No compré ninguno de los remedios que me dijo, y, sin embargo, me sentí mejor. Como si la empatía profesional que esa noche encontré en ella me hubiera aliviado. Porque parece que es así la cosa: estudian no sé cuántos años, uno va, les cree, les garpa… y termina aceptando la sugerencia del empleado de la farmacia.
Le puso ganas, atención, pila. Me escuchó. Escuchó el racconto de mi peripecia, me dijo que ya me habían dado todo lo que suele recetarse en casos como este, me pidió que la espere, y por un momento me dejó solo. Calculo que fue a revisar los apuntes…
Después volvió, me llevó a otro consultorio y me desvirgó la ventana derecha con el fibroscopio. Yo bromeaba (oh, mis bromas) con que el otro médico me había dado un remedio en polvo para inhalar, y ahora me metían un coso en la nariz. “No sé qué me quieren decir”, dije, mientras ella trataba de embocarme el aparato en el agujero. Yo abría las narinas, pero me dijo que era inútil, y sonreímos.
Al fin, entró, como ocurre siempre. Y se dedicó a mirarme por dentro. Me pidió que no hablara. Porque yo hablo cuando me siento mal, o cuando estoy nervioso. Y que me quedara derecho. Yo la miraba, la tenía muy cerca, a la distancia que mis viejos anteojos aún me devuelven una imagen nítida. Con la mano derecha sostenía la varilla flexible; con la otra cambiaba el aumento. Miraba su ojo cerrado de cazadora de catarros, su mano derecha, el vello que brota en su falange intermedia (ese que yo me depilo), una cutícula, o una uña, no me acuerdo, medio maltrecha.
Hubo algo allí, entonces, que resonó fuertemente en mí. Alguien tan cerca y pendiente de mí, haciendo algo por mí, y con ganas. Aunque fuesen meramente profesionales. Tal vez sea eso. O quizá fueron los anteojos, que me presentaban un mundo más reducido que el que veo habitualmente. Ese cambio de la percepción revelaba cosas que en otro momento pasarían de largo, como esos detalles propios de la intimidad. Y resaltaba su cercanía, su concentración, en un primer plano que se imponía ante la borrosidad cercana.
Me sacó el aparato. Parece mentira todo lo que entró. Como ocurre siempre. No hice ni un comentario sobre eso, ni sobre las palabras con que me alentaba (“tiene que entrar”, “yo sé que es horrible”), ni cuando me puso la anestesia en gotas.
Volvimos al otro consultorio, me hizo la receta. Las recetas. Me dijo que además del catarro encontraba reflujo gástrico, y me prohibió un montón de cosas que no como ni tomo. Lo único relevante fue el alcohol y las verduras crudas a la noche. Queda poco margen para mejorar si la mayoría de las cosas que hay que evitar ya las estás evitando. De hecho, finalmente tiró el papel donde había anotado las restricciones y la recomendación de tomar dos litros de agua por día. No lo anotó, pero me quedó grabado su otro consejo al respecto: “Dentro de lo posible, bajar las revoluciones”. ¡Ja! ¡Con estos vecinos destrozando mi reloj biológico! I think it’ll be just a little bit difficult, baby…
Y me dijo que lo del asma, que había dicho el otro médico, quedaba stand by. Que para diagnosticar eso hay que hacer una espirometría. Tampoco me había quedado claro si el tipo había dicho que tengo asma o si habló de una “crisis asmática”, pero sí de una disminución del ingreso de aire, o de mi capacidad respiratoria.
Escribió en la compu la historia clínica. Bromeó con que no sabía cómo iba a escribir todo lo que le había contado, bromeé con que le iba mandar lo que publicara en mi blog. Sonrió, otra vez, mientras tipeaba. Seguro que yo pensaba que podría escribir algo que me gustara más. Al final, miró en la pantalla mi nombre, y comenzó a dar por terminada la consulta diciéndome: “Bueno, Xxxxxx…”. Y yo, que creo que ya había registrado cómo se llamaba, miré notoriamente la receta, su firma y su sello, y dije su nombre. Y logré una sonrisa más. Me dijo que volviera el sábado, o antes, si la cosa no mejoraba. Primero dijo el viernes o el sábado, y al toque confirmó el sábado.
Aunque era una guardia, en ningún momento mostró apuro o impaciencia. De eso me di cuenta después, porque entonces todo ocurrió como si no se pudiera atender de otra manera. Nos despedimos: me dio la mano sin levantarse de su silla, enfilé hacia la puerta, y con el picaporte en la mano giré para estirar la comunicación y preguntarle cómo se llamaba el aparato. Me respondió, y le dije que iba a alardear con eso. Me dio la última sonrisa, y no la vi más. Hasta que, googleada mediante, días después encontré la foto de su perfil de Facebook, en la que está con un chabón, mostrando, contentos, las entradas a un recital de Manu Chao.
También descubrí una cosa que me llamó la atención: la página que da los resultados de las evaluaciones para entrar a laburar en el lugar donde la conocí. Tenía un buen promedio en la fuck, en el examen escrito le fue más o menos, pero en la entrevista tuvo un 10, lo que la dejó segunda en el ránking. A partir de esto deduje que la empatía con el interlocutor es uno de sus puntos fuertes. Aunque quizá haya sido casualidad, o sólo se trate de una conjetura basada en datos circunstanciales.
El sábado, por supuesto, no estaba. No cuando fui. Pero eso era previsible. Igual, con el médico que me atendió busqué la excusa para mencionarla y para decir que, casualidad o no, me sentí mejor desde la madrugada siguiente. Aunque un remedio no lo compré porque el tipo de la farmacia sugirió uno más barato, y el otro quedó para el día siguiente, cuando ya parecía no necesitarlo. Y el del reflujo sigue esperando, porque a veces creo que tengo que comprarlo, y a veces no…
Decírselo a ella mandándole un mensaje en el Face me parece tan descolgado como imaginar que se acordaría de que tengo un blog, de la pregunta por el nombre del aparato, y que escribiría en Google el criterio de búsqueda que titula este post.
Pero como este blog sirve, entre otras cosas, para decir lo que no puedo decir de otra forma…
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