La otra vez, mi encarnación cadeta me llevó a una lujosa torre de la calle Coronel Díaz a entregar un sobre. El edificio está retirado unos cuantos metros de la línea municipal y no se apoya en otra construcción. En la calzada semicircular que traspone esa línea hay un segurata que te pregunta a dónde vas. Le digo, y el chabón le hace un gesto a su compañero que está adentro, quien abre la puerta electrónicamente y, cuando me tiene enfrente, tras el mostrador, me pregunta a dónde voy. Le digo, y se comunica con ese depto, donde le dicen que me están esperando.
Subo, llego al piso 20, me reciben y me piden que aguarde un momento. En eso estoy, impresionado por lo chiquito que se ve todo a través de los ventanales y por cómo pega el sol pese al toldo verde, cuando noto que el edificio se mueve. ¿¡Está temblando en Buenos Aires!?
Entra la persona a la que tenía que ver, nota la inquietud en mi rostro, y me tranquiliza, con una sonrisa suficiente: “Es el viento”.
Yo no pagaría –y menos, una considerable suma– para vivir, antinaturalmente, en el epicentro de un terremoto cotidiano, obligando a mi instinto, a lo más profundo de mí, a tomar como normal semejante anomalía.
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1 comentario:
Hola Olga, definitivamente no podrías usar con virtuosismo el dialecto santiagueño (si esa era la idea, sino, my fault) con respecto a este post:
Aqui es cuando Bourdieu le da justo en la tecla, yo tampoco me rompería el orto laburando para que los vasos con agua/cerveza/vodka y demás elixir de vida tiemblen como en Jurassic Park (desgraciadamente la he visto).
Tus descripciones hacen parecer a Buenos Aires taaan Buenos Aires, que me parecen fotografías de cámara moderna.
Abrazo de Post (esa es nueva)
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