió hacerlo la psicóloga. ¿Se le pasó? ¿No lo reconoció? ¿O no tengo pánico?
Lo que seguro tengo es un cansancio físico y mental, un corazón que muchas veces no levanta de 100 pulsaciones y un descorazonamiento profundo.
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