Doce menos veinte del mediodía del jueves. Llueve incansablemente y las sonoras ráfagas de viento hacen imaginar el ofri, ya no en la calle, sino a un metro, en el patio.
Y yo NO tengo que salir a la calle.
Y me encanta.
(Aunque el repiqueteo de pasos sobre mi cabeza me recuerda esa presencia funesta alterando el aire que me rodea y me impide disfrutar plenamente de la que quizá sea la última vez que podré no salir a la calle en esas condiciones).
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