El patio de deportes del campo de concentración escolar al que me entregaban cuando era niño tenía tres altos –altísimos, para mi mirada niña– caños, unidos entre sí por un travesaño en la parte superior. A veces, en la clase de Educación Física, nos hacían subir a ellos, trepando. En la reputa vida que pasé allí supe cómo mierda se hacía para treparse a los caños, y, como con tantas otras cosas, jamás me/nos enseñaron. Parece que se trataba de un saber que debíamos llevar adquirido al colegio, como las letras de las canciones patrias, por ejemplo.
Fue así como cada vez que nos sentaban frente a ellos, a su pie, en tres filas, yo me descomponía, me torcía un tobillo, me golpeaba con algo… Por supuesto que si uno admitía su desconocimiento, es decir, su debilidad, alumnos y cuerpo docente se encargaban de la sanción social correspondiente.
Algo similar ocurría con un elemento parecido a una escalera amurada a la pared, a la cual había que subirse hasta lo alto, para, en la cima, cruzar un pie sobre esta, y luego el otro, y bajar por la escalera descendiendo por el estrecho espacio que quedaba entre ella y la pared. Ahí sí subí una vez, y afortunadamente no recuerdo bien qué pasó; pero la muy borrosa imagen me hace reconstruir que no pude llegar hasta arriba y que hubo risas y comentarios humillantes.
Entonces, cada mañana de los días en que había Educación Física, rezaba (literalmente) para que no tuviéramos que treparnos a los caños ni subir esa suerte de escalera. Y cada noche previa en que llovía sentía el alivio de saber que no íbamos a salir al patio donde estaban esos artefactos.
En eso pensaba cuando veía a Evangelina Paternó (mka Evangelina Anderson) sosteniéndose del caño con los manos y separando ampliamente sus piernas, casi horizontales, dirigiéndolas hacia adelante lo suficiente como para indicar el camino hacia el centro de la imagen que mostraba la pantalla.
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