Ayer fui a la óptica. (A propósito: en el camino vi cíbers que están cobrando 75 centavos los 15 minutos…). A la hora de pagar, miré todos los Rocas que tuve que sacar de la billetera, y hasta la chica, de empatía y verborragia profesionales, dijo “pusiste una cara…”. “No sabés cómo me duele”, le contesté, y traté de consolidar el diálogo diciéndole que aún no me habían pagado, pero tuve que intentarlo tres veces porque ella ya iba por el capítulo siguiente del manual del vendedor.
Por teléfono me dijeron que estos lentes son el nuevo modelo y duran un mes, y “te los dejamos al precio de los viejos, que duran quince días, y además los van a discontinuar y quedan pocos en stock”. Cuando llego, la chica me dice que la gente suele descartarlos a los 20 o 25 días, pero que no me los deje puestos mientras duermo. Recién en casa miro la cajita, y dice “8.7 - 14”, igual que los otros…
A la vuelta me agarró el diluvio. En Once, justo antes de que se largara, parecía una peli de efectos especiales: sobre la plaza, cerrada por reparaciones, con menos luces, y las paradas de colectivos semivacías, veía cómo se desperdigaban los rayos por un cielo violeta oscuro sin tener que alzar la vista.
Al cruzar Rivadavia noté que las suelas de las zapas, lo que queda de ellas, reanudaron su desprendimiento: ahora, atrás a la izquierda, y calculo que dieron sus hurras tras casi 11 años de acompañarme. (Y Adidas las reemplazó por otras que son una garcha de incómodas y cuestan mucho más).
Cuando el agua y el viento se me hicieron fragosos, me guarecí, junto a una trabajadora sexual (cuyos cromosomas no pude identificar a simple vista), bajo el toldo de una pizzería. Rápidamente, ella siguió su rumbo, tal vez para subirse a un auto que paró allí.
Yo esperé, aunque la cosa no mejoraba. Tras un par de cambios de semáforos, el agua empezó a acercarse a los cordones, y entones decidí continuar mi viaje, temiendo que la incipiente inundación se consolidara. Mala decisión.
A las tres cuadras, oigo un ruido distinto: el reflejo me lleva a mirar a mi alrededor, a donde lo sentí, y en una vereda sin baldosas de ese barrio mugriento lleno de peruanos veo desparramados el folleto de los lentes, las revistas de Farmacity que le había juntado a mi encarnación cartonera y las cajitas de los lentes. Y el neceser azul con el limpiador. Y el seguro.
La bolsita de cartón se desfondó, y me quedé con ella en la mano, vacía. Rescaté los lentes, de pedo reparé en el limpiador –al que no había registrado porque fue un “obsequio”–, y los papeles quedaron en el piso. Decí que ellos tienen copia del seguro. Con el pantalón empapado de las rodillas para abajo, proseguí mi camino luego de acomodar lo recuperado en los bolsillos.
Un par de cuadras después el diluvio se hizo lluvia leve. Ya no daba tomar un bondi, ni mucho menos un taxi, y seguí a patas los kilómetros que me faltaban. En todo ese trayecto nadie me vio; tampoco cuando llegué a casa.
Tal vez esta sea una de las cosas buenas de un blog. Que no tenés que joder a la gente que te rodea contándole estas pelotudeces, pero a la vez podés decirlas, lo que a veces es ¿casi? una necesidad, por nimias que sean.
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