Finalmente, llegó la tarde de la última inyección. Desde que cruzo la calle para ir a la farmacia, siento que se me amontona la angustia en la garganta. Camino despacio, no por el calor, ni por un malestar como el del otro día, sino tratando, seguramente, de demorar el final. Porque llegó el final, y, tras un mes de esfuerzo físico, mental y económico, la mejoría no es evidente.
Entro a la farmacia, ya me reconocen. Saco número y voy a comprar el energizante que me recetó el médico. Me atiende la señora que suele aplicarme las inyecciones. Me saluda con un: “¿Qué tal, niño?”. Señora, si supiera mi edad… Me pregunta si ya terminé con las inyecciones: le digo que hoy terminamos.
Alisa contra el borde del mostrador la receta mientras me habla de las bondades del remedio. Va a buscarlo, lo trae, me dice que son 96 mangos y monedas. Saco mentalmente la cuenta de si me alcanza la guita para las pastillas y la aplicación. Ella nota mi vacilación y, antes de que tenga el resultado, me dice que “te hacemos descuento de viejito, lo sacamos por PAMI”, y me ahorra cinco pesos.
La cajera, la menos simpática de todos, no recuerda mi promesa del 24 (“El viernes te devuelvo el cambio”) cuando le pagué la aplicación con un billete de 100 porque no tenían el energizante. Pero hoy está más expansiva: también me pregunta cuántas faltan, y me desea felicidades.
Después de pagar, hay que esperar unos minutos mientras pinchan a otros. Y me largo a llorar: tengo que secarme las lágrimas disimuladamente con la remera y obligarme a no pensar, a no llorar. Cuando llega mi turno, ya tengo los ojos secos. Paso al gabinete, la señora cuyo nombre no sé (en la identificación figura su apellido, pero en las de los otros, el nombre, por lo que supongo que no le gusta su nombre) dice unas cuantas palabras que no empatizan, aunque valoro su intento. Además, ayudan a no pensar en el dolor acumulado en las nalgas.
Saca la aguja, me pone el algodoncito, me sube la ropa interior y el pantalón rozando mi cadera con sus dedos, como siempre. “Muchísimas gracias, felicidades, que tenga un buen año”, tartamudeo, como dándole espacio para que diga algo. Pero no. Sólo un “chau, chau”. That’s all. Ni dice unas palabras de ocasión, ni me da un beso, como vi que hizo con otras personas. Falta que me diga, como Majoh, “yo acá estoy trabajando”…
Abro la puerta y rengueo lo menos posible por el salón. No está la chica de los brackets, que me atendió la primera vez y que el miércoles me dijo: “¡Falta una!”. El gordo de seguridad que viste de civil habla en la vereda con alguien y no me ve. Mejor: no tengo ganas de impostar urbanidad un segundo más. Aparte, la persona con la que voy a asociar ese lugar es ella, y está bien que haya sido la última con quien hablé.
Espero a que pasen los autos punzado de dolor, y necesito cambiar el aire, necesito descargar la rabia y la impotencia y la frustración acumuladas, y pienso en toda la energía malgastada, en todos los que me roban la vida, como el forro del piso de arriba que me despertó con sus hijos de mierda. Me digo que debería impedírselo, que la próxima vez que grite en el balcón no se la dejo pasar, pero no cumplo. Supongo que habré cerrado los ojos, porque el recuerdo es todo rojo y negro, y la congoja venciéndome.
Después de cruzar rengueando, por primera vez sin la cajita del remedio en la bolsita, me miro en uno de los espejos que hay ahí y me veo todo colorado, congestionado, y una mina me clava los ojos notoriamente, sin poder controlar la curiosidad, la sorpresa o el morbo.
Llego acá y todo sigue igual, todo va a seguir igual. Esto no se resuelve con inyecciones: se comienza a resolver siendo dueño de mi tiempo, sin estos vecinos del orto despertándome mil veces e impregnándome de su energía de mierda.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario