Su irascible padre caga a pedos, a palos, a su hermano mayor, que berrea semiahogado ante la impavidez de su madre. Los vecinos no oyen o no hacen nada –o no saben qué hacer–. Ella es la única que interviene, y grita: “¡Basta, papá! ¡Basta, papá!”.
Su hermano, un émulo de Bart Simpson, la bardea, le pega, le tira del pelo, le invade la habitación, y ella grita: “¡Basta, Satanás! ¡Basta, Satanás!”, o algo parecido.
Su enojadiza madre la caga a pedos porque se le volcó el agua, y le grita, con su voz cascada y la crispación que emana, y ella llora y dice “basta, fue sin querer”. Pero la sañuda de su madre no se contenta con que diga “basta”, con doblegarla y tenerla a su merced, física y emocionalmente; sigue gritándole y, desquiciada, le asegura que mañana no va a ir al cumpleaños, que nunca más va a ir a un cumpleaños, y redobla su angustia, su llanto, su degradación.
Las ondas de sufrimiento que emite su cerebro se perciben físicamente a metros de distancia y romperían un electroencefalógrafo. El llanto multiplicado se entrecorta con la respiración y los balbuceos, y apenas deja oír sus argumentos, sus noes, sus bastas.
Cada vez, al rato, la familia vuelve a actuar como si nada hubiera pasado.
Y al día siguiente la llevan al cumpleaños.
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