Caminaba raro el perro ese, como si cada paso lo diera ralentizado, procurando pisar sobre seguro. No me caen nada simpáticos los perros, pero sus piernas vacilantes me llamaron la atención: pobre bicho, ¿qué le pasa?, ¿estará por palmar?, me pregunté mientras cruzaba la calle sin dejar de mirarlo, una vez que tuve la rápida certeza de que no me había registrado, de que no entrañaba peligro alguno pese a estar suelto y a su tamaño.
Cuando llegué a la otra vereda, el último de sus movimientos ondulantes no culminó en un nuevo paso: el espasmo le hizo abrir la boca y expulsar una espesa masa de diversos tonos amarillentos. Repitió la arcada y yo me perdí por la cortada, porque si seguía mirando, lanzaba ahí mismo yo también.
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