Mi agüita amarilla, de Los Toreros Muertos, una medianoche, pasando por la puerta de un boliche en Santa Fe –que estaba cerrada–, desde Carranza hacia Pacífico.
Digamos que Kozmic Blues, de Janis Joplin, una noche, en un café de la galería que tiene salida a Mitre y a Belgrano.
Sweet Home Chicago, la versión de los Blues Brothers, por Canning y Honduras, una noche en la que hablamos del Picasso que hay en Chicago y en la que yo parecía formar parte de alguna naturalidad, pero sólo era un adorno descartable.
El farolito, de Los Piojos, en Billinghurst y Lavalle, en un taxi, de madrugada, o en una soleada tarde de invierno, buscando desesperada y vanamente a Mónica.
Miss you, de los Stones, una noche, con la Colo, en el lugar donde la conocí.
Howlin’ for my baby, de George Thorogood, en el estéreo de un Gol parado en el semáforo de Carlos Calvo y Maza, una tarde de verano, mientras yo cruzaba entre los autos.
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