El segundo par en caer en menos de un mes… La verdad, duraron bastante, pero siempre me duele desprenderme de las cosas que me acompañaron tanto. Y también le va a doler a mi bolsillo cuando las reemplace.
Fue en 2001, en la época en que todavía andaba más o menos y cada salida a la calle era breve y bien preparada, cuando recorrí varios lugares buscando precios, y el mejor lo encontré en ese negocio, que me parece que llevaba poco tiempo de inaugurado, por San Juan y Catamarca. La otra vez pasé por ahí, y seguía estando.
Las elegí, básicamente, por el precio: Adidas de running, sí, pero las más tobaras. La idea es que protejan el pie, que se banquen una paliza, pero que no me agujereen el bolsillo; en especial porque con estos bienes uno siempre tiene la sensación de que los más caros no deben de ser mucho mejores que los otros, o, en todo caso, tienen no sé qué boludez innovadora que al final ni fu ni fa.
La reconstrucción de los hechos a partir del recuerdo, o la reconstrucción del recuerdo, me hace inferir que no tenían en stock las que yo elegí. Entonces, la vendedora, una pendejita que me parecía rusa o ucraniana, con un tatoo en la parte derecha de la panza (no le tiré los galgos), me ofreció el mismo modelo, también en blanco, pero con azul oscuro y unos toques en rojo, y en 42 ½, en lugar del 42 que pedí.
Como casi siempre que uno se prueba las zapas nuevas, cree que están bien. La verdadera prueba no se hace en diez pasos sobre una alfombrita, sino en la calle, en las vederas porteñas. Y aunque el color no era el elegido y el número presentaba esa duda, el precio era la variable más importante a tener en cuenta, y parece que por lejos… La cosa es que aquel 28 de junio garpé los $ 57,80 que costaban y pasaron a pertenecerme, junto con el par de medias que me regalaron.
Al principio me resultaban grandes, pero nunca supe si me quedaban grandes o si sólo era sugestión. Alguna vez hasta las usé con dos pares de medias… ¡y las seguía sintiendo flojas! Con el tiempo, mis pies se acostumbraron a ellas, o ellas a mis pies, y anduvieron razonablemente bien. Pasados los años, la derecha tuvo que ir al cirujano porque se rompió en la punta, despegándose la suela de lo que sería la “carrocería”. Luego, siguieron andando, ya muy gastadas las suelas, incluso con un agujero pequeño a la altura del comienzo del dedo mayor, trocado en marrón el blanco del falso cuero en algunos sectores y con un cordón deshilachándose, no en la punta, sino en el tronco.
En este último tiempo, las partes de tela de los costados, descosidas del cuero, dejaban ver las medias, tanto en la derecha como en la izquierda, y a veces escapaba un pedacito de ellas. Fue hace no mucho que descubrí que el lado interno de la zapatilla derecha estaba despegado casi hasta la altura del arco del pie, y ya era irreversible, impegable.
Le di un breve descanso, usando la derecha de un par del mismo modelo (Esoteric Running, según encontré el cartoncito en un mueble el otro día, cubierto por el polvo de siete años), pero de distinto color, como ya conté; igual, la suplente duró poco.
El pegamento de la punta apenas se la bancaba, y me hacía estar pendiente de ella en cada caminata. Hasta que la tarde esa, en Estados Unidos y Sáenz Peña, tropecé con el cordón de la vereda al cruzar no por la esquina, sino antes del garaje del telo, y si bien evité pegarme de trompa contra el piso, el pegamento que mantenía unida la parte de la punta cedió. Para rematarla, tres cuadras más allá volví a tropezar, enganchando la punta y arrastrándola contra una baldosa medio salida. Y adiós, mis zapas.
Sobrellevaron el regreso, que emprendí con cuidado de que no se abriera del todo la zapa, como la boca de un cocodrilo, sintiendo la brisa refrescar mi dedo gordo. Llegamos a casa, me las cambié, y una vez más el paso del tiempo, de la vida, se simbolizó en un hecho nimio.
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