Después de mi último problema de salud, quedé con los horarios al revés. Poco a poco los iba acomodando, y calculaba que ese día me iba a despertar a la dos de la mañana. Me desperté más o menos a esa hora, me levanté, comí algo, pero el cansancio seguía en mí. Me acosté tipo cuatro y me dormí, tal vez inesperadamente. A las cinco y media se levantó el vecino del piso x, y sus pasos pesados me despertaron, pero de inmediato reconcilié el sueño. Diez minutos más tarde subió la persiana con fuerza, golpeó algo en el balcón, se le cayó algo en el living, y ya no pude dormir más. Y el cansancio seguía en mí.
Hice alguna de las cosas que quería hacer, me acosté de nuevo, me levanté sin haberme dormido, hice alguna otra cosa, y a las diez y pico me acosté de nuevo. El sueño revoloteaba, lo mismo que un pájaro que picoteaba el toldo y me cortaba la frecuencia previa a la pérdida de la vigilia. Y si no, algo pasaba: tenía ganas de hacer pis, atronaba un motor preparado, pasaba el botellero con parlante… Al fin, cerca de las doce, me dormí, con la decisión de dejar para la tarde el resto de lo que tenía planeado.
Un par de veces me habré despertado, pero recién a las cuatro un grito infantil fue lo suficientemente intenso como para que reparara en la hora. Pensé que me iba a levantar, y que a la noche iba a retomar un horario de sueño más “normal”, pero me dormí rápido. A las cinco ya habían llegado del colegio los chicos del piso xx, y comenzaron las disputas familiares. Además, me pareció escuchar gente en el piso x. Me levanté, ordené algunas cosas que habían quedado tiradas, me puse los tapones en los oídos, y… me volví a dormir.
Luego, me despertó la señora del piso xx, que tiene la extraña costumbre de salir al balcón para hablarle a alguien que está dentro del departamento. Un rato después, ya de noche, me despertaron los gritos de su hijo, y sus pataleos contra el piso, porque estaba perdiendo su partida con no sé qué jueguito electrónico.
Entre las groserías, encuentro frases que me resultan propias de un adulto, quizá de sus padres, como si les dijera a los futbolistas virtuales lo que le dicen a él cuando lo regañan: “Decime por qué hacés eso. Decime por qué”. “Me voy a volver loco”. El padre le manda que se vaya a bañar, que ya puso el agua. El niño se niega, pero acepta cuando le dice que después sigue jugando. La ducha es rápida, y antes de que me duerma están de vuelta. El padre le advierte: “No quiero escucharte llorar cuando jugás”, y la fuerza de su deseo es muy fuerte. Lo suficiente como para impedirle oír la segunda tanda de berridos, llantos y golpes contra las paredes.
Al fin se calma, al fin me duermo. Más tarde me despierta algo parecido a un tincazo en la pared, o en mi cabeza. Supongo que los tapones en los oídos me impidieron despertarme antes del golpe, o identificarlo. Pero está claro que llegaron los vecinos del piso x. Suben la persiana, y me despiertan. Bajan la persiana, y me despiertan. Empiezan a discutir, y me despiertan. Son más de la once de la noche, y, pese a los tapones de silicona, escucho sus voces, aunque no puedo identificar las palabras. En un momento, el muchacho irascible pega un grito sacado. Pero parece que la cosa no pasa a mayores. Van y vuelven del enojo violento con una facilidad asombrosa.
Me duermo. No me despiertan reconciliándose y haciendo que la cama se desvencije aún más sobre mi cabeza, como la otra vez. Tampoco me despiertan sus pasos cuando se levanta, ni lo que se le cae –algo pesado, a juzgar por el estrépito que causó en la calma de la madrugada– ni el portazo que da cuando se va. No me despiertan porque me desperté a eso de la tres, y más o menos pude echar al cansancio de mi cuerpo y fluidificar y desennegrecer mi sangre.
A los nueve, su chica levanta las persianas como si estuviera levantando pesas en el gimnasio. Por suerte, se va rápido. Durante unos minutos se oye una voz cascada entonando cantitos de hinchada. Al mediodía, de la nada, una nena se queja gritando. Su madre, que está en el balcón, pregunta qué pasa, y está a punto de reprender a su hermano, pero aquella misma voz, desencajada, comienza un rosario de gritos. No son solo gritos, porque la nena clama: “¡Me duele!”. La voz violenta protesta por que la nena tiró algo sobre la cama, por que la madre le pidió a la nena lo que causó el problema: “¿Por qué se lo tenés que pedir a ella? Tardás tres minutos más y lo hacés vos”.
La energía negra que emanan llega ondulando, a veces profunda, como una ola larga, de esas que mojan las sombrillas, a veces sin entrar en mi depto, chocando contra la ventana, haciéndola vibrar también a ella. “¡Salí de abajo de la cama! ¡Parate ahí!” es su nuevo reclamo a la nena. E insiste: “¡Salí de abajo de la cama!”. Luego, se queja del colegio porque pasa algo con el papel de calcar y de que estuvo trabajando toda la mañana.
La nueva ola presenta la aparición del niño. Discuten a cuento no sé de qué, y el pendejo suicida lo torea a su padre: en quince segundos, al tercer “¡no me contestés!”, el señor monta en una cólera desaforada, que parece estar al borde de descontrolarse, que parece poder ser asesina. Y lo amenaza: “Te voy a reventar”, o tal vez eso se lo dijo a la nena. O a los dos. No me acuerdo. De ambos dice que son “dos culo cagado”.
Y le dice al hijo que ayer le dejó pasar el insulto a la madre. Y le dice a su esposa que no se deje insultar por el chico. “A vos te digo: la próxima vez no se lo dejás pasar”.
No sé cómo siguió la cosa porque me fui a la mierda, eh, digo, de la mierda, de esta mierda, y salí a caminar un rato. Cuando volví, el niño y su amiguito repetían su letanía de “¡qué golazo!” frente a la pantalla. Era mi hora de dormir. La historia sigue, pero el post se llama “Un día”.
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