El columnista de un noticiero da unos consejos extras acerca de cómo prevenir la gripe A. Los llama “plan B” y se suman a las recomendaciones de estornudar en el codo, lavarse las manos, usar alcohol, etc. Habla de abrigarse sólo lo necesario, ni de más ni de menos; de alimentarse bien y de dormir bien, “siete horas, mínimo”.
Sí, dijo “siete horas, mínimo”.
Recuerdo de mi temprana niñez que en el colegio nos dijeron, a cuento no sé de qué, que el día tenía 24 horas, y que ocho de ellas eran para trabajar; ocho, para dormir, y ocho, para descansar. En las ocho horas destinadas al descanso tenés que viajar ida y vuelta al trabajo… pero no es de eso de lo que quiero hablar.
Desde ya que cada organismo tiene sus propias características y sus propias necesidades, que se trata de un promedio, del tiempo socialmente admitido para dormir. Lo que me llama la atención es que apenas en unos pocos lustros ese tiempo haya descendido una hora.
Porque no hubo un cambio genético repentino que lo justifique, como no hubo una modificación en las características del cerebro que haga posible la realización de varias tareas simultáneas con la misma eficacia. No la hubo, aunque las madres se asombren de las capacidades de sus vástagos, que pueden estudiar, escuchar música, tener el MSN abierto y conversar al mismo tiempo, y encima ¡sacarse buenas notas!
Tampoco hubo una mutación que nos hiciera compartir los genes de Bernardo Neustadt y nos permitiera dormir solo cuatro horas. Lo que hubo es un avance del aparato productivo –no sólo el que concierne al trabajo, sino también el que nos obliga al esparcimiento– sobre nuestro ser.
Su aparato propagandístico se encarga, sutilmente, como al pasar, de recordarnos cuánto es dormir bien con una afirmación que da por sentado que solemos dormir menos, porque –nos lo remarca sin decirlo– podemos dormir incluso menos tiempo, podemos vivir durmiendo menos tiempo.
Y quienes necesitamos dormir más horas de las que establece ese promedio nos sofocamos, cada vez más arrinconados, cada vez más cerca de la muerte. Porque, como dice la frase que conocí en boca de Pancho Ibáñez a comienzos de los 80, sólo sobrevive el más apto.
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