Los nombres de las calles se parecen al tiempo. Nos anteceden y nos sobrevivirán.
Y cuando la corrección política llevó a cambiarlos, permanecieron arraigados, como Canning, Avenida del Trabajo, Provincias Unidas o 3 de Febrero: yo sigo diciéndole Cangallo a Perón, y por costumbre, no por cuestiones ideológicas.
Las calles nuevas tienen nombres que pecan de artificialidad: Elvira Rawson de Dellepiane, Azucena Villaflor, Alicia Moreau de Justo… Una calle adquiere su nombre real cuando su longitud o su cacofonía son pulidos por la gente: así, uno vive en Loria, y no en Sánchez de Loria; en Bustamante, y no en Sánchez de Bustamante; en Oro, y no en Fray Justo Santa María de Oro.
Por lo demás, ser un epónimo urbano da una visibilidad (en el) inconsciente que lleva a la idea de “algo (bueno) habrá hecho” para que una calle lleve su nombre. Esta idea es reforzada por los mencionados cambios de nombres que transformaron en calles y autopistas a Borges, Eva Perón, Armenia (ex Acevedo), Cámpora o el ignoto (y radical) intendente Rabanal.
Esa visibilidad, la de Manuel García, Uriburu, Mitre, Aramburu, Rivadavia, Lavalle o Roque Carranza (gorila terrorista ponebombas, con las manos manchadas con sangre, responsable de varias muertes cuando buscaban derrocar a Perón), tiene su contracara en la invisibilidad de Rosas y de otros caudillos federales, como Peñaloza, López o Ramírez.
¿Qué hace falta para ser epónimo urbano? Formar parte del incuestionado orden unitario, ser un caudillo de un partido cuyos concejales motorizan la cosa, ser un guerrillero internacional (o su homónimo), ser un guerrillero nacional (pero internacionalista), aparecer en la cabeza de un legislador como una buena oportunidad de tener prensa, responder al lobby policial o eclesiástico…
Preferiría vivir en una ciudad cuya toponimia no bajara línea ni dijera –junto con los azares y las roscas municipales– quién debe ser recordado y quién no. Pero esa es una de las atribuciones del Estado y de quienes lo usufructúan.
Así las cosas, podríamos encontrarnos en Achala y Agaces, en la calle Caperucita, o en Millán y Prudan (no, ahí ya no); en Pomar y Trole, en Bombero Senzabello o en Andrés Baranda (para rescatar a héroes locales, que no llegaron a Capital), en Sandokán y Trotsky, en Juramento y Traición, en Israel y Palestina, o en Estado de Israel y Estado de Palestina, en Charly García y Leo Maslíah, en Fangio y Favaloro o en Tolchinsky y Scagliussi, que quizá representen la manida reconciliación nacional más que la esquina de Rosas y Sarmiento propugnada por Pacho O’Donnell.
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