Me despierto después de clavarme pastillas varias y de –sólo cuando hicieron efecto– dormir cinco horas de un tirón.
Las brillantes líneas de sol que traspasan la persiana me avisan que dormí más de lo esperado. Son las dos de la tarde. Me levanto, hago pis, y, antes de dormirme de vuelta, antes incluso de decidir qué hacer, escucho que llega el pelotudo del piso de arriba con su nueva mujer y los hijos de su matrimonio anterior.
Me sorprende mucho su llegada. No porque sea un fin de semana de los que no les toca pasar con el padre, sino porque estaba seguro de que habían muerto.
Yo mismo los maté al menos seis veces ayer a la tarde, y también en la madrugada, para paliar mi desvelo.
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