Dice el DRAE y confirma Corominas (o viceversa) que la palabra melancolía proviene del latín, y antes también del griego, y que en esos idiomas quería decir ‘bilis negra’. Yo, en cambio, siento la sangre negra.
Hace meses que duermo para el orto, culpa de los vecinos de mierda que tengo. A la mañana el perro de la vecina me despertó con su andanada de ladridos, como todos los perrunos días. A la hora de la siesta, raramente, logré conciliar el sueño, y en dos horas y media la vecina, su perro y su mucama me despertaron tres veces.
En una de esas despertadas deseé reputearlas vivamente, pero no me salió la voz: sentí el plexo negro y vacío, negra la sangre llena de cortisol, de la adrenalina que no baja; negra y espesa, llevando veneno a los músculos acortados, agarrotados, ennegrecidos, a los pulmones achicados, aplastados, estériles. Y sólo pude pensar la puteada, y me quedó adentro.
Ladró ese perro de mierda, o incrustaron la ventana contra el marco, y me sobresalté, y no me salió la voz para mandarlas a la re concha de sus madres. No tuve fuerzas. (O tal vez es que se agotaron las palabras, y lo que queda es pasar a los hechos y partirles un fierro en la cabeza, y que se pudra si se tiene que pudrir. Puede que esa incapacidad sea autoprotección). En serio siento que no tengo fuerza: (sobre)vivo con la pesadez en los párpados, con la neblina y el sopor en la frente, y necesito soplar para expulsar el aire podrido de mi pecho.
De los últimos siete días, cuatro estuve hecha mierda, hasta quince horas en la cama: trato de dormir, me cuesta, me duermo, me despiertan, me duermo rápido, me despiertan, tardo en dormirme, así varias veces. Me despierto una vez más, y quedo en una semivigilia hasta que mi sistema carga y me permite, pese al cansancio, levantarme. Y ya sé que viviré otro día perdido, que se me va a caer la cabeza de sueño, y el cuerpo también, todo el día; que voy a ser un robot, un zombi que actúa por reflejo, incapaz de tener lucidez. Si estoy en casa, me acostaré dos, tres, cuatro veces, de a ratos: dormir es casi imposible, pero al menos me recompongo un poco. Cuando llegue de nuevo a la cama para dormir, será como pasar a la antesala del cadalso, la adrenalina tardará horas en bajar, y sólo las pastillas lograrán que concilie el sueño. Más o menos así todos los días, todas las semanas.
Puede ser este golem fecal, cuyo pesado traqueteo no cesa ni en la madrugada, o cualquier otro de los desconsiderados a mi alrededor; y no es necesaria ninguna de las pelotudeces que practica la vecina autodenominada “macumbera”: con solo desplazar el aire como ella lo hace es suficiente. Ya lo dijo Analía Franchín: “Lo sentís en el cuerpo”. (Los yanquis en Iraq no pinchan muñequitos de sus prisioneros: se limitan a hacerles picadillo el sueño, a no dejarlos ver el final de la tortura, y así los doblegan).
Esa sensación de partículas suspendidas en la frente, como la de los días del humo, ¿serán las neuronas muertas por el exceso de cortisol? El día que doblé en la esquina y no supe dónde estaba, ¿fue porque me dormí caminando o porque la sobredosis continua de cortisol desmadra el equilibrio de los neurotransmisores y excede el tiempo durante el cual el cuerpo puede manejarlo?
Está aceptado que las tensiones psicológicas pueden causar enfermedades y que el estrés prolongado o severo afecta los sistemas cardíaco, inmunológico y neurológico, pero la psicóloga que me atiende no comprende esto, o no lo sabe, y duda repetidamente de que mi extremo e incapacitante agotamiento físico y mental se deba a un “factor externo”, es decir, a los ruidos que interrumpen mi sueño. Me recomienda que vaya al médico para descartar que algún otro trastorno de salud sea el responsable de mi estado sin ver que esos otros hipotéticos trastornos también pueden ser consecuencia del “factor externo”.
La lista de consecuencias funestas que el estrés prolongado acarrea es extensa: facilita el envejecimiento (mirame la cara), la depresión, los problemas cardíacos, la artritis reumatoide y la diabetes; debilita el sistema inmunológico, daña las células cerebrales relacionadas con la memoria, deposita grasa en la cintura (lo que es un factor de riesgo para padecer males cardíacos, cáncer y otras enfermedades), afecta la fertilidad y debilita los huesos.
Cuando se produce una situación de alarma y estrés, las glándulas adrenales secretan cortisol, una hormona que hace liberar glucosa en la sangre para enviar más energía a los músculos. De esta forma, todas las funciones anabólicas de recuperación, renovación y creación de tejidos se paralizan y, para resolver esa situación de alarma, el organismo cambia a metabolismo catabólico; es decir, deja de producir y pasa a consumir.
Explota la ventana contra el marco como un trueno, y el corazón se acelera e inunda de adrenalina la sangre. Ladra como un perro el perro, y más adrenalina se libera en la sangre. Saltan y pelean, y gritan y discuten, y lloran y suena el teléfono, hasta que el corazón ya no se acelera ante el sobresalto, no puede acelerarse más, la sangre está saturada. Y al ser el cortisol el único proveedor de glucosa del cerebro, este tratará de conseguirla por diferentes vías: destruyendo tejidos, proteínas musculares y ácidos grasos o cerrando la entrada de glucosa a los otros tejidos.
Uno deja de ser uno, deja de ser dueño de sí, de su tiempo, de su casa; de su discurso, ninguneado por una profesional. De su vida. Primero, simbólicamente; después, literalmente: cuando palma.
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