Mi capacidad de intuición e/o inferencia funciona muy bien cuando se acerca esa señora treintañera. Bajo de la pequeña entrada del edificio dando dos pasos hacia la vereda y dejo que sea ella quien toque el timbre e interrumpa la consulta. El médico responde, como de costumbre, con un estentóreo “¡ya bajan!”, y ambos, sin hablarnos, comenzamos a esperar.
La mina me hace escuchar la música de su mp3 sin sacarse los auriculares. Bebe un sorbo de una botella de Coca, después otro. La espera se hace llamativamente larga. Minutos más tarde llega una chica, quizá un poco rellenita, pero bastante atractiva. Tiene la piel blanca, el pelo castaño atado, un piercing en la nariz y otro en el labio, un pulóver rojo ajustado que le resalta las tetas, chupines y zapas negras con cordones rojos. Viene con un chabón que en la cara también tiene un piercing, y muchas marcas de un acné cruel. Toca el timbre y “¡ya bajan!”.
Pero la secretaria, que además es la octogenaria suegra del doctor, no baja. En un momento sale una vecina, y la chica del piercing abaraja la puerta antes de que se cierre, y se manda. La otra mina la increpa con un: “Disculpame. Yo estoy antes para el médico”. La pendeja suelta la puerta, pide disculpas y encuentra tardíamente el remate de su réplica: “Podríamos haber entrado todos”.
Seguimos esperando de pie, hasta que la pareja decide sentarse en el umbral contiguo. Tendrán veintipocos, y algo de humo residual en el cuerpo. Él tiene una campera de jean, la costumbre de apoyar una zapatilla sobre la otra, pisándola, y un pantalón que revela que no tiene nada de culo, salvo el necesario para levantarse a una flaca así. Llega otro chabón más, alto, vestido con ropa informal marrón, y ya somos cinco en la vereda.
Al fin, la secretaria baja. Se acerca, apoyándose en su bastón, abre la puerta, no le llama la atención la pequeña manifestación en la vereda, y se va sin que nadie atine a interceptarla. A la portera sí le llamamos la atención: nos pregunta si esperamos al médico y nos dice que toquemos de nuevo, “a ver si quiere atenderlos, porque atiende hasta las 6”. Cuando pasé por el bar de la esquina, su reloj decía que eran menos diez, y llevamos fácil un cuarto de hora de plantón.
La chica sexy habla de la mala onda de la portera, y yo sonrío, buscando un contacto. Ella repite el “sí, mala onda” y rápidamente vuelve con su chico. La otra mina, mientras, había tocado el timbre y logrado que nos atendieran. Avanzamos por el estrechísimo pasillo, que obliga a caminar en fila, hasta el ascensor. En él cabemos solo tres personas, y la pareja, que reaccionó tarde desde el umbral, elige quedarse abajo.
Llegamos. La puerta del departamento, como siempre, está abierta, y se oye música fuerte. Esta vez son unos tangos. El tipo estaba cambiándose para irse, pero dice que “no hay problema”. Apenas entro me sorprende el edificio en construcción de la calle transversal, que ya alcanzó la altura de la ventana, y está tan cerca que queda a tiro de gargajo. La mina del mp3 otra vez gana la iniciativa: salió primero del ascensor (oh, la cortesía), lo saluda y, aprovechando mi distracción, pasa.
En el silencio del disco se escuchan las voces del especialista y la paciente en la habitación contigua, que funge de consultorio. El living es la sala de espera: tiene tres sillas tipo director de cine de un lado, otras dos enfrente, junto a la puerta, y, contra una pared, un sofá donde caben tres personas.
Llega la pareja, eligen dónde sentarse mientras caminan, y el chabón del acné se ubica en el sofá, en el medio, junto al otro pibe, aun más invisible que yo, que estaba en la punta más lejana. Su chica se sienta a su derecha, y quedan dos sillas vacías separándonos. La próxima mirada me muestra que ella colocó su pierna izquierda sobre el muslo de él, de modo que las dos rodillas se flexionan superpuestas. Ninguno parece sentirse mal; no todo lo mal que me siento yo cuando voy al médico. En esas ocasiones, no tengo voluntad de pavonearme, ni de escuchar música, ni menos de esperar de pie y en la calle.
En menos de cinco minutos salen del consultorio. El doctor se sorprende de que cada vez haya más gente. Le recalco que llegamos menos diez, y paso. Atiende sin turno, y nunca le vi una ficha de historia clínica o cualquier otra cosa de las que relaciono con un consultorio, salvo la camilla. Tiene una biblioteca armada con ladrillos en la que se ven libros que no son de medicina y un escritorio donde están el teléfono y el portero eléctrico. Bajo su vidrio hay algunos recortes de chistes del diario.
Mi derrotero médico de este último tiempo, especialmente de estos últimos días, hace inevitable la comparación, y celebro no ser su paciente. La informalidad organizativa seguramente tendrá un correlato en la atención: me es imposible imaginar un instante de empatía profesional con este tipo.
Le muestro lo que me había pedido: uno ya lo tiene (el que me pidió a último momento, y por el que tuve, literalmente, que correr para ir a buscarlo y no llegar tarde). Compra el otro, me paga (cinco mangos menos, que no le reclamo), y me dice que en estos casos lo llame al consultorio o a la casa. La otra vez, para no gastar de más, en vez de llamarlo al celular, lo llamé a la casa, y me hizo historia, me dijo que no, que no sé qué con la mujer, que lo llame al celular. Ahora lo llamo al celular y no recibió el mensaje, y repite que lo llame al consultorio o a la casa.
Saca el tema de los libros y dice: “Yo tengo más libros que tu viejo”. No dice: “A mí también me gustan los libros”, o “yo también tengo muchos libros”, ni “yo también soy bibliófilo”. No. Establece, a cuento de nada, la comparación, y su preeminencia en la comparación.
Movido inconscientemente por la voluntad de no hacerles perder tiempo, o, tal vez, por la de rajar de ahí lo más rápido posible, me despido y me voy, sin guardar la guita en la billetera, solo en el bolsillo roto, y sin darle una última mirada a la chica de lenguaje corporal arrogante.
Los tangos estridentes siguen de fondo mientras espero el ascensor y reparo en la estrechez del edificio y en una tablita de madera con una inscripción en hebreo junto a la puerta del otro departamento. Tengo que bajar con un viejo grandote, y es difícil evitar rozarnos. Recién en la calle encuentro el alivio del fresco, que reemplaza al de no tener que compartir la salida con él, su charla incómoda en el ascensor y su cara de asombro cuando le digo que me voy caminando a casa.
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