Parece un restorán improvisado: las mesas están dispuestas al aire libre en lo que sería un estacionamiento. Es de noche y –lo noto ahora– no hay viento, porque los manteles no se mueven. Yo estoy más o menos por el medio del recinto. De pronto se oyen gritos que vienen desde la vereda: alguien habla de una bomba. Cerca de la pared de ladrillos blanqueados donde está la entrada, una mujer, que se llama Hebe y parece ser del lugar, agita y dice “que la tiren”, “que la tiren”.
Yo ya estoy cerca de la puerta, y veo que no es una bomba, sino una granada. Alguien la abaraja, pero no la puede controlar: la pasa de una mano a la otra como un jabón rebelde bajo la ducha. Finalmente logra lanzarla lejos, a una mesa individual que está ocupada, aunque no distingo al comensal. Veo el resplandor del estallido, y antes de oír la explosión me despierto: no es un “buuuummmm”, sino un “guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau guau”.
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