La otra vez me relacioné ocasionalmente con unos pibes que, en un momento, pelaron un fasito y lo compartieron. Hacía mucho que no fumaba y estaba fuera de training; no sólo en cuanto al manejo del humo: también en lo referido a dónde comprar, al margen que deja la cana antes de empezar a joder, y eso. Cuando se lo comenté, los pibes estos me pasaron el teléfono de un peruano, Marcelo, y me dijeron que lo llame de parte de ellos.
Una noche me pintó la voluntad de la calma y la despreocupación canábica, ya que de otro modo son casi imposibles de lograr, golpeado diariamente en las paredes por los vecinos de mierda cuyos cadáveres querría mutilar ritualmente para clavar partes de sus cuerpos en picas que sirvan de advertencia a los nuevos inquilinos o propietarios. Corte que llamo desde un público, me atiende, le digo que le hablo de parte de Camilo y Leandro, y me dice que podemos vernos en un edificio por Caballito y que lo llame media hora antes de pasar, así me da bien la dirección y me espera con la mercancía.
Tipo once y media me lleno de colonia y comienzo el operativo. Lo llamo para ultimar los detalles de la transacción: “30 mangos de faso”, “Carlos Calvo cuarenta y tres (no me acuerdo cuánto)”, un edificio alto cerca de la esquina de Muñiz, mano derecha viniendo desde avenida La Plata. “¿Qué departamento?”, le pregunto, inocente. “Llamame cuando llegues, así bajo”. “OK, calculo que en media hora, cuarenta minutos, estoy”.
Esa zona, en realidad, es el límite entre Boedo y Caballito, pero seguramente las inmobiliarias ya deben de estar llamándola “Caballito Sur”, y levantan en sus inmediaciones edificios nuevos que tratan de seguir la línea de los de Goyena, pero un poco, o un mucho, más clase media. Bajo del bondi, encuentro un público y lo vuelvo a llamar. Me dice que me espera en la puerta, que va a estar con una camiseta de Boca, y me pregunta cómo reconocerme y si estoy solo.
Camino esa cuadra y media, y, más pendiente de la camiseta que de la numeración, lo reconozco. Me dice de pasar, que lo siga, y cuando encaro hacia la puerta noto que no es un edificio en construcción, como parecía, sino un edificio tomado. No una casa tomada: un edificio de departamentos, alto, ocho o diez pisos, tomado.
El porcellanato de la entrada rápidamente concluye en un pasillo de cemento ex alisado iluminado por una bombita. Lo sigo, esquivando líquidos que discurren por el piso y otros objetos, y, detrás de él, subo por una esquelética escalera hasta el segundo piso. Entramos a un departamento que tiene la puerta abierta. Dos niños y dos mujeres jóvenes –ninguna atractiva– de cara y contextura peruanas miran dibujitos en el cable (soy un Lombroso en potencia…). El quía me dice que espere un momento, y antes de terminar de decirlo ya está de vuelta en el comedor, con la bolsita. Hacemos el intercambio comercial, y me despide.
Bajo –no podía perderme–, y en el pasillo de la bombita me abordan dos extranjeros: lo distingo en su acento, ya que no en sus rasgos, secretos en la penumbra y la sorpresa. Me solicitan, sin mucha amabilidad, el dinero.
–No, flaco, no tengo: traía la guita justa.
–El celular, dame el celular –se precipita uno.
–No tengo celular. (Y es cierto).
–Concha tu madre –grita el líder, y, como si fuera un muñeco, me pone contra la pared y me palpa los bolsillos.
Encuentra la bolsita, me mete la mano en el bolsillo y saca la mano y la bolsa. “Pero… ¡eh… no!”, alcanzo a musitar, en una situación que no daba margen al heroísmo, sin que asomara el lagrimón que se me escapa justo ahora, al recordarla. Más bien, la adrenalina me había secado la boca, y aunque tratara de no hablar para que no se notara el cagazo en mi voz –y porque no había mucho para decir, tampoco–, calculo que mi caripela lo denunciaba.
“Las zapatillas, dame las zapatillas”, simula enfurecerse el otro cholo. “Están hechas mierda, boló, fijate”. Y exhibo esas Adidas modelo 2001 semiderruidas, con la suela desprendiéndose y el blanco trocado en marrón gastado y mugre acumulada.
Sus llantas con resortes son más nuevas y espectaculares que las mías. Eso, u otra cosa, los lleva a desistir, y me dicen “vete, vete” (sic) con un empujón que me hace trastabillar hasta la vereda.
Emprendo el largo retorno, a patas, con el aturdimiento que produce volver a estar en el núcleo de la cotidianeidad justo después de haber atravesado un accidente. Una vez recuperada casi por completo la frecuencia cardíaca normal, fantaseo con cultivarla en mi jardín y anhelo el día en que, sin paranoia, pueda comprarla en una verdulería. Y me dirijo a otra mañana de despertares sobresaltados.
Días después volví a llamarlo a Marcelo, y le descerrajé una buena y vana puteada.
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