Hace un tiempo, con la cabeza quemada y el cuerpo extenuado por la imposibilidad de descansar apropiadamente debido a la diaria exposición al ruido, llamé a un teléfono que encontré en la guía buscando otra cosa: el de la Dirección de Salud Mental del GCBA. Recordaba el edificio, onda hospital, de mis pasos por Córdoba y Agüero.
Me atiende un tipo y le comento mi inquietud: quería saber si existía una guardia a la cual uno pudiera acudir cuando se siente desbordado, abrumado, agobiado; algo análogo a la guardia a la que uno recurre cuando no puede controlar un dolor u otro malestar físico automedicándose.
El tipo me dijo que sí, que en los hospitales Fernández y Álvarez había un servicio de estas características. E insistió en la conveniencia de iniciar un tratamiento en alguno de los hospitales públicos que tienen consultorios psicopatológicos. No le comenté que sólo unos pocos meses atrás había recurrido a ese tratamiento, calculo que vanamente.
Después de días y semanas de tenerlo en cuenta y postergarlo, el jueves me sentía muy extremada y (me convencí de que) la cosa no daba para más, y me fui a la “guardia psicológica y psiquiátrica” del Fernández. Llego tipo 3 y media de la tarde, le pregunto al de informes, que dibujaba una caricatura, dónde queda Psico, y me indica; pero me dice que atienden por la mañana y que no cree que me vayan a atender.
Encuentro el lugar, me siento y comienzo a esperar. Muy linda sala de espera, varios televisores con películas premium en el cable, confortable calefacción, pero nadie que atienda, ni a quién preguntar. Al rato largo, viendo que nadie sale, golpeo la puerta. En balde.
Llega una chica, no muy atractiva –pero, de todos modos, una chica más propia del Fernández que del Penna–, y también golpea. En balde. Se sienta a mi lado, me pregunta si están atendiendo, habla por celular, espera; esperamos. Se escuchan ruidos tras la puerta del consultorio, pero nadie sale. Comentamos la película de la tele, lúgubre y de exagerados efectos especiales computarizados. Cerca de una hora después me dice que en cinco minutos se va; yo le digo que me voy a ir “cuando termine la película”. Más de cinco minutos después se va. Antes de que la peli termine me aburro de esperar con la certeza de que nadie va a atender, golpeo una vez más, en balde, y me las tomo.
Al día siguiente voy al Ramos Mejía, donde me atendí meses atrás, por otros asuntos, con el papelito que me había dado el doctor Braguinsky, el psiquiatra al que me mandaron esa vez, quien consideró que no necesitaba medicación. La secretaria me dice que el tipo va lunes y martes a la mañana, y jueves por la tarde.
Vuelvo a casa, lamentando no haber ido el mismo jueves al Ramos en lugar de ir al Fernández. Con una solución a la vista en forma de medicación, de contención, de ilusión, confío en capear el fin de semana. Llega el lunes, voy, espero cerca de cuarenta minutos, hasta que lo reconozco, me acerco y le pregunto si me puede atender. Detiene su actividad –pegar volantes en la pared con cinta scotch– y me dice que no, que tengo que hacer el trámite de admisión nuevamente.
Un papel manuscrito, pegado en el cubículo de la secretaria, indica que las admisiones recomienzan en 15 días… Ella me aclara que no es “a partir” de ese día, sino “ese día”.
Esa tarde, o al día siguiente, encuentro un folleto del GCBA que viene con la boleta del ABL. Allí dan un número gratuito al que se puede llamar para informes. Llamo, aprieto la opción de “salud”, creo que la número 5, y le hago la misma pregunta del principio a la persona que me atiende. Me dice que ellos no tienen esa información y que tengo que ir a una guardia común.
Muy bien. Vamos a seguirla hasta el final.
Vamos a la guardia del hospital público más cercano, que no te voy a decir cuál es, y, previsible y velozmente, me derivan a los consultorios externos de un hospital que tenga servicio de psicopatología, “mañana a las 7 de la mañana”…
Con los huevos llenos y sin ganas de madrugar, opto por gastar 25 mangos en uno de esos “centros médicos” para pobres que abundan en ciertas zonas. No me atiende Chad Everett, sino un psiquiatra que me hace esperar más de media hora, que atiende antes a una persona que llegó después, y que me despacha en diez minutos, sin ponerle nombre a lo que tengo. Sólo me receta Neuryl en gotas, incluso para mis dolores en el pecho, seguramente reduciendo todo a un problema de ansiedad.
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