¿Cuántas veces oí reír a esta niña? ¿Una? No creo que más de esa cantidad.
¿Cuántas veces la oí llorar? Dos o tres veces por día, y a veces más…
¿Cuántas veces oí que la alentaran o la felicitaran por algún logro propio de su crecimiento? Recuerdo que una vez le dijeron “¡muy bien!”…
¿Que cuántas veces oí que la reprendieran? Miles, y no exagero.
Es cosa de todos los días el maltrato y el menosprecio; el grito, el insulto, la amenaza, el golpe…
“Lo llamo [a tu padre] para decirle que te portás mal” (pero no a la madre, ejem, ejem…). “Te pego, Victoria, te pegué”, dice su abuela, que, sin embargo, en los sectores comunes del edificio, delante de los vecinos, la trata bien, como si no oyéramos los gritos diarios.
Y todos la saludamos como a una persona respetable, y nadie dice nada; y en las reuniones de consorcio todos se hacen los tontos. Parece que no oyen. Parece que son sordos…
“¡Otra vez!”. “¡Basta, carajo!”. “¡Salí de ahí, carajo!”.
El grito sacado e interrumpido, el silencio, y el llanto.
Todos los putos días.
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