Caigo en el centro médico del Dr. Nick Riviera para sacarme sangre. (Oh, ¡la carencia de prepago!). Es un caserón en Almagro, frío y despojado, o desmantelado, apenas acondicionado para su nueva función.
Un largo pasillo nos lleva, junto a un sobre de papel madera con un número y la jeringa en su interior, a la improvisada antesala donde aguardaremos el turno del vampiro. El frasquito con el meo va en su caja, que va en su bolsita.
Me anteceden unos obreros que están haciéndose estudios médicos para su empleo. Hablan en voz alta y tapan a Canosa, que está en la radio. Un chabón, que no pertenece a ese grupo, viene tambaleándose por el pasillo y le erra a la puerta, cayendo más allá, hipoglucémico. Se levanta antes de que reaccionemos y, sin pronunciar palabra, vuelve a errarle a la puerta, cayendo ahora del otro lado. Su look contrasta con el de los obreros –y con el mío–: tiene zapatos tipo leñador, usa camisa y es medio rubión, de pelo corto.
Los ruidos y los comentarios alertan a la extractora de sangre, que sale de su recinto y dice que se acueste en uno de los bancos sin respaldo de la antesala. Esa es la única asistencia que recibe. No habla ni le hablan, salvo por una pregunta de los obreros, encabezada por el vocativo de rigor, “eh, amigo, ¿estás bien?”. Desde su lugar, la señora pregunta, altísona, cómo se llama. “Yair”, responde. Así permanece un rato, hasta que parece sentirse recuperado, se levanta y, aún palidísimo, se va.
Los obreros, a su vez, entran a sacarse sangre y vuelven a la sala; van al baño a mear en su frasquito y vuelven a volver a la sala, esperando el momento del electro, que se hace en la misma habitación de la extracción de sangre, al fondo, separado por una cortina de esas que se usan en los burdeles para dividir las habitaciones. Uno de ellos se quita la torunda y como buen negro cabeza la pega en la parte inferior del asiento.
Llega mi turno, y un tipo cincuentón que está frente al vano de la puerta que lleva al lugar de las extracciones, con traje azul, corbata, mocasines, aspecto abatido y apariencia de clase media venida a menos, se manda cuando la enfermera pide que pase el siguiente. Le digo que me toca a mí, mientras me paro y me encamino, esquivando las piernas de los obreros, que están sentados en los dos bancos enfrentados. “Fijate el número”, le indico. Se hace el boludo o lo es: “¿Qué número?”. Le señalo que está en el sobre, y dice que no lo vio, desestimando su intento de colarse. Lo mismo hace la extractora de sangre, para la cual es lo mismo uno u otro, según admite. En cambio, para mí, que me levanté temprano y estoy en ayunas, no es lo mismo.
La mina, tan gorda y tan petisa que es más fácil saltarla que rodearla, comienza el procedimiento y parece no encontrar la vena en mi brazo izquierdo: le propongo que pruebe con el otro brazo, y me pregunta si tengo miedo. “No, es que me pareció que no encontraba la vena”, respondo sorprendido. Sigue con su rutina, finalmente me pincha, y siento las burbujas que hace la sangre al entrar en el tubo. Cuando quita la aguja, me dice que apriete, y yo, medio turulato, con la noción del tiempo alterada, aprieto el puño –como dicen que hay que hacer para que la sangre salga más fácilmente– cuando lo que debía apretar era la torunda contra la sangría de mi codo. Hace un comentario, quizá motivado por mi confusión, o por mi semblante, y le digo, como si fuese necesario, y parece que es necesario, que no me siento mal, que no me voy a desmayar. Ella insiste con el tema y atribuye a la “falta de comida” la situación de un rato antes, dice que lo ve a menudo.
Cuando salgo, los negros estos, que tal vez hayan escuchado la conversación, quieren más sufrimiento ajeno, lo anhelan y lo invocan diciendo “ahora se cae”. “No, para nada”, digo en voz alta, mientras atravieso el estrecho espacio que dejan sus llantas. Y vuelven a hacer un comentario deseoso de mi desvanecimiento. No sólo no les doy el gusto: ni siquiera lo temo. La puta que los parió, negros de mierda. Vuelvan a su esclavitud.
Ah, el chiste me salió 100 mangos.
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