Hay lluvia dorada, hay lluvia blanca –en dos versiones–, hay lluvia marrón.
El otro día me enteré de que hay gente que encuentra placer sexual siendo escupida, y que esa práctica recibe el nombre de “lluvia plateada” (aunque en invierno podría llamarse “lluvia verde”).
Y también existe la lluvia grisácea, la que excretan los equipos de aire acondicionado que tachonan los edificios porteños: una eyaculación interpósita que lanza los residuos del placer pajericonsumista a un no lugar.
Para esta gente no existe la gravedad.
Para mí, sí, y en mi encarnación pedestre tengo que andar esquivando mierda de perro, perros de mierda y, entre tantas otras cosas, su lluvia inmunda.
Falta nada para que haya que salir a la calle con paraguas, culpa de estos pelotudos.
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