Ya desde el sábado a la noche venía palpitando que, otra vez, el domingo no iba a poder dormir ni descansar ni vivir como yo quiero. Paradojas del lugar donde vivo, hay más posibilidades de descansar los días hábiles que los fines de semana.
Y esa presunción, que la experiencia ha transformado en certeza, me impedía disfrutar la noche y demoraba la conciliación del sueño. Así, volví a levantarme para ver los minutos previos al momento en que Kobe “Violeta” Bryant y sus muchachos ganaban el oro olímpico. Tipo 5:30 logré dormirme.
A las 9 me desperté con ganas de hacer pis; cuando volví del baño no me pude dormir por más de una hora y media debido al desasosiego que genera presentir lo inevitable: la gente ya se levantaba, hablaban en los balcones, se oían ruiditos tecnológicos. Me dormí 11 menos 20, y a las 11 me despertaron unos vecinos, un señor gritándole a su hijo porque “el celular no es para jugar”. Man: si le das un celular con jueguitos a un pibe de 10 años, ¿qué querés que haga?, ¿que lo use para hablar con su jefe?
Vuelvo a dormirme, ahora de costado, y como la mano me quedaba cerca de la cabeza, del oído, me lo tapo con un dedo. Pese a la tensión del brazo, opuesta a la relajación propia del descanso, logro amortiguar las voces que salen de ese depto, cuyas ventanas abiertas revelan no solo que quieren ventilar la casa, como dicen, y oigo, sino también los primeros calorcitos, ominosos en cuanto favorecen esta promiscuidad de voces y vidas.
A eso de las 12 el dedo en el oído no alcanza para impedir que el regaetón se meta en mi casa, en mi cama, en mi cuerpo. Juego apuestas con mí misma sobre cuál departamento es el que produce el ruido. Y gano. Por cerca de una hora, vibro al ritmo machacón y seudotribal que llega por el aire y por las paredes. A veces baja el volumen, parece que se rescata, pero al toque se impone otra vez su voluntad de que todos escuchemos su música. Debe de ser el cumple, porque últimamente está más tranquila con los sonidos. Será que ahora coge. Así, hasta la 1, más o menos.
Finalmente, me duermo. Hasta las 2. Con otra música estrepitosa, la vecina de al lado, vieja sesentona y solterona, demuestra que no hay edad para poner los parlantes a full, y nos obliga a escuchar folklore “comprometido”. Siempre el mismo disco. Me levanto, me echo un cloro, cierro la ventana al pedo porque la música traspasa los vidrios (¿o la cerré antes, buscando vanamente librarme del regaetón?). Me duermo pronto.
A las 3 y cuarto me despiertan gritos, y después llantos: “El juego es una mierda”. “¿Quién lo eligió?”. “Dejá de llorar”. “Tenés llamados” (¡¿el nene tiene llamados en el celu?!, ¿quién es, un ejecutivo???). “Es una mierda”. “¿Configurar play o configuración general?”. “Pensé que era argentino”. “Andá a bañarte. Andá a bañarte o te baño yo”. “Les digo que no los atendés porque estás llorando”. “Dejá de llorar”, interviene la madre. “¿Qué querés?”. “¿A ver cómo es?”. “Porque me gritás”. “Porque te grito… ¡Qué vivo que sos, ¿eh?”.
“Gol de Boca”. “Sí, Vargas lo hizo”. No es un relato radial, sino la comunicación padre-hijo que se reanuda y en un flash informativo se introduce en mi sueño: la discusión ya es parte de un pasado que solo yo recuerdo.
Entre pesadillas y sueños deformes e inquietantes, para nada propicios al descanso, me despierto a las 6 y 5. El sol ya se fue, y, aunque prefiera la noche, hace días que no me pega el sol de la tarde.
Y se me va la vida.
Mañana será peor.
El verano, así, no lo paso.
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