Mi encarnación cartonera va a vender cartón. Acomoda las cajas desarmadas y dobladas en sendas bolsas de Lave-Rap y comienza a caminar las 23 cuadras que la separan del depósito.
La última vez que lo hizo fue en diciembre, y estaba a 0,50 el kilo, lo que, sumado al hecho de que había llevado siete kilos y medio sin sentir que realizara un gran esfuerzo, la alentó a rescatar cajas de las calles, y no solo diarios, más prácticos para cargar por su tamaño, y papel blanco, más caro.
En el camino encontró un par de cajas más en una zona de negocios, y las cargó, medio a las apuradas, no fuera cosa de que estuvieran reservadas para otro colega. Mi encarnación solo cartonea part-time, y no tiene 100% claro el tema de las reservas, los códigos, las zonas con dueños de hecho…
De pronto, una bolsa cede, y la que llevó como repuesto no sirve para nada, pero las manchas granates en ella revelan una herida sangrante: se cortó un dedo, seguramente desarmando una caja, con la trincheta o con la misma caja, e iba chorreando sangre sin notarlo. Debe cargar la bolsa rota bajo el brazo, forzando la cara interna del codo, y así sigue andando.
(Durante el trayecto, una nena de 3 o 4 años le clava los ojos y le sonríe, y ella-él-yo le devuelve la sonrisa y la saluda. Más adelante, mira a una chica razonablemente linda, que le corresponde la mirada y le dice “hola”, y él-ella-yo, cargado e incómodo, solo dice “hola”, y no atina a seguir la conversación, pedirle el teléfono, algo…).
Llega al depósito, extrañamente vacío, y luego de unos instantes el empleado nota su presencia, y ella-él-yo, la de él, y lo atienden: “Cuatro y medio”, sentencia, y la cajera, Pámela (sí, con acento), que bajó de peso y está más interesada en charlar con un tipo que en saludar, saca la cuenta en la calculadora, anota 1,55 y me paga 1,50.
Me voy. Encuentro unos travas, alguno interesante al golpe de vista (pero no da mirar mucho), charlando en la otra esquina, huelo un olor dulce y saco la cuenta mentalmente: 0,35 el kilo de cartón.
En el descampado frente al Garrahan unos chabones, botella de cerveza en la mano y sol en el torso, me piden una moneda: “Estoy caminando”. “Dale, una moneda”, insiste el vocero del grupo, tal vez el único que reparó en mí, comenzando un movimiento hacia la vereda. “Vengo de vender cartón”. “Ah, todo bien”, dice, o algo así, y me da su enhorabuena de pulgar. “Y encima bajó el precio…”. “¿Qué?”. “Que bajó el precio: 0,35”, digo yo, subiendo la voz para que me oiga sin tener que acercarme, mientras me arrepiento de no haber concluido el diálogo con su ademán, y dibujo un saludo en el aire para dar por terminada la charla antes de que los demás me noten. Ya sabés, no soporto a la gente.
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