En esa esquina la vi por última vez, como a tantas otras. Esperábamos el taxi, y le dije que tenía abstinencia de piel. Le causó gracia y se rio. Realizamos el ritual de la despedida: nos dimos el último beso, me dijo que la llame, le dije que se cuide.
Hasta esa esquina fui el 31 a la noche, cuando ya me esperaban en otro lugar. Desde el teléfono público de esa esquina la llamé al celular, y, en vez de aparecer el contestador, apareció ella.
Tenía nada más que una moneda de 25. Entre el apuro, la sorpresa y el delay de la comunicación, y el bullicio que había a su alrededor oyéndose de fondo, las palabras chocaban.
No le dije quién era. Sólo que llamaba para desearle un feliz año y que pueda dar vuelta esa página de su vida, como dice ella. Me agradeció. Le dije que siempre la recuerdo. Y supongo que mi misma turbación encaminó la conversación hacia el final.
Chau, gracias. Besitos.
Volví a donde me esperaban subiendo la barranca, medio atontado, como llegando de otro mundo.
(¿Quién era? Nadie. No sé. Un gato. Un cliente).
Los días siguientes no llamó (si lo señalo es porque abrigaba esa esperanza). Tal vez me haya recordado, tal vez se haya dado cuenta, un rato después, de que era yo, y haya estado en su cabeza un toque. Ella está en la mía demasiado seguido.
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