Llevaba bastante tiempo sin caminar por Caballito y por Flores un sábado al atardecer. Me impresionó la cantidad de gente, la energía que había en el aire, completamente atravesada por el dinero. La multitud tal vez se debiera a la inminencia del Día del Padre, o al subte, que revitalizó la zona. Pero era un bardo. Chicos, bolsas, adultos, vidrieras, giros a la izquierda en la avenida, celulares omnipresentes, iluminaciones estupefacientes. Y mil negocios tratando de ser atractivos, de provocar con su exhibición tan artificial y previsible como la de una puta cansada.
Todo el movimiento estaba signado por la guita. Aun los que no estaban comprando, o procurando vender –los que veía en un café, en un ciber o subiendo al bondi–, estaban marcados por el consumo. Todo era plata, cada acción refería a un gasto. Y un gasto grande, mucho mayor del que yo aceptaría hacer. Igual, no soy parámetro. Caminé como 100 cuadras esa tarde –me obligué a caminarlas, pese al cansancio, porque llevaba días sin salir de casa, y la tarde destemplada aunque no muy fría invitaba–, 100 cuadras y no gasté ni un centavo.
En José María Moreno, cerca de Rivadavia, el local de Cacharel anunciaba en la vidriera un “20% off” en su “sale” por el “Father’s Day”. Mientras esquivaba peatones, manteros, autos, sillas y mesas, pensaba en que podrían crear el “Stepfather’s Day” para actualizar socio-ideológico-demográficamente esa desbordante vocación consumista. Hasta tendrían una justificación valedera para su anglofilia, porque “Día del Padrastro” o “Día del marido de mamá” no suena comercial.
Después me crucé con un nenito que llevaba una bolsa con la inscripción “cariñómetro”. Y volví a detestar estos días de mierda, que, además de ser una fucking mierda consumista, te meten el dedo en la herida. Aquellxs a lxs que se les murió el viejo, aquellos a los que se les murió unx hijx, lxs que fueron maltratadxs, lxs que no lo conocieron, lxs que fueron violadxs, lxs que están distanciadxs, lxs que lo tienen enfermo y por ahí es el último Día del Padre, lxs que no tienen plata para comprar, lxs que no participan de esa lógica... Digo, somos muchxs.
Porque, okey, no soy parámetro para la guita, ni tampoco, quizá, para otras celebraciones. Es más, entre las cosas que no soporto están las celebraciones institucionalizadas. Pero en estos casos no sólo no soy el único, sino que creo que ni siquiera soy de la minoría. Claro que pasa como en las vacaciones: se notan los que viajan, no los que se quedan acá…
Esa actualización que no ha llegado al nombre de la celebración –hasta que a algún creativo se le ocurra un eslogan cool– se ha dado de hecho en la sociedad. El padre ya no es necesariamente el “jefe de familia”; en efecto: cada vez más personas no responden a la caracterización de familia estandarizada y estereotípica, idea cuya hegemonía se deshilacha y se torna insostenible.
Entonces vi que la excusa para esa vibrante masividad consumista que había en la calle no es ya la celebración del padre en cuanto integrante de una familia. Se trata de un elogio de la procreación, de un recordatorio de la necesidad del engendramiento que busca asegurar la reproducción de consumidores (hasta un niño pobre consume pañales) y la producción de integrantes de la Reserva de desocupados sobre la que se sostiene el capitalismo.
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