La imagen es la de una tarde de remera con el sol pegando sobre la pared verde de la vidriería de Constitución y Luca, donde tienen suelto ese perro agresivo del orto. No sé por qué es allí, porque el sol va a seguir entibiando esa vereda durante el invierno a través del espacio que deja la canchita.
Tal vez porque en la cuadra siguiente la arboleda y la reaparición de las construcciones a mano izquierda configuran el comienzo de un túnel, el mismo que se ve desde lo alto de la barranca. Y porque en esa esquina concluye el declive y el túnel es cuesta arriba.
O tal vez porque en esa esquina flasheé con las lucecitas navideñas un primero de enero cuando el sol iluminaba sin ensombrecer, y un rato después quedaba fuera de circulación por un mes, cortesía de una enfermedad infectocontagiosa.
Lo que sé es que no se trata del verano, que volverá dentro de unos meses. Y que, si no me voy o no los mato, volverá a ser un padecimiento, volverán a ser dos meses y medio perdidos por culpa de mis vecinos terrenalmente infernales.
Lo que se va es la adolescencia. Se va por tercera vez. Por última vez.
La primera fue una garcha sin destino. La segunda, tardía, la desperdicié poniendo la energía en lugares equivocados. La tercera surgió de una enfermedad, que es la misma de ahora, diez años después. Y esa enfermedad surgió entonces por poner la energía en lugares equivocados.
En realidad, si las adolescencias fueron un lugar desagradable, veamos con buenos ojos que se vayan por última vez y tratemos de que lo próximo sea mejor.
Pero estas son palabras vacías. Es una garcha total que se vaya, y más garcha aún es esa sensación de que se va sin haberla podido disfrutar, como si me la estuvieran robando. Como me roban el tiempo, y la vida, los vecinos del orto. Como me robaron la energía, y se cagaron en mí, algun@s enferm@s y/o miserables. Como me robaron la posibilidad de otra vida, y me marcaron para siempre, los que me rodeaban con su enfermedad cuando tenía 13, 14, 8…
Leonor Silvestri dice que hace siete años que tiene 25 y que espera poder quedarse allí otros siete. “Después me fijo si pego otro estirón”, anuncia. El problema es cuando se hace insostenible la diferencia entre lo que muestra el espejo y lo que uno siente. Cuando te fijás, y no querés, o no podés, o no te sentís en condiciones de pegar ese estirón. Pero se impone. No es el afuera el que lo hace, ni la mirada ajena, sino la propia en el espejo.
La pérdida definitiva de una imagen que me represente, la pérdida definitiva de la correlación entre la imagen y lo que soy, o siento. Será eso.
Seguro que ya perdí muchas otras cosas definitivamente, pero esta es tan notoria. Y, todavía, en lo simbólico, depende evidentemente de mí. Y la alargo, la estiro, me aferro a ella hasta la exageración (¿hasta la patología?). Y cuanto más la postergo, y cuanto más pienso en ella, más peso gana y más duro va a ser el contraste.
Podés parecer más chico, podés mentir la edad y que la mentira pase, pero en un punto la cosa no da para más. En este punto. Y aunque me sienta adolescente, lo cual a veces será bueno y a veces, una cagada, me echan.
Me echa el tiempo, que no para ni cuando escribo esto, cuando trato de explicármelo. Me echa el cuerpo, que no es el mismo. Y me pisan los dedos con los que me aferro a la cornisa los soretes mal cagados que me robaron casi todos los días de los últimos dos años.
Me echan de un lugar que sigue siendo mi lugar, el que me representa, aquel en el cual me siento cómodo y perteneciente. Del único lugar del que tengo memoria.
Una forma de la muerte. Será eso. Lo definitivo.
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