Mil veces había pasado por Las Heras y Pueyrredón con el colectivo. Yendo hacia plaza Italia, por una ventanilla del lado derecho, todas esas mil veces vi una amplia calle empedrada, en subida, abierta como una bisectriz hacia el norte. (La habré buscado en la Filcar, porque tenía en mi cabeza que se llamaba Gelly y Obes).
La cosa es que el otro día andaba cerca, con tiempo y energía, y fui a caminar esa calle, a ser un personaje visible desde cualquiera de los bondis que pasan por ahí. Ya había anochecido, y doblé a la izquierda, de Las Heras, por donde venía, hacia Gelly y Obes. Apenas comenzada la calle está el único negocio que encontré, una tienda de electrodomésticos, berretas, según me pareció. Avancé por la oscura vereda, casi intransitada. Los autos se estacionan a 45° a lo largo de toda la calle, y también en la esquina. Es difícil cruzar pasando entre ellos, tratando de intuirlos por la poca iluminación que no traspasa completamente el follaje de algunos árboles. Los edificios no son supernuevos, en general, ni superfastuosos, pero denotan un cierto nivel, tal vez pasado de moda, propio de otra época.
En la oscuridad, y por la traza irregular que lleva la calle a un incierto final, decidí abandonar mi periplo descubridor aun cuando sabía que Pueyrredón estaba “para allá”. En la confluencia de varias calles de destinos radiales, elijo una, que empieza junto a otra, dejando un ángulo breve de vereda donde se levanta un edificio pomposo. A la izquierda hay un palacete, tipo embajada; pero esa calle, Newton, es un callejón sin salida. Me doy cuenta al toque, pego medio vuelta y opto por la que está al lado. “Guido” indica el cartel. Dos bloques de cemento dispuestos en la calzada se divisan a lo lejos y me hacen temer que se trate de otra calle sin salida, aunque no acabo de confirmarlo. Un auto me supera, zigzaguea entre los bloques y estaciona junto a un edificio: el conductor habla algo con el portero, mete marcha atrás sonoramente, y lo pierdo de vista.
A la altura de ese edificio se ve una balaustrada, que parece conformar una terraza. No termino de descular qué hay delante de mí hasta que estoy casi encima de ella… Allí noto que ¡la calle termina en una escalera! Y continúa más abajo.
Desde la terraza se ve el movimiento de Pueyrredón a unos pocos metros, y a la vez tan lejano, tan ajeno. Esas manzanas me hacen acordar a la Reserva Ecológica, con la ciudad ahí, al alcance de algunos sentidos, pero con otros incapaces de percibirla. Bajo las escaleras, doblo a la derecha por la paralela de Pueyrredón, Agote, y me dirijo al punto de inicio.
Apenas antes de llegar a él, en otra calle de traza anómala, un Dodge Coronado estacionado ante el portón del garaje de un edificio parece salido de una película de Sofovich de los años 70; me acerco y le veo algunos detalles de pintura que la noche y la penumbra disimulan…
Ahora sí agarro Las Heras y vuelvo a la ciudad continente.
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