El otro día paso junto a una cancha de papi fútbol a la vera de la autopista. Un gato blanco, todo blanco, el único habitante de la cancha a esa hora de la tarde, se arrima lentamente hacia el alambrado que la separa de la vereda. Yo maúllo, como suelo hacer cuando me encuentro con un gato: ellos, entonces, se acercan, o miran y mueven las orejas, a veces me contestan los maullidos y hasta me siguen.
El gato blanco de paso majestuoso se acerca al alambre, hincha el lomo, se frota contra las cuadrículas de la cerca, deja que le haga una breve cosquilla.
Como siempre que hablo el idioma gatuno por fonética (como siempre que en la calle le devuelvo la sonrisa a un bebé, o se la busco), rápidamente la comunicación se choca contra su misma imposibilidad; entonces, comienzo a caminar, y él me sigue, separados, los dos, por el tejido. Sigo maullando mientras caminamos en paralelo. Al final, se acaba la alambrada, hincha de nuevo su lomo y lo pierdo de vista siguiendo mi camino hacia la nada.
Esto iba a ser otro post, pero tiene que ver: el día después del primer cacerolazo leo un blog que suelo leer, y su autora lo critica con argumentos que me resultan tan lejanos, cuando no absurdos (“patriciado terrateniente”, “la gente defiende al campo y sus latifundistas”). Hay un enlace en un comentario, y en el blog enlazado no solo se lo critica, sino que se cae en el maniqueísmo y la puerilidad: “conmovedor cacerolazo careta”, “los barrios opulentos de la capital” y la cantinela de asociarlo con los que golpeaban las puertas de los cuarteles. (Faltaba que hablen del “paro extorsivo”, como C5N).
Basta para mí.
Unos días antes, la autora de aquel blog responde un comentario mío escribiendo su comment en un post que no escribí yo, en la transcripción de una canción…
Y este blog, que carece de etiquetas, de imágenes y de lectores (al menos, de lectores que dejen comentarios, salvo la gentil susodicha), tan al pedo y tan pelotudo, o no, pero siempre invisible, me hace sentir muy solo, muy incomunicado, hablando por fonética…
Mientras, escribo esto una mañana en la que no me despierto sobresaltado por los ladridos del perro de la vecina únicamente porque no pude dormir por la angustia y la opresión en el pecho que me produce la certeza de que me van a despertar todas las veces que sean necesarias hasta que ya no pueda volverme a dormir. (Y también son fonética las palabras con las que me quejo de esa reventada gorda de mierda y su cancerígeno séquito).
La intersección (la mímesis) de lo formal da lugar a un atisbo de comunicación que termina diluyéndose inexorable y repetidamente, agobiadoramente, en su propia ajenidad.
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