La tarde del domingo del cambio de hora traté, vanamente, de dormir una siesta: a cada rato, a cada hora, voces metálicas y marciales se entrometían en mi sueño, y martillos neumáticos con forma de niños tañían el bombo de mi habitación.
Ese día fui un zombi, como tantos otros días que día a día pierdo.
El lunes a la mañana me despertaron sobresaltad –sí, el perro de mierda de la vecina de mierda–, y a la una de la tarde otra vez intenté dormir la siesta. Nuevamente fue en vano. Esta vez las voces eran aguardentosas, o chillonas, y los martillos neumáticos tenían forma de tacos. Tardé casi tres horas en dormirme, y luego de una hora y media me despertó el perro sorete ese, que tal vez se llame Cerbero. Y el resto del día, ahora mismo, sigo siendo un zombi soñolient y soporos.
En el desasosegado ínterin hasta que logré dormir esa horita y media, entre el repiqueteo de tacos y sus piques cortos, a la mucama de la vecina se le cayeron al menos tres cosas pesadas. Cuando se le cayó la última, la oí claramente decir “perdón”, y reconocí una media risa sardónica. Junto a ella, su conchuda explotadora coronó la ironía con una carcajada que haría parecer adorable y plácida la risa de Fernanda Iglesias.
Si dejo de postear por un tiempo es porque los cagué a tiros y estoy en cana, o porque tuve un infarto, o un derrame cerebral, debido al infinito estrés y al mal descanso.
Espero que sea lo primero.
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