De pronto, y sin explicar jamás el porqué, me extirpó de su vida.
Eligió un modo adolescente de hacérmelo saber. A veces, perverso, como cuando me decía “llamame, que, si estoy, te atiendo”, y ya tenía decidido no atender el teléfono. A veces, burdo, como cuando me saludaba con una frialdad mal teñida de naturalidad que resaltaba mucho más por el contraste, premeditado y enorme, con el cariño de unos meses atrás.
Durante todo ese último año de colegio, su actitud contribuyó a enardecer el desconcierto y la desesperación propios de un tiempo en el que, como dijo uno de los novios de S., se nos acababa la vida (esa vida, en la que habíamos encontrado un lugar y un reconocimiento).
Los últimos días de clase tuvimos que votar para elegir al profesor que diría unas palabras en el acto de fin de curso. Previsiblemente, ganó ella. Su discurso fue apenas ruido, frases de circunstancias que no decían nada y que nos presentaban a todos más o menos iguales, dentro de la misma bolsa.
Luego, nos entregó a cada uno un sobre. No sé si todos contenían lo mismo, pero el mío tenía una fotocopia de un texto de Galeano. Abajo había escrito:
Queridísimo Xxxxxx:
Hasta cada día…
Que tu luz “te” ilumine y permitas que encienda a los demás… Te quiero mucho…
Dios te bendiga y te acompañe en todos los caminos que emprendas siempre… (Aunque no te guste) Hijo mío…
Hasta siempre, en otro lugar y otras circunstancias.
Un besotote grande.
Silvia Mercedes
“Hasta siempre”, lo sabía, equivale a “hasta nunca”. Y el trato deliberadamente distante que tuvo esa noche lo ratificaba. No recuerdo cuántos meses-años después lo encontré, y releí sus palabras. La tristeza, la bronca y el vacío se sintetizaron en las ganas de decirle: “Me di cuenta siempre de que me estabas pelotudeando. Sabelo”. Agarré el sobre con la notita, fui hasta su casa y se lo dejé en el buzón del edificio con unas líneas que decían que me lo diera de nuevo el día que fuese verdad lo que me había escrito.
Nunca hubo otro tiempo y otras circunstancias. No podía haberlos porque no puede haberlos, porque no hay nada que no sea el aquí y ahora que nos atraviesa mientras lo atravesamos.
Sin embargo, sabiéndolo, optamos con frecuencia por la posposición. Esa elección puede tener diversas motivaciones.
Tal vez no nos sentimos en condiciones de afrontar una situación, y apostamos al batacazo de que en ese tiempo impreciso todo sea (¡parezca!) igual, salvo nuestra confianza.
O no es más que una frase de ocasión cuyo único fin es sacarte del medio pateándote para adelante, casi como quien te dice “ya vas a encontrar alguien que te quiera” en lugar de decirte “yo no te voy a querer ni locx”, esperando que en ese otro tiempo no estés, que te canses de esperarlo y te vayas sin que sea necesario poner el cuerpo y los argumentos para echarte.
O la soberbia de quien dice eso lo lleva a pensar que está en condiciones de prever los hechos, como un ajedrecista ve varias movidas con antelación.
O su omnipotencia se revela en ese presunto conocimiento del futuro, o en dar por sentado que viviremos para ese hipotético entonces, que no nos va a pisar el 172 que se subió a la vereda en José María Moreno y Guayaquil.
O se inscribe en la lógica de la publicidad, o en la del histeriqueo (que manipulan y exacerban el deseo para satisfacerlo momentáneamente con el único el fin de reavivarlo, o para satisfacer exclusivamente el deseo de quien sólo tiene el deseo de ser deseadx), o en la de la religión (que habla de un futuro al cual accederás sólo si te lo ganás. Sufriendo).
O quizá no son más que unas palabras (casi) automáticas, una expresión de deseos.
Puede haber muchos motivos. No importa. Porque lo que no hay es tiempo.
Ya no hay tiempo.
No hay tiempo que no sea este tiempo.
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