Hoy terminé de tomar los treinta comprimidos vitamínicos que me recetó el médico, a razón de uno por día. El frasquito naranja, su tapa con una torre Eiffel sobre una bandera ¿holandesa?, ¿luxemburguesa? (con los colores de Francia dispuestos equivocadamente), el algodón que los cubre, esa esperanzadora repetición nocturna solo sobrevivirán en este post.
El incesante vaciamiento, cada día una pastilla naranja menos, marca, impiadoso, el paso del tiempo. Fue ayer, hace un mes y medio, cuando me tomé el bondi en un largo viaje, como ayer, hace nueve años, la otra vez que mi cuerpo y mi cabeza no soportaron y me desarmaron la vida. De nuevo, como entonces, recurriendo a limosnas médicas, a favores y buenas voluntades carentes de empatía.
Lo venía palpitando. La necesidad de suspender el tiempo hasta que algo parezca mejorar hizo que dejara de tomarlas cuando quedaban una o dos; pero fue previsiblemente inútil. Empecinados en pantomimas y simulaciones, nos parece que el tiempo no pasa, pero en realidad no para.
No para, y me deja atrás, en el mismo lugar. Sólo que mucho más angustiado. Y sigo hecho mierda, sin recuperar mi peso ni mi energía, mal descansado, agotado por estos vecinos de mierda, cánceres caminantes, que avasallan y golpean con cada partícula de aire que desplazan.
(Si no digo vencido es porque no me van a vencer).
Fue ayer, hace cuatro meses, cuando quise contarlo, y sólo tuve hasta ahí. Y me angustié tanto que lloré. Igual, las lágrimas son un fetiche: la angustia corrosiva, con o sin llanto, me está socavando.
Ahora lo publico porque junté algunas palabras. Es lo único que cambió.
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